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Hormigas en la boca / Recordando a Miguel Barroso / elDiario.es / 18 de enero de 2024

La novela Amanecer con hormigas en la boca quizá sea el mejor y más perdurable legado de Miguel Barroso, personaje de múltiples talentos, príncipe renacentista. Hubiera sido un gran escritor de no haber preferido la influencia discreta en la vida española

Familia aparte, la novela Amanecer con hormigas en la boca quizá sea el mejor y más perdurable legado de Miguel Barroso, el personaje de múltiples talentos, el príncipe renacentista, que falleció de un infarto el pasado sábado, a los 70 años. Hablo desde la subjetividad, por supuesto. En asuntos como este comparto lo que escribió el poeta Juan Gil Albert: “Sólo hablando en nombre propio logra el hombre coincidir, si no con la verdad, que resulta una meta demasiado abstracta, con la autenticidad al menos”.

           Así que tengo para mí que Amanecer con hormigas en la boca (1999) es uno de las mejores debuts en el género negro español de las últimas décadas. Ambientada en la Cuba del final de la dictadura de Batista, protagoniza esta novela uno de los revolucionarios españoles derrotados en nuestra Guerra Civil. Y esto tanto porque Barroso siempre fue de izquierdas, como por su profundo conocimiento del género. Sabía que el héroe del auténtico noir es un individuo al margen del sistema, un caballero andante de la justicia, un perdedor.

             Recién liberado de una cárcel franquista, donde ha purgado condena por enfrentarse a la dictadura con las armas en la mano, Martín Losada, el héroe de esta obra de Barroso, viaja a la capital cubana en busca de un amigo y de un botín. El amigo, Albert Dalmau, escapó a la operación policial en la que Losada fue capturado y desde entonces anda en paradero desconocido. Pero Losada cree saber dónde puede encontrarle. A Dalmau le gustaba repetir la frase de García Lorca: “Si me pierdo, que me busquen en La Habana”.

            Amanecer con hormigas en la boca es una novela canónica en su trama y su estilo. Barroso la escribió para demostrarse a sí mismo que, si se ponía en ello, podía hacer algo nuevo y propio siguiendo el modelo de los clásicos: investigador insobornable, mujer fatal, podredumbre política y empresarial, descripciones breves y sabrosas, diálogos chispeantes. También la escribió, claro, para agradecerle a Cuba todo lo que le daba. Barroso era muy español y por eso amaba tanto a la isla caribeña y a sus gentes. Cuba era su Camelot.

           Territorio fértil para la literatura policíaca y de espionaje, la Cuba de la agonía del régimen de Batista que Barroso reconstruye en esta novela tiene sueños húmedos y cálidos, música negra y celestial, casinos mafiosos y glamurosos, violencia política y corrupción policial. Pero la excelente recreación de un lugar y un tiempo apasionantes no es su único mérito. Barroso hace también una interesante aportación a esa biblioteca del género negro que tiene la amistad -y la traición a la amistad- como temática, la estirpe de El largo adiós, de Chandler.

             ¡Qué gran escritor hubiera sido Miguel Barroso si no se hubiera consagrado principalmente a su gran pasión: influir en la vida política, económica y cultural. Influir desde la sombra, cabe precisar. Él no quería ser el piloto de la nave, disfrutaba siendo el jefe secreto de su estado mayor. El anónimo diseñador de estrategias para amigos, socios y correligionarios.

           Lo consiguió, va que si lo consiguió. Gobernantes, empresarios y directores de periódicos se le ponían inmediatamente al teléfono, y escuchaban con atención sus análisis y sus propuestas, siempre audaces en su racionalidad. Barroso ya era influyente en la vida política y periodística española de finales de los años 1980, pero, atención, nunca fue un influencer en el sentido actual de este término. No le gustaba dar entrevistas, ni salir de cualquier otro modo en los medios. Tampoco era de los que se expresan sobre todo en las redes sociales. Curiosamente, este artista de la comunicación pública rehuía personalmente del exhibicionismo de nuestro tiempo.  

          Joana Bonet ha escrito en La Vanguardia que Barroso prefería ser invisible, pero no por ello era un tipo tenebroso. Es muy cierto. No se correspondía con el estereotipo del lóbrego conspirador a lo Fouché. Era jovial y luminoso, solo que reservaba su alegría y su luz a pequeñas audiencias. De preferencia en almuerzos y cenas, siempre sazonados con su humor y su cultura. Su inteligencia, como la picardía que brillaba en sus sonrisas, era un paraíso cerrado para muchos y un jardín abierto para pocos.

         Este hombre fue mi amigo. Le debo un montón de las cosas buenas que me han ocurrido en los últimos cuarenta años. La genial chaladura que nos llevó a El País, y de la que ha dado cuenta Marco Schwartz aquí mismo. El descubrimiento de la adictiva hermosura de Cuba y la contagiosa joie de vivre de los cubanos. Un viaje, cada cual en su Vespa, al santuario de la Caridad del Cobre, en el que a ambos, sintiéndonos vivos y felices, nos dio por gritar a los cuatro vientos ¡Marcello!, ¡Vittorio!  Su padrinazgo de mi hija Maya. Mi incorporación a la aventura del primer Gobierno de ZP, cuando Bush nos amenazaba con sus rayos y truenos por retirar las tropas de Irak. El que me presentara a Carme Chacón, que terminaría siendo su esposa y mi amiga. La recomendación de tantos buenos libros y películas. Nuestro permanente diálogo sobre las izquierdas españolas, él más socialdemócrata, yo un pelín más radical.

              Nos peleamos muchas veces, muchísimas. Pero nos peleamos como lo hacen los hermanos. Sabiendo que, al cabo de semanas o meses, volveríamos a vernos, a reírnos y a tramar cosas como si nada hubiera ocurrido. La fraternidad era una de sus virtudes.

             Me hubiera gustado que Miguel continuara su carrera literaria, se lo decía cada dos por tres. Que decidiera ser ante todo un escritor. Que le diera continuidad al prometedor destello de Amanecer con hormigas en la boca, con su música de bolero, sabor de daiquiri y perfume de gardenia marchita. Pero no hubo manera. Siempre estaba con muchos guisos cocinándose a la vez en sus fogones. No podía evitarlo, era lo que le gustaba. Parecía uno de esos malabaristas de los circos chinos que hacen girar un montón de platos a la vez.

           Creo que eso ha hecho que muchas de sus buenas ideas no hayan perdurado. Se olvidaba con frecuencia de que hay que rematar los guisos. Sacarlos del fuego, aderezarlos y servirlos. Ponía en marcha muchas cosas, pero solía desentenderse de su seguimiento.

             Era así. Optó por escribir su vida como una novela de no ficción. Siendo el ignoto guionista de muchas de las cosas buenas que nos han pasado a los españoles en los últimos tiempos.

No te digo adiós, hermano. Te digo hasta luego, como tantas otras veces. A mí me toca seguir enamorado de la vida, aunque a veces duela. Tal es mi papel, bien lo sabes. Pero, Miguel, te lo digo francamente: ahora siento hormigas en la boca y la vida me duele mucho.

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