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El gato de Marlowe / Sobre gatos y serie negra / Crónica Negra / infoLibre

Patricia Highsmith solía decir que la mejor compañía –la única, en realidad- de la que puede disfrutar un escritor es un gato. En 1985 mi amigo Ricardo Martín fotografió a Highsmith para El País Semanal en la casa próxima a Locarno donde vivía la creadora del personaje Tom Ripley. Ricardo cuenta que los gatos –los que había tenido y se habían muerto y los que tenía en aquel momento- eran el tema que más grato le resultaba, aquél en el que podías sentir que abandonaba las muchas suspicacias con las que iba por la vida.

He estado escribiendo este verano los primeros capítulos de mi segunda novela en una casa de la Alpujarra granadina y el gato Xisto ha sido mi único acompañante. A los pocos días de iniciar la experiencia, me di cuenta de que Highsmith tenía razón. Xisto no me daba la tabarra durante las horas que yo pasaba frente al ordenador: bebía o comía en sus cuencos cuando lo necesitaba; no me exigía que le sacara a pasear porque hacía sus necesidades con pulcritud en el lecho de piedrecillas; oteaba a los pájaros desde las ventanas, exploraba los armarios o sesteaba en el rincón más fresco de la casa según sus apetencias y siempre silenciosamente. Yo le agradecía esa casi invisibilidad: escribir es un trabajo que exige toda la concentración que puedas reunir. Y nadie, por bienintencionado que sea, puede ayudarte en realidad a encontrar la letra y la música de la historia que pretendes contar.

Pero cuando bajaba la tapa del portátil y me levantaba de la silla con un crujido en la espalda y un suspiro dolorido en los labios, Xisto no tardaba en hacerse presente, como diciendo que él había estado todo el rato por allí, respetando, eso sí, mi trabajo, pero que ahora, si me apetecía, podía acariciarle o jugar un rato al escondite con él. Sólo un rato, por supuesto; lo suficiente para que desentumeciéramos las neuronas y los músculos.

Xisto fue un duencillo protector durante esas semanas que pasé construyendo los pilares de una nueva entrega de las aventuras del profesor Sepúlveda en Tánger. Él debía pensar que yo estaba chalado porque, en vez de disfrutar del maravilloso verano alpujarreño, me encerraba horas y horas en un cuarto frente a una pantalla luminosa. Pero, a diferencia de lo que hubiera hecho un perro, jamás me apremió a que lo dejara y saliera a la calle.

Los gatos tienen una excelente relación con la serie negra. No tan intensa como la que sostienen con la literatura de magia, pero casi. Desde Pluto, aquel gato negro emparedado por el personaje del cuento de Edgar Allan Poe, hasta Pickles, el pícaro felino que contribuye a la eliminación de la banda de ladrones dirigida por Tom Hanks en la película The Ladykillers de los hermanos Coen, pasando por el que saca de quicio al terrier Asta en Another Thin Man, la película de 1939 basada en los personajes de la novela de Dashiell Hammett.

En 1973 Robert Altman dirigió una estupenda versión cinematográfica de El largo adiós, de Raymond Chandler. En su primera escena el detective Philip Marlowe, interpretado por Elliot Gould, es despertado por su hambriento gato leonado. Marlowe, que dormía vestido y, sin duda, muy bebido, enciende automáticamente un cigarrillo y busca en la cocina algo que darle de comer. No lo encuentra y termina preparando un plato con unos restos de algo blancuzco a los que añade un huevo, revolviendo el conjunto con su dedo índice. Al gato no le gusta el potingue y Marlowe le reprocha que no sepa buscarse la vida como los tigres de India.

Pero el detective privado termina saliendo a las tres de la madrugada en busca de un supermercado que venda latas de comida para gatos. Y esa larga escena, de diez minutos de duración, le permite a Robert Altman presentar su propia versión de Marlowe, bebedor, desordenado, ligón, simpático y tierno. Una versión que no es exactamente la canónica.

Durante las semanas que pasé con Xisto, tuve la precaución de mantener siempre abastecido su cuenco de comida para que no me ocurriera lo mismo que al Marlowe de Altman. Aún así al jodido había veces que no le gustaba lo que le ponía.

 

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