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La esclavitud consentida / W. Reich sobre las raíces de la sumisión / ctxt.es, 16 de septiembre 2015

La editorial La Linterna Sorda publica «Escucha, hombrecillo», de Wilhelm Reich, un ensayo de acentos nietzscheanos sobre las causas de la sumisión. Reseña de Valenzuela en ctxt.es, 16 de septiembre 2015.

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La esclavitud consentida

La editorial La Linterna Sorda publica “¡Escucha, hombrecillo!”, de Wilhelm Reich, un ensayo de acentos nietzscheanos sobre las causas de la sumisión

Por Javier Valenzuela

La cuestión de por qué la mayoría de los seres humanos suele aceptar la opresión con mansedumbre inquieta a lo mejor del pensamiento occidental desde, al menos, el Siglo de las Luces. ¿Por qué lo hacen incluso en situaciones terribles, esas en las que cabría esperar que se alzaran, aunque fuera a gritos y con las manos desnudas, contra sus opresores? Esta pregunta ha llegado a formularse en los últimos años respecto a los millones de españoles que iban cayendo en el paro, la pérdida de vivienda y el empobrecimiento, mientras contemplaban cómo una minoría se hacía cada vez más rica y cómo tantos de sus políticos desvalijaban el erario público con desfachatez. Nadie ha encontrado aún una respuesta concluyente.

Robespierre ya abordó el asunto de la esclavitud consentida en el texto con el que se presentó a las elecciones para los Estados Generales que desembocarían en la Revolución Francesa. Sugirió entonces que la mayoría de la gente estaba tan ocupada y tan atribulada lidiando con sus penurias que no tenía ni tiempo ni energía suficientes para reflexionar sobre las causas de su miseria y sobre sus derechos inalienables como ser humano. No es éste el momento ni el lugar para abordar las grandezas y flaquezas de Robespierre, pero sí resulta pertinente citar que él fue uno de los pocos revolucionarios de 1789 que introdujo en los debates de entonces lo que en el siglo siguiente se llamaría “la cuestión social”.

La preocupación de Robespierre por la “cuestión social” le venía de su admiración por Rousseau. Si Voltaire introdujo en el Siglo de las Luces la crítica al clericalismo y la religión, a la par que aceptaba de buen grado las desigualdades sociales, Rousseau creía en el Ser Supremo y sufría por la carestía resignada en la que malvivía la mayor parte de sus contemporáneos. Robespierre, como subrayaba Henry Guillemin, era mucho más de Rousseau que de Voltaire.

Ya en el siglo XIX, Marx pensó que el proletariado no tenía nada que perder salvo sus cadenas y de ahí dedujo que eso hacía inevitable la revolución social. El capitalismo consumista del siglo XX le respondió ofreciendo a las clases populares cosas materiales que perder: un empleo fijo, una vivienda hipotecada, un coche utilitario, unos electrodomésticos, unas vacaciones en la playa, un mínimo de sanidad, educación y pensiones públicas. Caída la Unión Soviética, el capitalismo dio por extinguida la amenaza revolucionaria, decidió volver a su versión más salvaje y empezó a quitarle a la gente esas cosas. En eso estamos.

Wilhelm Reich (1897-1957) le dio muchas vueltas al asunto de la esclavitud consentida. Le espantaba la docilidad con la que las clases populares de Austria y Alemania habían aceptado el yugo de Hitler. ¿Cómo era posible que tanta gente pudiera comulgar con ruedas de molino tan groseras? La editorial La Linterna Sorda publica ahora el librito en el que Reich terminó compendiando sus reflexiones al respecto. Se llama ¡Escucha, hombrecillo!, fue publicado por primera vez en 1948 y ha sido traducido por Juan Jesús Sánchez Pérez.

¡Escucha, hombrecillo! es un texto irreverente y políticamente incorrecto que va mucho más lejos de las respuestas de Robespierre y Marx. A lo largo de sus páginas Reich se dirige directamente, con sarcasmo y hasta crueldad, a ese hombre y esa mujer que aceptan de buen grado la escasez y la mediocridad de sus existencias, ese hombre y esa mujer que, desde el sótano del edificio social, miran hacia arriba y suplican a sus amos que mantengan con la mayor firmeza el orden y la autoridad, el respeto estricto al sistema establecido, y exigen que castiguen sin piedad a los revoltosos. Ese hombre y esa mujer adoran la monotonía y la disciplina; les aterra la incertidumbre contenida en cualquier propuesta de un ser humano libre, fraternal y gozoso. Son sus propios policías y también vigilan a los demás.

Nacido en el seno de una familia judía del Imperio Austro-Húngaro, médico de carrera y filósofo de vocación,  primer sintetizador del marxismo con el psicoanálisis, Wilhelm Reich fue una especie de libertario perseguido por todos los poderes de su tiempo. Los estalinistas le expulsaron del Partido Comunista; los freudianos le arrojaron a las tinieblas exteriores de la heterodoxia psicoanalítica; los nazis quemaron su libro Psicología de masas del fascismo en autos de fe espectaculares, y, finalmente, una vez refugiado en Estados Unidos, la caza de brujas del senador McCarthy lo metió entre rejas por loco, rojo y estafador. Murió de un ataque al corazón en una prisión federal estadounidense.

Reich tuvo vida personal atormentada y, hacia su final, hasta delirante, y produjo una obra que aúna la verborrea con destellos luminosos. Su memoria prácticamente ha desaparecido del panorama intelectual en los últimos tiempos, pero fue muy influyente en las corrientes que enarbolaron banderas de rebeldía en las décadas de 1950 y 1960: los beatniks, la contracultura, Mayo del 68, los hippies, el primer ecologismo,  el naciente feminismo… Reich sostenía la necesidad de aunar la revolución social con la revolución sexual, la necesidad de liberar al ser humano tanto de las cadenas que le impiden disfrutar plenamente de los frutos de su trabajo como de las que encorsetan su cuerpo.

Con su Discurso sobre la servidumbre voluntaria, Étienne de la Boétie fue, en el siglo XVI, un pionero de las meditaciones sobre las causas que llevan a la mayoría de la gente a aceptar el autoritarismo, la desigualdad y la injusticia, salvo en esos momentos excepcionales que llamamos revoluciones. De la Boétie citó el miedo como una de las más poderosas. El miedo existe y siempre juega a favor del conservadurismo, del madrecita, que me quede como estoy. Miedo a perder lo poco que pueda tenerse. Miedo a la violencia que, en caso de ver amenazados sus privilegios, desatarían los de arriba. Instrumentos no les faltan: antidisturbios, despidos, golpe de Estado, guerra civil, fuga de capitales, corralito financiero…

La capacidad de la ideología para que los individuos y los colectivos actúen en contra de sus intereses objetivos, es otra de las causas de la sumisión más citadas. Mucha gente no se rebela porque, desde la escuela hasta el telediario, pasando por la iglesia y la taberna, los amos le han ido lavando el cerebro con ideas que ha terminado asumiendo como propias. El pasado agosto conocí a un trabajador andaluz que llevaba tres años en el paro, pero que declaraba ser votante del PP desde que ese partido había abolido en la Comunidad de Madrid el impuesto que gravaba las herencias. Él no tenía ningún legado pendiente en Madrid –ni en ninguna otra parte, por lo demás-, pero aseguraba con la fe del converso que la abolición de ese impuesto era una gran medida para “generar riqueza y empleo”.

Intentado provocar una sacudida, Reich ofrece una respuesta más contundente en ¡Escucha, hombrecillo! Eres un cobarde, le dice Reich al hombrecillo común. La cobardía, que no es lo mismo que la precaución, también existe. Prefieres seguir de rodillas, ¿para qué engañarte? Eres pequeño y quieres seguir siendo pequeño. Antepones la seguridad a la verdad; cuanto menos comprendes más dispuesto estás a venerar; delegas en otros las decisiones que te conciernen. Te lo voy a decir con claridad: no sabrías cómo vivir en libertad. No puedes ver la felicidad de los otros sin ponerte verde de envidia. Tienes miedo a la vida.

La pluma de Reich toma acentos casi nietzscheanos en el libro que acaba de publicar La Linterna Sorda. Rehúsas ser un águila y por eso eres la presa de los buitres, le suelta el autor al hombrecillo común. Y entonces cae en la cuenta y le espeta: ni siquiera sabes de lo te qué estoy hablando, ¿verdad? Y concluye: ésta es la razón por la cual no sales de la ciénaga.

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