Aterrizaje en Beirut
Revista Comversatorio de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Rey Juan Carlos / Publicado en febrero de 2025
JAVIER VALENZUELA
Pocas veces en mi vida me he sentido tan ridículo como aquella tarde de marzo de 1986 en que, recién llegado al centro de Beirut, escuché el estallido de un tiroteo y me arrojé al suelo como había visto hacer en las películas: tan largo como era, cubriéndome la cabeza con las manos y parapetándome en los bajos del destartalado Mercedes que me había llevado hasta allí desde el aeropuerto. Tomás Alcoverro y Juan Carlos Gumucio, que seguían de pie, no pudieron reprimir sus carcajadas. “¡Pero Javier, si eso está ocurriendo dos calles más allá!”, exclamó Gumucio.
Alcoverro y Gumucio eran veteranos de Beirut, ya habían aprendido a medir por el sonido la distancia y la peligrosidad de los continuos tiroteos, bombardeos y explosiones de coches bomba que padecía la ciudad. Yo, en cambio, era novato. Era la primera vez que pisaba Beirut y jamás había estado antes en una guerra.
Semanas atrás, Juan Luis Cebrián, entonces director de El País, había accedido a mi petición de sustituir al agotadísimo Ignacio Cembrero en la corresponsalía beirutí. En realidad, Cebrián no tenía dónde escoger: yo era el único que se había presentado voluntario. Aspiraba a ser corresponsal de guerra desde muy niño, desde que había leído en Miguel Strogoff, la novela de Julio Verne, las aventuras del par de simpáticos reporteros, uno inglés, otro francés, que seguían las andanzas del correo del Zar.
Llegué contento al aeropuerto de Beirut en un vuelo de Middle East Airlines procedente de El Cairo. Yo era joven, mi relación sentimental en Madrid hacía aguas, no tenía hijos y me apasionaban los géneros duros del periodismo: la crónica de sucesos y la corresponsalía de guerra. Me parecían los más literarios. Así que el sentimiento que me embargaba era el de que iba a vivir una gran aventura. Al bajar por las escalerillas del avión, escuché el eco de unos lejanos combates artilleros. Me pareció una estupenda bienvenida. Sí, aquello era una guerra.
Advertidos por el telex que les había enviado desde El Cairo, el barcelonés Alcoverro, corresponsal de La Vanguardia, y el boliviano Gumucio, de Associated Press, habían venido a recibirme al aeropuerto con Alí, un chófer chiita de toda confianza. El trayecto hasta el centro era peligroso, lo controlaba Hezbolá, una milicia chiita patrocinada por Jomeini que tenía la fastidiosa costumbre de secuestrar periodistas, cooperantes y diplomáticos occidentales. Gracias a Ali, superamos los checkpoints y llegamos al Hotel Commodore. Y allí, al bajar del vehículo, fue cuando escuché los tiros, me tiré al suelo e hice el ridículo.
Pasé dos años en el Beirut en guerra y aprendí unas cuantas cosas. Que el ser humano es capaz de lo peor y también de lo mejor, de la atrocidad más espeluznante y del heroísmo más conmovedor. Y que el ser humano tiene en sus genes el impulso de la supervivencia, la capacidad de adaptarse a todo tipo de situaciones, incluidas las más espantosas. Entre batalla y batalla, cientos de miles de beirutíes seguían con sus vidas: trabajando, estudiando, casándose y teniendo hijos. Su vitalismo era maravilloso y, cuando podían, hacían almuerzos, cenas y hasta fiestas a las que invitaban a los pocos occidentales que andábamos por allí. Aunque fuera en los alto el fuego del conflicto, que los había. Aunque fuera en los sótanos de edificios convertidos en quesos gruyere por los bombardeados. Comprendí por qué el ser humano ha llegado a donde ha llegado: su apego a la vida es inagotable.
Yo también me adapté. Aprendí a calibrar a qué distancia se producía el tiroteo y ya nunca más me arrojé al suelo por algo que ocurría dos manzanas más allá. Aprendí a distinguir el silbido de un obús de salida del de uno de llegada. Aprendí a dormir vestido para que, si venían a secuestrarte, los de Hezbolá no te pillaran en paños menores. Aprendí a no preocuparme cuando las balas repiqueteaban en la tanqueta que te llevaba a la primera línea de un frente de combate. Hasta tal punto me habitué a la guerra que, en mis primeras vacaciones, en Chipre, no podía dormir porque encontraba inquietante el silencio, la ausencia de explosiones.

Todas las guerras son horribles, pero las que padeció Líbano entre 1975 y 1990 fueron particularmente disparatadas. No se sabía quién luchaba contra quién y, ni mucho menos, porqué. A veces, el combate se producía al pie de tu edificio, como aquella noche en que tuvo lugar en la gasolinera contigua al Inmueble Jean Saad y Alcoverro me dijo: “Ves, Javier. Esto es lo bueno que tiene Beirut, que te ponen la guerra en casa”.
En Beirut yo no llevaba casco y chaleco antibalas como los reporteros de ahora. El maestro Alcoverro me había enseñado que era mejor vestirnos de civiles, y atildados de preferencia, para que no nos tomaran por combatientes y nos pegaran un tiro. Por lo demás, en aquellos tiempos nuestro oficio no valoraba el exhibicionismo. Salvo excepciones graves, los periodistas no éramos los protagonistas de las noticias.
Tiene razón Arturo Pérez Reverte cuando, aludiendo a los periodistas que las cubren, escribe en Territorio Comanche que las guerras están llenas de “tipos raros”. Hay que ser “raro”, en verdad, para irse a pasar penalidades a lugares donde granizan las balas y las bombas y corren las lágrimas y la sangre. Como mínimo, hay que tener algunas características vitales del oficio de periodista: espíritu aventurero, curiosidad insaciable, resistencia física y psicológica, asco por los verdugos, empatía por las víctimas, vocación de narrador de historias y, sí, también un gusto por la adrenalínica subida de autoestima que da el estar allí donde ocurren cosas tremebundas.
Se preguntaran si sirven para algo esas cualidades y esos riesgos. Mi respuesta es afirmativa. Son los tiranos, los genocidas, los que cometen crímenes de guerra, los fanáticos de tal o cual causa étnica, nacional o religiosa, los que no quieran que haya reporteros en los escenarios de sus brutalidades. Por el contrario, las víctimas sí que los quieren: desean que sus historias de sufrimiento sean conocidas por el mundo entero, anhelan que la humanidad venga en su auxilio. Nadie me reprochó nunca en Beirut mi presencia en la ciudad, ni tan siquiera los de Hezbolá.
Añoro la camaradería entre periodistas en tiempos de guerra. Nos ayudábamos en todo: en conseguir información, en materia logística, en materia emocional… Éramos una tribu, como dijo Manu Leguineche. Y los momentos de celebrar por la noche que habíamos sobrevivido a otro día de furia y fuego eran dionisiacos.