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Un arroz con bacalao / Verano de 2024 / Artículos en MAKMA y elDiario.es

«El verano es de espíritu guasón, perezoso y frutal.»

UN ARROZ CON BACALAO / Cultos y bronceados / MAKMA, 8 de agosto de 2024

Javier Valenzuela

A estas alturas del verano de 2024, no he asistido a ninguno de los grandes festivales musicales que asolan la geografía patria, y, para serles sinceros, no tengo puñeteras ganas de hacerlo. Llámenme viejo, llámenme aristocrático, llámenme desfasado, llámenme como quieran, me la pela.

Pero la verdad es que no me pone en absoluto la idea de verme atrapado en medio de una muchedumbre cervecera tan sudada y pestilente como el caballo de Alejandro tras la batalla de Gaugamela. Si, además, recuerdo que tendría que pasar las de Caín para encontrar un sitio medianamente limpio donde hacer aguas menores o mayores, hasta me entran arcadas.

No se vayan a creer, asistí en mi juventud a algunos grandes conciertos y festivales, pero porque actuaban los Rolling o porque el motivo era tan subversivo como el de las Jornadas Libertarias de Barcelona de 1977. Ya entonces, a mis 20 y 30 años, prefería las verbenas veraniegas de los pueblos pequeños a los eventos con decenas de miles de participantes.

Hablo de esas verbenas que aún se dan en las aldeas de la Alpujarra. Con farolillos y banderitas colgando en la plaza, público de toda edad y condición, puestecillos de golosinas y juguetes y una orquesta que lo toca todo: pasodobles, mambo, twist, reggae, salsa, flamenquito, pachanga, las canciones de todos nuestros veranos…

Allí sentía, y siento, una comunión absolutamente dionisíaca con la gente, con mi gente. Ya saben, aquello de “Sarandonga, que nos vamos a comer, sarandonga, un arroz con bacalao. Sarandonga, en lo alto del puerto, sarandonga, que mañana es domingo. Sarandonga, cuchiviri, cuchiviri; sarandonga, cuchiviri cuchiviri”.

Tan es así que me he pasado todo el curso 2023-24 con la crónica y terrible lumbalgia que me provocó el bailar ‘Paquito el chocolatero’ en la plaza de Bubión a finales de agosto del pasado año. Mira que me lo advirtieron personas que me quieren bien –“¡Ni se te ocurra, Javier! ¡Tu espalda, Javier!”–, pero yo, feliz, tozudo y con una copa de más, no les hice el menor caso y me lancé a hacer las morunas contorsiones que reclama ese tema. Y, claro, crack, catacrack. ¡Ay!

Igual a algunos lectores jóvenes el que yo no vaya a macrofestivales ni llevado del bozal por la Guardia Civil les hace pensar que soy un sieso, un aburrido, un malaje, un malafollá. Pues no, queridas y queridos lectores, soy un vitalista y creo, como mis maestros Epicuro, Nietzsche y Camus, que el verano es la temporada más propicia para disfrutar de muchos de los placeres de la existencia.

Noche de San Juan, Salobreña 2024. Foto: JV

Para ir semidesnudo y reencontrarte así con tu cuerpo. Para comer unas sardinas asadas en un espeto al borde del mar. Para nadar cual Esther Williams en el agua más limpia y fresquita que puedas encontrar. Para charlar al aire libre con los amigos y reírte tanto de las restricciones disparatadas de la pasada epidemia de covid como proponer ideas brillantes para arreglar el mundo. Para contemplar la lluvia de estrellas de la noche de San Lorenzo y tener que ordenar tus prioridades a la hora de formular deseos. Para bailar en las fiestas del pueblo. El verano es de espíritu guasón, perezoso y frutal.

Y, por supuesto, es ideal para leer. También me siento un chaval en verano por el tiempo casi eterno que tengo para leer. Revivo aquella sensación que tuve a mis 17 o 18 años, cuando afronté la lectura estival de ‘À la recherche du temps perdu’, de Proust. Era una lectura larga y difícil, pero yo tenía días, semanas, meses para hincarle el diente. Septiembre quedaba muy lejos.

Septiembre sigue quedando lejos. Así que vuelvo a hincarle el diente a ‘Conversación en la catedral’, de Vargas Llosa, ese inmenso escritor y discutible ciudadano, y me entretengo con ‘No cerramos en agosto’, la ópera prima de Eduard Palomares, un noir paródico que me ha recomendado Antonio Fuentes, el librero de Salobreña.

No está mal el libro de Palomares. Escrito con aseo, cosa rara hoy en día, y situado en la Barcelona ahora convertida en un parque temático para guiris. Mucho mejor que ese aluvión actual de novelas que nos cuentan las andanzas de una inspectora de policía divorciada y con un hijo pequeño que tiene que enfrentarse a un asesino en serie que recrea los horrores de la guerra de Goya.

El verano está hecho para gozar de cosas de las que no pudiste gozar durante el invierno. Para hacerlo sin encontrar la menor contradicción entre ser feliz con los placeres sencillos de la existencia y tu compromiso militante con un mundo más libre, más justo, más respetuoso, tanto de la humanidad como de la naturaleza. ¡Faltaría más! Y si a usted, querida lectora, querido lector, le pone sentirse en un macro festival tan feliz como Bucéfalo en Gaugamela, hágalo. Yo no prohíbo nada que no haga daño a terceros, ni tan siquiera lo desaconsejo.

Pero, ya lo dije, a mí me hace más feliz sentirme parte de una pequeña aldea en las tradicionales verbenas estivales de los pueblos. Cuanto más pequeños, mejor. Vivir lo local en una noche de verano es un modo excelente de vivir lo global. La esencia de lo global, lo que nos hace humanos a todos. Nuestra inquebrantable resistencia a la adversidad. Nuestras incombustibles ganas de gozar aquí y ahora. Toda una experiencia mágica, ¿no les parece?

Un arroz con bacalao. Cultos y bronceados (III) – MAKMA

EN PANTALÓN CORTO / elDiario.es, 20 de agosto de 2024

Javier Valenzuela

En pleno puente del ferragosto, veo en una cadena de televisión que el municipio tinerfeño de La Laguna ya ha comenzado a colocar las luces de Navidad. La noticia no me sorprende demasiado, para qué mentirles. En primer lugar, confirma la condición visionaria de ese alcalde de Vigo que intuyó que el regidor más valorado hoy en día por los vecinos es aquel que pone antes y más masivamente la iluminación navideña. Y, en segundo, corrobora la incapacidad del actual mundo occidental para vivir gozosa y plenamente el presente, su crónica ansiedad y angustia por lo venidero, por el mañana, el pasado mañana y más allá.

Seguimos en agosto, hace mucho calor y millones de personas están de vacaciones; luego llegará septiembre, no poca gente se tomará también su tiempo de ocio y las aguas mediterráneas seguirán templadas y propicias al baño. Y, sin embargo, ya retumban de modo machacón y agorero los anuncios de la vuelta al cole, el comienzo del nuevo curso político y hasta las rebajas de Navidad. ¡Ozú -me digo-, qué ganas tiene el sistema de que se acabe el verano y todos volvamos a la rutina en ciudades contaminadas y sobrepobladas!

Pues no, esta semana es la de las fiestas estivales en Bubión, la aldea alpujarreña en la que tengo casa desde hace medio siglo, y pienso disfrutarlas sin el menor remordimiento. Seguimos en verano, insisto. Una estación más dionisíaca que apolínea, un tiempo propicio a eso que el sistema llama perder el tiempo y que no es sino la mejor forma de vivirlo. Tiempo de lecturas que duran horas, de siestas largas, de divertidas conversaciones hasta la madrugada en las terrazas, de verbenas nocturnas gratuitas para los vecinos de toda edad y condición… De todo eso que el capitalismo salvaje a la americana aborrece.

Hace unos días, Rosa María Artal escribía en este periódico un artículo titulado Defender la alegría como una trinchera, en alusión al poema de Mario Benedetti. Ese titular me alegró en sí mismo. Les confieso que no entiendo por qué cierta parte de las izquierdas tiende a considerar que el gesto agrio, enfadado y malhumorado es lo único compatible con el deseo de un mayor progreso de la libertad, la igualdad y la justicia. Yo soy de otra escuela, de la escuela de Emma Goldman cuando decía: “Si no puedo bailar, no quiero estar en tu revolución”. De la de Albert Camus, que escribió párrafos deliciosos sobre los gozos del verano mediterráneo y jamás encontró la menor contradicción entre buscar la felicidad que dan los placeres sencillos de la existencia y la lucha por un mundo mejor.

Desconfío de los que apenas sonríen y casi nunca ríen. Como los grandes dictadores del siglo XX, siempre serios, siempre graves, siempre trascendentales. Y no es esta actitud cosa únicamente del pasado. Fíjense, las actuales derechas españolas se pasan todo el tiempo anunciando con gesto adusto apocalipsis inminentes. Apocalipsis que nunca llegan. En cambio, no dicen ni mu sobre la catástrofe real que ya padecemos: la crisis climática. Esas sequías devastadoras, esas súbitas oleadas de calor, esas tormentas brutales que inundan pueblos enteros, esas granizadas de pedruscos… Nada de eso lo ven. Lo consideran algo normal, ajeno al desastroso efecto de la acción humana sobre el planeta.

Ni se ha producido la recesión económica que auguraba Feijóo ni se ha roto la unidad de España que tanto él como su compinche Abascal dan por hecha todos y cada uno de los días. De hecho, uno de los serios problemas que tenemos este verano está relacionado con el turismo internacional. No es que haya desertado de la piel de toro por culpa del avieso Gobierno socialcomunista, es que, al contrario, de tan masivo y entusiasta, empieza a ser agobiante.

Sigo este verano las noticias de las elecciones estadounidenses, la crisis venezolana, el genocidio en Gaza y la delirante combatividad política de nuestros jueces derechistas. Si dejar de bailar unas rumbitas este fin de semana, en la plaza de mi aldea, pudiera arreglar alguno de estos asuntos, les juro por la salud de mis hijas que lo haría de buen grado. Pero me temo que no, que mi renuncia a esos momentos personales de felicidad no cambiará las cosas ni un ápice.

La alegría es una trinchera y es también es un ariete. Lo escribí este mismo verano en la revista MAKMA y no sabría decirlo mejor: “Vivir lo local en una noche de verano es un modo excelente de vivir lo global. La esencia de lo global, lo que nos hace humanos a todos. Nuestra inquebrantable resistencia a la adversidad. Nuestras incombustibles ganas de gozar aquí y ahora”.

Así que no me voy a quitar el pantalón corto. La Navidad y sus lucecitas me quedan muy lejos. Seguiré pendiente de los contenciosos antes citados y de los que vayan surgiendo, pero en pantalón corto. Con su permiso, claro.

En pantalón corto en elDiario.es

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