JAVIER VALENZUELA, @cibermonfi, infoLibre, 29 diciembre 2021
El lunes, viajando desde Madrid hasta Granada, escuché en el informativo de una radio pública esta afirmación: ómicron ha devuelto la lucha contra el coronavirus a “la casilla de salida”. Me indigné, por supuesto. Tengo un inmenso respeto a mi oficio de periodista y no puedo aceptar, y menos en un medio público, que se falte a la verdad de un modo tan clamoroso. No, por muy contagiosa que sea esta variante, ómicron no nos ha devuelto a “la casilla de salida”. No es solo que sus efectos sean menos dañinos y letales que las anteriores variantes, prueba quizá de la creciente debilidad del coronavirus, también es que ahora estamos mucho mejor preparados para afrontarla, con alguna notable excepción a la que luego aludiré.
Sigo creyendo que la vacunación es el Stalingrado del covid-19. Como Hitler tras esa derrota en el frente ruso, el covid seguirá coleando uno, dos, quizá tres años más. Pero la vacunación —y la aplicación masiva de medidas higiénicas— le ha dado un golpe mortal. Lo prueba el que, en países con un alto índice de vacunación, las hospitalizaciones y muertes sean sensiblemente menores a las de la primavera de 2020. También el que no se esté produciendo el Holocausto en residencias de mayores de entonces. Y el que no parezca necesaria la paralización de la actividad económica y la prohibición de movimientos de hace dos años.
Se creen esta milonga porque así se lo exigen los directivos de las empresas mediáticas, que, en su ansiosa búsqueda de audiencia, hace ya tiempo que pasaron de ejercer el ‘news business’ a practicar el ‘show business‘.
¿Por qué entonces los redactores de un medio público se creen obligados a exagerar la realidad, que es otro modo de contar mentiras? Pues, probablemente, porque las nuevas generaciones creen que periodismo es sinónimo de catastrofismo, milenarismo, anuncio diario del Apocalipsis. Se creen esta milonga porque así se lo exigen los directivos de las empresas mediáticas, que, en su ansiosa búsqueda de audiencia, hace ya tiempo que pasaron de ejercer el news business a practicar el show business. Y pocas cosas hay más espectaculares y comerciales que el dolor, la angustia y el miedo. Así que nada de matices, nada de contexto, nada de todo aquello que pueda quitarle un ápice de rotundidad al grito alarmista.
Me duele. Pertenezco a una generación de periodistas que tenía prohibido exagerar porque la realidad de los sucesos, hambrunas, golpes de Estado y guerras que cubríamos ya era tremenda. Nuestra misión no era editorializar con titulares sensacionalistas, sino ofrecer datos y testimonios verdaderos, situándolos en su debido marco y precisando lo que pertenecía al momento y lo que pertenecía al movimiento. Y en el caso del covid, el movimiento es que 2021 ha sido mejor que el annus horribilis de 2020, y no es delirante pensar que 2022 será mejor que 2021. En lo sanitario y también en lo socioeconómico. El empleo se ha ido recuperando en el año que termina, y los actuales problemas de producción y logística, con su correspondiente efecto en la inflación, tienen bastante que ver con una recuperación de la demanda global que la oferta no puede cubrir.
Llámenme bobo, loco o como quieran, pero alguien tiene que decir que el vaso vaciado en 2020 se va llenando. Sé que decirlo no vende mediática y políticamente, que lo que vende es profetizar la caída en nuestro planeta de un meteorito o el Gran Apagón. Pero, qué quieren que les diga, soy periodista, no autor de ciencia ficción. Les cuento aquello que me consta.
Y sí, hay salvedades, como dije al principio. Me consta también que, antes de la llegada de ómicron, la gran mayoría volvía a los hábitos de consumismo frenético, con total indiferencia a sus efectos en algo tan duraderamente peligroso como la crisis climática. Salvo excepciones, los buenos deseos de templanza expresados durante la pandemia se quedaron en aguja de borrajas. Y me consta asimismo que fueron desoídos los llamamientos a un urgente refuerzo de una sanidad pública diezmada por lustros de interesadísimos recortes.
Sobre todo en Madrid, claro. Pasé la semana de Nochebuena y Navidad en esa ciudad, que tanto amo desde que, hace ya cuarenta años, la adopté —y me adoptó— como primera residencia, y quedé espantado. Ahora escribo desde el Sur en que nací y recuerdo aquellos días como una pesadilla. Las largas colas ante los centros de salud públicos y el acoso a las farmacias para ver si tenían test de antígenos. El pariente que había dado positivo en uno de esos test —pagado de su bolsillo— y no lograba que ningún médico de su ambulatorio lo atendiera, aunque fuera por teléfono, ni le llamara ningún rastreador. El amigo que, una vez superados los síntomas con el único apoyo de los suyos, se hizo una prueba PCR en un laboratorio privado que le cobró 120 euros, sin aceptar pago por Bizum, tarjeta o transferencia bancaria. Solo cash, efectivo contante y sonante, opaco ante la Hacienda pública.
Pablo Iglesias escribió el martes en CTXT que Madrid es “un parque temático neoliberal”, y así es. Una amplia minoría puede pagarse la sanidad privada y una parte importante del resto vota a los ultras del neoliberalismo por razones aspiracionales. Porque piensa que haciéndolo tendrá su propia empresita, un vehículo alemán de alta cilindrada, una alarma contra okupas en su hipotecada vivienda y la tarjeta de un seguro sanitario privado. Algunos todavía protestamos, pero, como dice Iglesias, para nosotros se reserva “el jarabe Jusapol”.
Y, sin embargo, la vida es bella, se lo dice un paciente oncológico. Luchar contra la enfermedad y contra las injusticias no es, en absoluto, incompatible con disfrutar a pleno pulmón de los momentos mágicos de la vida, y estos suelen ser los más sencillos y naturales. Como una puesta invernal de sol en la costa de Granada. O leer un buen libro en vez de quedarse hipnotizado —y acojonado— ante el televisor. O un brindis esta Nochevieja con un grupito de familiares y amigos, adoptando, por supuesto, las precauciones de rigor. Querer vivir ayuda a vivir. Feliz 2022, pues, amigas y amigos.