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No soy Gabriel / La derecha decreta hasta el código moral de la izquierda / Publicado en ctxt.es

No tengo la menor intención de presentarme a unas elecciones, pero si la tuviera, no podría hacerlo. Hago examen de conciencia y, aunque no encuentro en mi pasado ningún pecado mortal (robar, matar, dar falso testimonio, hacer un grave daño a terceros de modo consciente, ese tipo de cosas), sí que recuerdo algunos veniales.

Una vez le sisé a mi madre dos reales del dinero que me daba para la compra y me los gasté en comprar un tebeo del Capitán Trueno; me produjo tal remordimiento que se lo confesé al cura de mi colegio. A comienzos de los Ochenta, aparqué en un par de ocasiones sobre la acera cuando acudía a un concierto nocturno en el Rock Ola; en Madrid no existían entonces los bolardos. Al parecer, he conducido en algún que otro momento unos diez o quince kilómetros por encima del máximo de velocidad permitido en la autovía de Andalucía, pero eso ya lo he pagado con unas multas contundentes. Y hace unos años gané quince euros en el bingo callejero de unas fiestas alpujarreñas y no los declaré a Hacienda; tampoco encontré en el formulario del IRPF cómo deducir el dinero que había gastado para conseguir ese premio.

No soy un ángel, así que supongo que jamás podré ser concejal, diputado o cualquier otro cargo de elección popular. Estaría expuesto a que la derecha me reprochara la contradicción existente entre mis posiciones progresistas y alguno de los pecados veniales de mi paso por este planeta. Por cierto, ahora recuerdo otro: siempre he sido partidario de la despenalización de la marihuana y me he fumado algún que otro porro. Lo confieso: no soy vegano, vegetariano o abstemio. Ni tampoco pobre de solemnidad.

He trabajado como asalariado durante cuarenta años, tengo pagado mi pequeño apartamento en Madrid y supongo que en mi cartilla hay ahorros suficientes para abonar el recibo de Gas Natural hasta mi muerte (aunque, dada su permanente subida, tampoco estoy demasiado seguro de lo último). Deduzco de todo esto que estoy desautorizado para indignarme por los desahucios de los que no pueden pagar la hipoteca porque han perdido su trabajo, o por la muerte en un incendio de una anciana que malvivía a la luz de las velas porque le habían cortado la electricidad.

Dueña absoluta del cortijo, la derecha impone incluso el código moral al que debe atenerse la izquierda. El Gran Wyoming, por ejemplo, no puede defender a los trabajadores porque, al parecer, tiene cierto patrimonio personal. He leído a decenas de pensadores republicanos, marxistas y libertarios, y no recuerdo a ninguno de ellos que predique la pobreza evangélica, que proponga que el progresista deba vivir como las ratas. Con sobriedad, sí; con solidaridad con los más débiles, también; pero les juro que ahora mismo no me viene a la mente ninguno que dijera que hay que predicar con el propio ejemplo un modelo de sociedad donde la gente vista con harapos, duerma sobre cartones y se muera alegremente al menor constipado.

Pero la derecha cree que es así y ella es la que manda. Aunque resulte curioso que, presentándose en Occidente como la encarnación de los valores cristianos, haga caso omiso del mensaje de Jesús de Nazaret –él sí que enseñaba y practicaba la pobreza personal– y pretenda que seamos los descreídos de la izquierda los que lo sigamos a pies juntillas. Debe ser porque la derecha tiene en tan alta consideración moral a la izquierda que espera que sea esta última la que lleve a cabo el ejemplo de Jesucristo en este valle de lágrimas.

Le tengo mucho respeto a la figura del Nazareno, pero no a las iglesias que llevan siglos explotándolo para promover la resignación ante las injusticias. Ni, por supuesto, a los conservadores que se reivindican de él para hacer ese juego de triles que consiste en exigirle indigencia evangélica a la izquierda mientras ellos practican el culto al dinero, cuanto más mejor. Hipocresía, fariseísmo, sepulcros blanqueados, hubiera dicho Jesús mientras desbarataba los tenderetes de los mercaderes del Templo.

Siempre me he declarado de izquierdas y siempre he creído que eso consistía en defender los ideales de libertad, igualdad y fraternidad. La libertad es el bien más preciado, sin duda, pero resulta imposible ejercerla sin un techo bajo el que dormir, una sopa para calentar el estómago, una escuela donde enviar a los hijos y un médico próximo y gratuito al que acudir. La igualdad debe ser la de oportunidades, no una equiparación por lo más bajo de los patrimonios personales o una uniformización de las maneras de vivir. En cuanto a la fraternidad, considerar hermanos a todos y cada uno de los seres humanos es lo más próximo que estamos al mensaje del Evangelio.

Ya ven, me resulta difícil no rebelarme contra la idea de que sea la derecha la que diga cómo debemos ser, vivir y pensar la gente de izquierda. Pero de acuerdo, lo he pillado: ellos mandan. Y es gravísimo que un joven como Ramón Espinar, que terminaría siendo un dirigente de Podemos, ganara unos miles de euros vendiendo un piso. Era legal, sí; Espinar ni tan siquiera ocupaba entonces ningún cargo público, también; todo el mundo hubiera hecho lo mismo, por supuesto. Pero Espinar tendría que haber renunciado a la plusvalía. O habérsela dado a un mendigo.

El cristianismo considera que ni tan siquiera sus santos están exentos de todo pecado: San Agustín, por ejemplo, había sido un gran libertino. Pero no lo utilizaré como excusa: me ha quedado claro que los de izquierdas debemos estar libres hasta de la menor sombra de duda. En el pasado y en el presente. En el ejercicio de lo público y en cualquier momento de nuestra historia personal. No es que se nos exija ser santos, es que se nos exige mucho más: se nos exige ser ángeles, libres incluso del pecado original que la Biblia hace pesar sobre toda la humanidad. Misión imposible.

Escribo esto y me doy cuenta de que esta exigencia de la condición angelical no afecta solo a la izquierda, también a cualquiera que pretenda ganarse el pan con el sudor de su frente. Un obrero en paro que consiga trescientos euros al mes haciendo chapuzas es tan o más culpable de la crisis económica que los consejos de administración de los bancos y las constructoras. Un oficinista que se lleve a casa unos cuantos folios de la empresa es tan o más chorizo que su patrón que defrauda a Hacienda. Un obrero que se escaquee diez minutos tomando un café es tan o más peligroso socialmente que el presidente de una caja de ahorros que estafa a los ancianos con falsas acciones preferentes. El listón ético es muy alto para los de abajo y prácticamente nulo para los de arriba. O dicho de otra manera, se engrandece lo pequeño para empequeñecer lo grande: todos somos igualmente corruptos.

Por eso no me presentaría a unas elecciones ni aunque me pusieran una pistola en la sien. No estaría a la altura de la virtud inmaculada que los amos me reclamarían para presentarme con una etiqueta de izquierdas. Aunque yo jamás haya pretendido ser un querubín, ni se lo haya pedido a los demás. Quizá tenga suerte y en la próxima reencarnación me sea permitido ser tan puro, etéreo y espiritual como el mismísimo San Gabriel.

 

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