Las elecciones municipales y autonómicas del 24 de mayo no fueron un nuevo 14 de Abril, un seísmo de tal magnitud que haga inevitable un cambio de régimen. Nadie lo esperaba, por otra parte. Sus resultados, sin embargo, son más rotundos en la dirección del cambio de lo que podía augurarse.
El PP sufre un varapalo merecido y considerable. Gobernar contra la gente y entregarse con descaro a la corrupción terminan pasando factura electoral. Lo ejemplifican los batacazos de Esperanza Aguirre, Rita Barberá, Monago, Cospedal y otros mascarones de proa de la derecha. Mariano Rajoy no tiene garantizada la reelección en otoño.
El bipartidismo sigue erosionándose. Del 70% de las municipales de 2007 y el 65% de 2011, la suma de los votos del PP y el PSOE pasa al 52%. Podemos, en solitario o en el seno de candidaturas de unidad popular y ciudadana, supera el resultado jamás obtenido en el conjunto de España por una tercera fuerza política. La formación de Pablo Iglesias sale viva y coleando del bombardeo sufrido durante el invierno. Ciudadanos, por su parte, se confirma como fuerza nacional, aunque con menos brío de lo anunciado.
La decencia y la justicia motivan a más votantes que el miedo y el patrioterismo. Sumando los resultados de todas sus candidaturas, la izquierda vuelve a ser electoralmente mayoritaria en España. Que los partidos y movimientos que la componen sepan transformar esa mayoría en gobiernos municipales y autonómicos, es lo que veremos en las próximas semanas. Que atinen a que esa mayoría termine desalojando al PP de La Moncloa, es incierto.
Las grandes ciudades van más lejos en la expresión de su deseo de cambio que las pequeñas y el mundo rural. El rumbo lo marcan las grandes ciudades, siempre ha sido así. En ese sentido, es inquietante para el PSOE el hecho de que en Madrid y Barcelona sus candidaturas hayan sido superadas por las unitarias apoyadas por Podemos.
Miguel Mora escribió el lunes en ctx.es que la Segunda Transición comenzó el domingo. Se refería a esa amplia puesta al día de nuestra muy mejorable democracia que el 15M fue pionero en reclamar. Bien podría ser así, añado por mi parte, si los vencedores políticos del 24 de mayo no se dejan llevar por la intransigencia partidista, si piensan y actúan guiados por el corazón y el cerebro y no por las tripas y el bajo vientre.
En lo inmediato, se trata de desalojar a los sinvergüenzas de sus poltronas gubernamentales allí donde aritméticamente sea posible hacerlo. Tengo la impresión de que mucha de la gente que votó por candidaturas y mareas unitarias, PSOE, Podemos, Compromís, IU y otras fuerzas, no entendería que los sinvergüenzas siguieran de alcaldes y presidentes tan sólo porque los demás no se entienden por un quítame allá esa vicealcaldía. Ya no digamos por algún tipo de tamayazo.
Convertir en gobiernos las mayorías electorales a favor del despido de personajes como Rita Barberá es el reto inmediato de las fuerzas de izquierda. Háganlo, por favor. Apoyos o abstenciones en las investiduras, gobiernos de coalición, alianzas parlamentarias de geometría variable…, encuentren las fórmulas adecuadas a cada caso concreto, que las hay. En lo urgente –frenar los desahucios, restablecer servicios sociales mínimos, perseguir la corrupción, manejar con decencia el presupuesto…-, dicen estar de acuerdo.
No me llamo a engaños. El PSOE y Podemos –por hablar de ellos- no sólo no comparten receta, tampoco comparten diagnóstico. El PSOE –sobre todo su cúpula más felipista- no quiere una Segunda Transición, piensa que sería suficiente con su llegada al poder, políticas más sociales y retoques al sistema de 1979. Podemos es más rupturista, propone un nuevo comienzo a través de un proceso constituyente.
Pablo Iglesias aspira a que Podemos ocupe el espacio de una auténtica socialdemocracia abandonado en los últimos lustros por el PSOE y sus parientes europeos. No es la única posición en el seno de Podemos, pero es la más inteligente. El PSOE, por su parte, se redescubre ahora de izquierdas, pero ahí tiene un problema de credibilidad. Muchos de sus antiguos o potenciales votantes no han olvidado lo peor del felipismo, los últimos años de Zapatero y el maniobrerismo de Rubalcaba. Tampoco la ansiedad de Pedro Sánchez por hablar de baloncesto con el Rey o fotografiarse pactando con Rajoy
El PSOE y Podemos se han dicho cosas muy duras en el último año, han intercambiado insultos fratricidas, para alegría del IBEX, los dinosaurios mediáticos y el PP. El PSOE ha compartido con la derecha el argumentario de que Podemos es Venezuela, ETA y hasta Satán; Podemos ha querido presentar al PSOE como lo mismo que el PP en materia de corrupción, autoritarismo y espíritu antisocial. Una y otra cosa son injustas. Ni Podemos está proponiendo una España chavista –aunque haya bolivarianos o ex bolivarianos en sus filas-, ni la inmensa mayoría de los militantes y votantes del PSOE pueden ser tildados de casta –aunque algunos de sus dirigentes, ex dirigentes y socios mediáticos sean muy del IBEX-.
Cierto es que, durante la campaña, el PSOE y Podemos han procurado evitar agredirse mutuamente y se han concentrado en lo principal. Cabe felicitarles por ello. ¿Logrará el espíritu de acuerdo anunciado por Ángel Gabilondo y Manuela Carmena imponerse al sectarismo que suele caracterizar a los aparatos de los partidos? Ojalá. Los sinvergüenzas tendrían que abandonar un poder municipal y autonómico que ya no se corresponde con el deseo de la mitad más uno de los votantes. ¿Pervivirá ese espíritu a lo largo del verano y el otoño? En ese caso, quizá Rajoy no se comiera el turrón en La Moncloa.
El PSOE ha salvado los muebles en estos comicios, pero ha seguido perdiendo cientos de miles de votos, sobre todo entre los jóvenes y en las grandes ciudades. En cuanto a Podemos, ha obtenido sus mejores resultados en candidaturas unitarias y lideradas por independientes como Manuela Carmena y Ada Colau. Uno y otro deberían reflexionar.
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