Juan Goytisolo siempre ha dicho que su patria es su lengua. Vive en Marruecos, tras haberlo hecho en España, Francia y Estados Unidos, pero asume gustosamente el apelativo de Juan Sin Tierra; no es de los que se identifican con una bandera, una nación, una raza, una religión o cualquiera de esas zarandajas creadas para que los desheredados nos peleemos entre nosotros y demos tregua a los poderosos. No, su patria es la lengua de Cervantes, aquella en la que escribe desde mediados del siglo pasado. Así que, aunque no le gusten los premios, no me extrañaría que esta vez aceptara el que lleva el nombre del autor de El Quijote.
Juan es muy cervantino, mucho. Es un hombre muy poco reverente -al contrario, es más bien irreverente-, pero si se inclina ante algo es ante la obra del escritor alcalaíno. Ha escrito cientos de páginas sobre ella, se la conoce de memoria y la admira como insuperable.
Juan no tiene hijos -vive en una casa de la medina de Marrakech con su amigo Adelhadi, cuya familia ha adoptado como la propia-, pero tiene unos cuantos hermanos. Y no me refiero tanto a los que llevan su apellido como a los de elección. Desde hace treinta años, tengo el privilegio de que me haya incluido en esa simpática fraternidad que ha ido creando con aquellos que somos a la vez moros, judíos, cristianos y, sobre todo, descreídos; que preferimos tomarnos unos pinchitos en un chiringuito a sentarnos en la mesa de un príncipe; que admiramos la belleza de la sonrisa de aquellos que con poco se conforman y hasta ese poco se les niega.
La última vez que lo vi fue en Tánger, a finales del pasado agosto. Él veranea allí porque los vientos del Estrecho hacen mucho más soportable su clima estival que el de Marrakech, y también porque le gusta mucho esa ciudad. Fue la primera en la que quiso instalarse tras despedirse de París, donde vivía con su querida Monique Lange. Llegó con la intención de aprender árabe, pero no tardó en descubrir que era un sitio poco adecuado para hacerlo porque casi todo el mundo le hablaba en la lengua de Cervantes. Así que terminó bajando a Marrakech y hablado un estupendo dariya, pero antes escribió Reivindicación del conde don Julián, la mejor obra en castellano sobre Tánger junto a Juanita Narboni, de Ángel Vázquez.
Juan recorrió para ese texto el dédalo de la medina y la alcazaba de Tánger tomando notas de todo con la precisión de un agrimensor, como lo había hecho Joyce con Dublín para su Ulises. Desde la atalaya sobre dos mares y dos continentes del Café Hafa, se identificó con el conde Don Julián, aquel traidor que, según la leyenda nacional-católica, abrió las puertas de la Península a los moros, y desde allí expresó su repugnancia por la España negra. Esa España paleta, codiciosa e inquisitorial que lleva siglos expulsando a los que no comulgan con sus ruedas de molino: judíos, moriscos, luteranos, ilustrados, librepensadores, republicanos, rojos… Una España eterna, al parecer.
Pues bien, sabiendo que Dácil y yo pasábamos unos días en Tánger, Malika Mbarek nos invitó a la tradicional paella veraniega del Chellah Beach. Juan estaba allí con su tribu marrakchí y con la preocupación de siempre por el mal rumbo de los asuntos hispanos y mundiales, la compasión de siempre por la buena gente, la rebeldía de siempre ante el autoritarismo y la iniquidad, el sentido del humor de siempre. Volvió a hacernos reír cuando rememoró la anécdota de cómo Camilo José Cela le pidió que le presentara a Sartre para que le firmara un autógrafo en una botella de coñac. Y cuando declaró por enésima vez que él se siente agradecido a los autores de bestsellers porque son ellos los que hacen ganar a las editoriales el dinero que les permite publicar obras menos comerciales como la suya.
Eso sí, al hermano Juan se le notaban los años en la lentitud y torpeza de sus movimientos. También en la tristeza con la que hablaba de Egipto y de España. Él había soñado con que la Primavera Árabe llevara algo de alivio al querido Valle del Nilo y también con que el siglo XXI terminara jubilando a la peor España, la que lleva siglos fastidiando a las otras. Pero empezaba a aceptar que no vería ni una ni otra cosa, ni tampoco, puestos a darle un repaso al estado del mundo, un poco de piedad con los palestinos.
Juan es un tipo muy valiente. Le plantó cara a Franco y tuvo que exiliarse en París. Fue de los primeros intelectuales progresistas que dijeron en voz alta que no les gustaba nada de nada la Unión Soviética y que tampoco tardaron demasiado en desmarcarse del castrismo. En uno y otro caso le bastó con una visita en profundidad al lugar de los hechos: es un agudo observador, de los que no se creen demasiado los comunicados oficiales y saben leer la desesperación en la mirada de la gente. Y también fue de los primeros que salieron del armario, que reconocieron en voz alta su homosexualidad, dando detalles sobre sus preferencias: los tipos populares robustos y mostachudos.
Juan Goytisolo es adorable, una bellísima persona amén de un extraordinario escritor. Los dinosaurios de papel publicarán mañana decenas de páginas apologéticas sobre su obra. Se las merece todas, como se merece un premio Cervantes que ha tardado muchísimo en llegar. En el mundo, créanme, hace lustros que es reconocido como el más grande intelectual español viviente. Y digo intelectual porque Juan, amén de autor de una considerable obra de ficción, ensayo y periodismo, es un personaje que vive en esta época pero viene de otra: aquella en la que los escritores pensaban que debían comprometer su pluma y su persona con las causas que hacen avanzar a los seres humanos por la vía de una mayor libertad y justicia.
Mabruk, hermano Juan. Te llamaré cuando dejen de hacerlo los medios y nos reiremos juntos.