El pantano en el que ha crecido el yihadismo es un mundo árabe y musulmán gangrenado por la corrupción, el despotismo y las desigualdades sociales, herido en su amor propio por las intervenciones coloniales y el triste destino de los palestinos.
La mente del yihadista
Javier Valenzuela, Mercurio, diciembre 2016
El pasado enero, Manuel Valls, el primer ministro francés, dijo que intentar explicar las causas del yihadismo supone comenzar a justificarlo. En el país de Descartes, semejante sandez provocó la lógica indignación del mundo intelectual. ¿Cómo puede extirparse la peste si no se conocen sus raíces? ¿Con amuletos, plegarias y hogueras?
El yihadismo protagoniza la mayoría de los atentados terroristas cometidos en lo que llevamos de siglo XXI. El pantano en el que ha crecido es un mundo árabe y musulmán gangrenado por la corrupción, el despotismo y las desigualdades sociales, herido en su amor propio por las intervenciones coloniales y el triste destino de los palestinos, fracasado en sus intentos autoritarios de modernización, fueran apadrinados por Estados Unidos o por la Unión Soviética. En el caso de la inmigración musulmana en Occidente, cabe añadirle el sentimiento de marginación.
Sin embargo, este caldo de cultivo material y emocional no es una explicación suficiente. El yihadismo no habría prosperado sin el catalizador de un poderoso elemento ideológico, del mismo modo que la locura belicista y genocida no se hubiera adueñado de Alemania tan solo por las humillaciones del tratado de Versalles y el paro provocado por la crisis de 1929. También hicieron falta Hitler y su Mein Kampf.
El pantano en el que ha crecido el yihadismo es un mundo árabe y musulmán gangrenado por la corrupción, el despotismo y las desigualdades sociales, herido en su amor propio por las intervenciones coloniales y el triste destino de los palestinos
A usted, ser racional, quizá le resulte difícil asumir que ISIS (también llamado EI y Daesh) está convencido de que vivimos el Fin de los Tiempos, de que llegó la hora del profetizado Apocalipsis, así que caigan Sansón y todos los filisteos. Pero lo está y lo cuenta muy bien Gwynne Dyer en Que no cunda el pánico (Librooks, 2015). La gran novedad ideológica del ISIS de Abubaker al Bagdadi respecto a su padre y predecesor, la nebulosa Al Qaeda de Osama Bin Laden, es esta propuesta milenarista. Se acabó, ya estamos viviendo la agonía de la existencia humana, la batalla de Malahim o Armagedón es inminente. Se librará en Dabiq, al norte de Siria, y enfrentará a los cruzados occidentales y sus aliados judíos con las fuerzas musulmanas del Califato; tal es la voluntad de Dios. Las barbaridades de ISIS, desde el degollamiento de periodistas hasta los atentados en Europa y Estados Unidos, tienen como objetivo tender una trampa a los infieles, provocarles para que envíen sus ejércitos a Oriente Próximo, comience así Armagedón y Dios pueda reconocer a los suyos en el Juicio Final.
ISIS es transparente. Su ideología, estrategia y táctica están en los textos y videos que sube a Internet. Pero hay que leerlos o escucharlos, hay que traducirlos del árabe, hay que analizarlos, hay que trabajar un poco antes de salir a dar una rueda de prensa. Dyer lo ha hecho y de ahí el título de su libro: no hay que perder la calma y, aún menos, la razón. Sobreactuar ante el yihadismo, bombardear a diestro y siniestro para que el gobernante quede bien en los telediarios, aceptar las propuestas islamófobas de Donald Trump y Marine Le Pen, repetir errores como la invasión de Irak de 2003, no es solo ponerse al nivel de ISIS, es también hacerle el juego.
ISIS nació a partir de la irrupción de Al Qaeda en Irak y esta se produjo cuando la invasión estadounidense generó allí dolor y destrucción, un vacío de poder, una corrupción colosal y el enfrentamiento entre chiíes y suníes. Lo recuerda Patrick Cockburn en ISIS: el retorno de la yihad (Ariel, 2015). El veterano corresponsal británico subraya también otra de las contradicciones que hacen imposible una lucha eficaz contra esta peste: la alianza de Occidente con Arabia Saudí. La extensión de interpretaciones fundamentalistas, salafistas y hasta milenaristas del Islam en el mundo suní tiene mucho que ver con la predicación y financiación que hace Arabia Saudí de su doctrina wahabí.
De ahí venía Bin Laden, del que Peter Bergen, que lo entrevistó en Afganistán, sigue siendo el mejor retratista. Guerra Santa S.A. (Grijalbo, 2001) y Osama de cerca (Debate, 2007) son libros muy útiles para saber quién era y qué pensaba el fundador de Al Qaeda. Y también para comprender por qué sus ideas encontraron eco inmediato entre jóvenes correligionarios suyos y terminaron alumbrando las de ISIS.
Mohamed Atta fue el líder del grupo de seguidores de Bin Laden que estrelló los aviones contra las Torres Gemelas el 11-S. No fueron los primeros yihadistas en inmolarse al cometer un atentado: un militante del jomeinista Hezbolá había abierto la veda en 1983 al estrellar un camión cargado de explosivos contra el cuartel general de los marines estadounidenses en Beirut. Y tampoco es exclusiva de esta especie la técnica de morir matando: la palabra kamikaze es de origen japonés y fue conocida en la Segunda Guerra Mundial. Pero la espectacular brutalidad del 11-S llevó a formular la pregunta de qué es lo que había en las mentes de sus autores.
Sobreactuar ante el yihadismo, bombardear a diestro y siniestro para que el gobernante quede bien en los telediarios, aceptar las propuestas islamófobas, no es solo ponerse al nivel de ISIS, es también hacerle el juego
Gran parte de los diecinueve terroristas que perpetraron el 11-S eran jóvenes con estudios universitarios, viajados y políglotas, procedentes de familias acomodadas. ¿Qué cables se habían cruzado en sus cabezas? En su libro Morir para ganar (Paidós, 2006), Robert Pape ya adelantó que los yihadistas kamikazes no están locos, su inmolación es la consecuencia lógica de sus patrones de pensamiento.
Lo que hay en la cabeza del chahid o mártir es difícil de aceptar por una mente no fanáticamente religiosa: es la felicidad de saber que, al inmolarse por lo que se considera una causa más valiosa que la propia vida, la llegada al edén es instantánea, la recompensa inmediata. En sus documentos personales que el FBI descubrió tras el 11-S, Mohamed Atta había escrito: “Somos de Dios y a Dios volvemos”. Hacia allí, hacia “la vida feliz” y el “paraíso infinito” descritos en su diario, él creía viajar cuando estrelló el avión contra el World Trade Center.
Existe una abundante literatura periodística sobre el yihadismo —Anna Erelle relata el reclutamiento de una joven francesa por ISIS en su En la piel de un yihadista (Debate, 2015)—, pero aún no se ha escrito una gran novela sobre un yihadista. A través de su personaje Ahmad, John Updike hizo un esfuerzo honesto y valiente con Terrorista (Tusquets, 2007), pero el resultado fue discutible. Otras aproximaciones interesantes las han hecho escritores de origen magrebí residentes en Francia, entre ellos Yassir Benmiloud, con Alá Superstar (Anagrama, 2006) y Karim Miské, con Arab jazz (Adriana Hidalgo, 2014).
Una vez más, John Le Carré ha sido el autor que ha abordado con mayor sutileza y menor maniqueísmo el tema de la lucha contra el yihadismo de los servicios policiales y de inteligencia occidentales. Le ha dedicado dos de sus últimas obras: El hombre más buscado (Plaza & Janés, 2009) y Una verdad delicada (Plaza & Janés, 2013). El sabor que deja su lectura es tan amargo como auténtico: hay una zona de sombra donde coinciden la brutalidad yihadista, la manipulación de los servicios secretos y el deseo de los gobernantes de recortar nuestros derechos y libertades.
El milenarismo no es patrimonio del islam. Recuérdense las sectas suicidas de David Koresh y el reverendo Jim Jones, o el propio nazismo: el Reich de los Mil Años acabaría con los judíos e impondría la supremacía de la raza aria. Pero aquí y ahora, el de ISIS es uno de los más graves problemas del planeta. Por el miedo y el dolor que causa y por el tipo de respuestas extraviadas que provoca.