Israel debate estos días una iniciativa legislativa tan polémica como interesante. Por un lado, la iniciativa propone prohibir el uso de símbolos y eslóganes nazis, una respuesta al sorprendente fenómeno de que hayan proliferado en algunos sectores marginales y protestatarios del país fundado tras el Holocausto. Esa prohibición ya existe en algunas naciones democráticas –Alemania entre ellas por razones obvias–, pero no en otros que, como Estados Unidos, privilegian, incluso en este asunto, la libertad de expresión.
La prohibición en Israel de la imaginería y la palabrería nazis entra en el terreno de lo obvio; lo curioso es que no se hubiera producido antes. Tal vez sea una prueba del espíritu liberal, esto es, defensor de la libertad, con el que fue fundado ese Estado y que se ha ido desvaneciendo con el paso de las décadas.
Más me llama la atención en positivo el segundo aspecto de esta iniciativa legislativa, promovida por diputados de ultraderecha, derecha, centro y centroizquierda. Se trata de penalizar el uso del epíteto “nazi” en el debate político contemporáneo. De prosperar la iniciativa, esa palabra ya no podría utilizarse para estigmatizar al adversario y quedaría reservada para “la enseñanza, la documentación, los estudios científicos y los relatos históricos”.
No puedo estar más de acuerdo. Siempre he sostenido que tildar cualquier cosa de “nazi” –una discrepancia política, una protesta social, incluso una manifestación más o menos violenta– es banalizar el Holocausto, supone un insulto a los 6 millones de víctimas mortales de aquel ejercicio cruel y sistemático de exterminio del judaísmo europeo. Y también, una afrenta para las decenas de millones de europeos y americanos que perecieron en la II Guerra Mundial a causa del cósmico delirio totalitario de Hitler y los suyos.
Lo de los nazis estuvo muy pensado y muy bien organizado, utilizó los recursos de uno de los más potentes Estados del planeta y tuvo consecuencias tremebundas: la mayor matanza, el mayor sufrimiento, la destrucción más pavorosa del siglo XX. Nada que ver con, por ejemplo, media docena de jóvenes indignados que queman un contenedor de basura.
Lamentablemente, los políticos contemporáneos de derechas se caracterizan por su creciente pobreza de lenguaje –o lo que viene a ser lo mismo, de pensamiento– y su galopante tremendismo. Los neocon de Bush y sus vasallos británicos y españoles abusaron del calificativo de “nazi” para satanizar a Sadam Hussein y justificar su invasión y ocupación de Irak. Sadam era un tirano repugnante y tenía las manos manchadas de mucha sangre, pero la amenaza que suponía para la humanidad no era, ni mucho menos, la de Hitler.
Tal vez porque lo aprendiera en algún think-tank neocon de Estados Unidos, el nacionalismo carpetovetónico del PP ha manoseado hasta la nausea ese mismo epíteto para denigrar a sus rivales nacionalistas vascos y catalanes. A mí los nacionalismos –grandes o chicos– me parecen peligrosos, y, ciertamente, el alemán derivó con Hitler en lo que podemos llamar con toda propiedad nazismo. Pero, bueno, aún no se nos han presentado pruebas de que los nacionalistas vascos y catalanes tengan un plan de concienzudo exterminio físico de todos los castellanohablantes que habitan en esas comunidades.
Hablemos con propiedad, por favor. Puede haber muchas cosas malas sin que lleguen a ser nazis. El diccionario anda sobrado de palabras para denominarlas.
El colmo de la incultura encantada de conocerse a sí misma lo aportó Cospedal el pasado año cuando tildó de nazis a los participantes en los escraches de protesta por los desahucios. Al parecer, esa señora no tenía la menor idea de que eran, precisamente, los nazis los que, empleando todo el poder de un gran Estado moderno, sacaban violentamente de sus viviendas a los judíos de Europa. Y, desde luego, todavía debe demostrarnos que los escraches, protagonizados por gente sin otras armas que su voz y, en el peor de los casos, sus manos, provocaron millones de víctimas mortales.
Puestos a exagerar, como le gusta a Cospedal, lo más parecido a los judíos en la polémica de los escraches eran los desahuciados.
En fin, Israel puede decidir estos días poner fin al empleo desmedido del epíteto nazi en el debate político de una sociedad democrática. Es, según los promotores de la iniciativa legislativa, “una falta de respeto para las víctimas del Holocausto y sus descendientes”. Las matanzas a escala industrial de Hitler y los suyos no pueden compararse con cualquier cosa.
En realidad, Israel también ha abusado a placer durante décadas de ese calificativo para mancillar a los palestinos que se oponían –a gritos, con piedras o hasta con armas– a la ocupación militar de sus territorios. Como ha trivializado el concepto de antisemitismo al endosárselo a todo aquel que protestara por el bombardeo de una escuela en Gaza. Israelíes ilustrados como Amos Oz y David Grossman han señalado que ese empleo del estigma de antisemitismo para la discrepancia con acciones específicas del Estado de la estrella de David por parte de amigos del pueblo y la cultura judíos, rebaja la insoportable gravedad del odio que produjo horrores como la Inquisición, las expulsiones, los pogromos y la Solución Final.
Si el establishment israelí parece ahora decidido a legislar para que el término nazi se use con propiedad, no es sino porque ha terminado siendo víctima de su abuso. Antes de ser asesinado por un compatriota, la imagen de Isaac Rabin fue exhibida con un disfraz de SS en manifestaciones de la extrema derecha israelí contra el proceso de paz con los palestinos. Y los ultraortodoxos de Neturei Karta suelen asociar en sus pancartas la esvástica con la estrella de David, como si el Estado de Israel fuera una reencarnación del III Reich. Chaladuras, sin duda.
A mí jamás se me ocurriría calificar de nazi al PP. Es un partido –hablo de su esencia, no de todos y cada uno de sus militantes en concreto– proclive a la corrupción, al espíritu mafioso y al autoritarismo. No es sólo conservador, sino reaccionario. Le gustaría –lo está haciendo, de hecho– que España volviera a los años 1970, a un tardofranquismo al que se le añadirían las mínimas libertades y los mínimos derechos precisos para ser aceptado en la Unión Europea y poder sentarse en el Despacho Oval. Voilá.
Y, desde luego, no diría nunca que Cospedal es como Frau Goebbels. Ignorante, ambiciosa, desvergonzada y chanchullera, ha demostrado serlo, pero de ahí a suicidarse y matar a sus hijos en el búnker de Hitler media una distancia sideral.