Desde 1977 y 1979 los españoles no teníamos una oportunidad como la del domingo 20 de diciembre para votar como verdaderamente nos apetezca en unas elecciones generales; para escoger entre una variada oferta de candidaturas en función de nuestras ideas, nuestros sentimientos y nuestros intereses. Durante los últimos lustros, el llamado “voto útil” –voto a éste sobre todo para que no gane el otro– ha pesado cual losa de plomo sobre la libertad de elección de la ciudadanía. El sistema puesto en pie por la Transición, diseñado para favorecer la “gobernabilidad”, prima un bipartidismo muy conveniente para el establishment. Derecha o centroizquierda: esto es lo que hay. Si se optas por una tercera, cuarta o quinta alternativa, ya sabes que es como tirar tu voto a la papelera. O, peor aún, regalárselo al que salga primero.
El perverso mecanismo electoral sigue siendo el mismo, pero la rebelión pacífica iniciada con el 15–M ha abierto resquicios de libertad. Para empezar, ha conseguido introducir en la agenda política y mediática las verdaderas preocupaciones de la gente: el paro, la corrupción, los desahucios, el empobrecimiento, la injusticia fiscal, los recortes… Y, además, ha dado alas a dos fuerzas nuevas –Podemos y Ciudadanos– que, a tenor de los sondeos, tienen posibilidades de contar con una importante presencia en el próximo Parlamento. Los medios, incluso esos tan poderosos que controla el Ibex 35, se han visto obligados a recoger en sus informaciones, debates y encuestas queexiste vida política más allá del PP y el PSOE.
Esta vez, los electores saben que, al menos en las grandes circunscripciones, su voto al tercero, el cuarto y hasta el quinto puede traducirse en algún escaño. Esta vez, los electores que deseen una reforma a fondo del edificio pueden soñar con que en la Carrera de San Jerónimo se sentará un grupo amplio que los represente. Siempre a tenor de los sondeos, no habrá allí una mayoría absoluta y tiránica a partir del 20–D. El gobierno y las leyes tendrán que pactarse entre dos, tres o cuatro; las minorías contarán con voces difíciles de silenciar.
Este escenario, el de una pluralidad parlamentaria más conforme con la existente en la calle, aterra a los conservadores. A los poderosos, por aquello de que dificulta esa “gobernabilidad” que reclaman el Ibex 35 y los mercados financieros internacionales. A los que no son poderosos -ese “hombrecillo” siempre acobardado sobre el que escribiera Wilhelm Reich-, porque añade incertidumbre a sus existencias.
A mí me encanta la pluralidad. Y me gustaría que el futuro Parlamento diera pasos serios para consolidarla institucionalmente. Para que el sistema electoral fuera más proporcional, garantizará más aquello de que todos los votos valen lo mismo. Para que se comenzara a asumir oficialmente que España es una nación tan grande que en su seno caben varias naciones, que el federalismo es la fórmula acorde con nuestra diversidad. Para que las radios y televisiones públicas fueran de todos y no sólo de los gobiernos de turno.
Soy progresista, más de raíz libertaria que marxista. No me convence al 100% ninguna de las candidaturas de izquierdas –PSOE, Podemos, IU y discúlpenme si me olvido de alguna– con posibilidad de obtener escaños en Madrid, mi circunscripción. Pero, carajo, no estoy de acuerdo al 100% con nadie, ni tan siquiera conmigo mismo. La vida no funciona así, y mucho menos los procesos electorales. No te casas con nadie hasta que la muerte os separe cuando introduces una papeleta en una urna; tan sólo le das una palmada en la espalda a quien piensas que se aproxima más en esa fecha concreta a tus ideas, sentimientos e intereses. Una palmada con fecha de caducidad: la siguiente cita electoral.
En unos comicios franceses de los años 1950, Albert Camus declaró que pensaba votar a una determinada candidatura. Hubo quien se rasgó las vestiduras: ¿cómo Camus, que se proclamaba libertario, expresaba su apoyo a tal fuerza política? El escritor respondió que el ideal libertario no era incompatible en su caso con apoyar en un momento histórico de particular gravedad a alguien que pretende arreglar de inmediato algunas cosas intolerables. También en esta materia intento seguir su ejemplo. Aquí y ahora, en la España de la segunda década del siglo XXI, votaré a favor de la ingobernabilidad, o sea, de la pluralidad. Y, ya que estamos, de un poquito más de equidad.
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