A comienzos de noviembre de 1936, un trimestre y pico después del comienzo de la insurrección militar, las tropas del general Franco llegaron a las puertas de Madrid. Franco y sus conmilitones pensaban que la ciudad caería en sus manos como fruta madura, y también lo pensaba el Gobierno de la República, que puso pies en polvorosa y se refugió en Valencia. Pero no fue así. Miles de civiles madrileños decidieron plantarle cara a los legionarios y mercenarios rifeños.
El Madrid del ¡No pasarán! asombraría al mundo durante los meses siguientes. Cercada y bombardeada, hambrienta y aterida, la capital resistía al fascismo como una madre se resiste a que un desalmado le arrebate su hijo. Tan solo en la primavera de 1937 Franco terminó comprendiendo que no podía tomarla por asalto e imprimió otro giro a su campaña. Los corresponsales de guerra extranjeros abandonaron el Hotel Florida y dejaron de darle el tostón al pobre Arturo Barea: no iban a poder enviar tan rápidamente las crónicas sobre el victorioso paseo de Franco por la Puerta del Sol en un caballo blanco que deseaban la mayoría de sus muy derechistas patronos. De hecho, Madrid sería la última gran ciudad española en caer en manos del Caudillo, a finales de marzo de 1939.
En 2017 comencé a documentarme para la novela ambientada en el sitio de Madrid que planeaba; leí bastantes libros históricos y repasé un montón de fotografías, películas y documentales. En 2018 comencé la redacción de lo que terminaría siendo Pólvora, tabaco y cuero. ¿Y saben qué? En la soledad de mi escritorio, tecleando penosamente en el ordenador, no era una frase de esos libros -o una imagen de la época- lo que iba imponiéndose en mi corazón y mi cerebro para contar el Madrid asediado por Franco. Era una fórmula de Antonio Machado: “con plomo en las entrañas”.
Machado la empleó en un poema escrito el 7 de noviembre de 1937 y que ustedes conocen: «Madrid, Madrid, ¡qué bien tu nombre suena / rompeolas de todas las Españas! / La tierra se desgarra, el cielo truena, / tú sonríes con plomo en las entrañas». Ocho décadas después, cada vez que yo intentaba insuflar vida a Ramón, Marcela, Liberto, Lourdes y los demás personajes de mi novela, sentía que ellos tenían plomo en las entrañas. Y yo también notaba en las mías el doloroso peso de saber que aquella gente tenía razón y, sin embargo, iba a ser derrotada. Recordaba entonces lo que una vez dijo Albert Camus a propósito de que su generación aprendió en la Guerra Civil española que se puede tener razón y ser derrotado, y eso me consolaba.
Y aún me consolaba más el pensar que aquella gente, y el Madrid sediento de libertad y justicia que defendía, ¡sonreía! Lo decía Machado en su poema. Y era verdad. Los madrileños bromeaban bajo los bombardeos aéreos y artilleros, hacían guasas en las colas de alimentos y al usar los libros y muebles de sus casas para cocinar o protegerse del frío. Madrid no ha sido nunca tan Madrid, esa ciudad vitalista entre las vitalistas, como en su momento más trágico.
Escribí la última parte de la novela en mi casa en La Alpujarra. Al terminar el primer borrador, tuve clarísimo lo que debía hacer de inmediato, cómo iba a celebrarlo. Tomé mi coche, recogí a mi familia en Madrid, y, todos juntos, emprendimos el camino de Collioure. ¡Cualquier cosa que yo o muchos como yo pudiéramos escribir sobre el cerco de Madrid jamás conseguiría tener tanta verdad en tan pocas palabras como el poema de Machado dedicado al “rompeolas de todas las Españas”! Hay cosas que son insuperables, que ya están perfectamente dichas desde la primera vez que fueron dichas.
Nunca antes había visitado a Machado en Collioure. Lo hice en una tarde estival de 2018 que pregonaba la joie de vivre mediterránea al modo que la sintió Camus enlas ruinasde Tipaza. Deposité unas flores en la tumba del poeta. La tumba no estaba muerta; estaba bien viva de ramilletes, banderas republicanas, cartas y poemas manuscritos. Le agradecí a Machado en silencio sus versos sobre Madrid y su ejemplaridad como ciudadano. Mi familia se sumó guardando unos minutos de silencio. Luego nos fuimos a visitar la pensión Quintana, donde el poeta y su madre habían muerto, uno tras otro, en febrero de 1939. Al salir del cementerio, nos cruzamos con otro grupo de españoles. Intercambiamos miradas significativas. Ellos venían a tomar el relevo.
Camino de la pensión, una de mis hijas me dijo que Machado no debería de regresar nunca a España, que sus restos deberían seguir para siempre en Collioure. Para que los españoles recordemos lo ingrata y cruel que puede ser nuestra patria, añadió. Asentí con la cabeza.
*Javier Valenzuela es periodista y escritor. Su última novela publicada es “Pólvora, tabaco y cuero” (Huso Editorial, 2019)