Bendita irreverencia, tintaLibre, febrero de 2023
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Javier Valenzuela
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«Te niegas a satanizar la irreverencia y hasta el malditismo. No deseas el regreso de ningún sistema de buen gusto burgués protegido por las porras de la policía, los editoriales de los periódicos, los mazos de los magistrados y las rejas de las mazmorras. Manténgase el clima de tolerancia general, pero permítasenos a algunos establecer una diferencia entre el trigo y la paja, lo auténtico y lo falso, lo importante y lo superfluo, lo bueno y lo malo. Una cosa es que unas chicas inviertan su libertad de expresión en debatir en La Resistencia sobre si se lavan o no el culo con agua tras defecar -es un ejemplo real, que conste- y otra es que Baudelaire arriesgara su libertad por publicar Les fleurs du mal en 1857. O que los Rolling Stones fueran boicoteados por cantar Sympathy for the Devil en 1968.
La línea entre la grosería deleznable y la irreverencia saludable la establecen la calidad, la oportunidad y el contexto. Empecemos, pues, por la calidad. Probablemente nadie se acordará dentro de un siglo de la canción de la colombiana despechada, pero los poemas de Baudelaire siguen siendo magníficos y siguen reeditándose, y la gente continúa liberando su cuerpo y su mente al bailar la canción satánica de los Rolling Stones. Lo primero huele desde el principio a moda fugaz, a entretenimiento pasajero, lo segundo está incorporado al panteón de la cultura popular. Baudelaire y los Rolling Stones son buenos, muy buenos.
Sigamos con la oportunidad. Subrayemos con rotundidad que denigrar al débil, el enfermo o el pobre no es lo mismo que meterse con el fuerte, el rico y el poderoso. Lo primero no requiere la menor valentía, lo segundo puede dar con tus huesos en prisión. No solo ayer, también hoy. No solo en el Irán de los ayatolás, también en esta España que presume de muy democrática. Que se lo pregunten si no al rapero Pablo Hasél.
La auténtica irreverencia, la que le abre a la humanidad espacios de libertad, es la que rema a contracorriente, la que molesta a los reyes, sacerdotes y banqueros del momento, la que irrita hasta la exasperación a los mandarines en la nómina de tales potentados. La de pensadores como Diógenes y Epicuro, Voltaire y Rousseau, Marx y Bakunin, Nietzsche y Freud, Darwin y Einstein, Camus y Beauvoir. La de movimientos plásticos como el dadaísmo, el surrealismo y el cubismo. La de bailarines como Isadora Duncan, Joséphine Baker y Elvis Presley. La de revueltas juveniles como la Beat Generation, el Mayo del 68 y los hippies.
No hay auténtica irreverencia sin transgresión, sin violación descarada de los límites impuestos en cada momento histórico por las leyes, las costumbres y los patrones de conducta. Irreverencia es atreverse a decir o hacer algo que puede conllevar un castigo tan duro como socialmente aplaudido. Irreverencia era proclamar, como Copérnico y Galileo, que la tierra gira en torno al sol, y no al revés, a riesgo de terminar en una mazmorra o hasta una hoguera de la Inquisición. O escribir y vivir a tu manera hasta terminar siendo procesado por escándalo público como Baudelaire, encarcelado por sodomía como Oscar Wilde o fusilado en una cuneta por rojo y maricón como Federico García Lorca. O vivir la feminidad con libertad hasta que te estigmaticen como prostituta como les pasó a Isadora, Baker y Beauvoir.
Por último, está el contexto. Lo que ayer fue una osada novedad hoy puede ser algo absolutamente corriente. La humanidad avanza, aunque sea a trompicones y con algunos retrocesos temporales, y gracias precisamente a los que se atrevieron cuando había que ser valiente para hacerlo. Nadie se rasgaría hoy las vestiduras por un acto transgresor como el de Marcel Duchamp al proponer como obra de arte un urinario industrial en una exposición neoyorquina de 1917. La transgresión está relacionada con el tiempo y también con el lugar. Que una mujer se quite ahora el hiyab en una manifestación en Teherán es un acto valeroso y liberador, mucho más admirable para ti que vestir con transparencias en los Oscar.»
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