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Teatro y Epifanía / Reyes Magos 1956-1983-2023

Un teatro, vine a concluir, es un sitio muy serio donde los niños reciben presentes de manos de unos ancianos vestidos con grandes túnicas y portadores de luengas barbas.

En el día de los Reyes Magos de 2023, recupero este artículo que publiqué hace exactamente 40 años en la revista valenciana El Teatre.

Teatro y Epifanía

JAVIER VALENZUELA, revista El Teatre (Valencia), edición de diciembre-enero 1982-83

El 6 de enero de 1956 fui por primera vez en mi vida al teatro. Tenía yo apenas un año de edad y mis padres me llevaron en volandas al reparto de juguetes que el día de Reyes organizaba la Asociación de la Prensa de Granada en el Isabel la Católica, el primer coliseo de la ciudad. Evidentemente, no recuerdo nada de aquella primera ocasión, pero como el ritmo se repitió a lo largo de los años siguientes, pude ir haciéndome una cierta idea de lo que significaba vestirse de punta en blanco y acudir, como muchos otros, a un local majestuoso, todo lleno de mármoles, terciopelos y acomodadores uniformados que se deslizaban sobre puntillas. Un teatro, vine a concluir, es un sitio muy serio donde los niños reciben presentes de manos de unos ancianos vestidos con grandes túnicas y portadores de luengas barbas, que, según contaban, venían del Oriente, de donde diariamente sale el sol.

            En aquellos tiempos no podía yo sospechar que el impresionante rey negro que, temporada tras temporada, me hacía subir al escenario para entregarme un balón o una espada de plástico, pudiera ser Lupiáñez, un periodista granadino, ya fallecido, que tenía un corazón como el de Pepe lsbert. No, para mí, aquel negro era negro de verdad y no blanco embetunado, y estaba dotado de maravillosos poderes para la alquimia, la adivinación y el transporte. Era un mago que se manifestaba cada doce meses en el recinto del Isabel la Católica, que de este modo se convertía en más sagrado que la mismísima catedral, donde,  ni  por asomo, ocurrían tales portentos. Teatro y Epifanía debieron quedar asociados para siempre en las profundidades de mi espíritu, y tal vez por eso nunca me han gustado, posteriormente, los espectáculos prosaicos que pretenden informarme o adoctrinarme. Al teatro he ido siempre a conmoverme hasta las lágrimas o reírme hasta de dolor de estómago; en una palabra, a vivir experiencias mágicas.

          Pasaron luego muchos años, y en los libros aprendí que la infancia de las culturas es como la de los seres. Fue Nietzsche quien me enseñó que los áticos, en sus primeros pasos conocidos por la historia, crearon la tragedia como un culto piadoso a Dionisos, un dios eternamente joven y también venido de Oriente, que representaba la lujuria de la naturaleza que siempre se renueva a sí misma. Las puestas en escena de los mitos áticos, según el incomparable pensador alemán, no eran espectáculos como hoy los entendemos, sino actos en los que el público se convertía también en protagonista al identificarse emocionalmente con el destino del héroe. Entre los actores y los espectadores había un constante ir y venir de sentimientos en estado puro, como el amor, los celos o la ambición de poder. La tragedia ática, primer antecedente cierto de lo que ahora llamamos teatro, era una iniciación en los misterios de la Epifanía, esa palabra griega que expresa la manifestación de invisibles pero omnipresentes fuerzas cósmicas. Era, como recogida de juguetes en el Isabel la Católica, una celebración mágica.

             Junto a la anterior interpretación del origen de la tragedia entre los primeros griegos, Federico Nietzsche me explicó asimismo que, un mal día, esta se convirtió en drama cuando el ensueño fue proscrito y triunfó totalitariamente el pensamiento racional. El dialéctico equilibrio entre esos dos grandes seductores que eran el pasional Dionisos y el sereno Apolo, se inclinó definitivamente hacia el segundo, y empezó un torbellino técnico y administrativo que llevó a Occidente a las puertas de la conquista del espacio  y también a las del apocalipsis nuclear. Pero, aunque hayan pasado muchos siglos desde aquella apuesta a una sola carta, sospecho que el teatro que ha merecido ese nombre, el que ha llenado plazas, corralas, barracones de feria y locales a la italiana, ha seguido siendo el que ha propuesto y ejecutado una comunicación visceral entre las tablas y el respetable. William Shakespeare, por ejemplo.

      Para explicar del deslumbramiento que me produjeron las obras del autor inglés, no encuentro mejor solución que citar un texto de su compatriota Thomas de Quincey, en el que este reflexiona atinadamente acerca de los golpes que, en Macbeth, se escuchan repentinamente en la puerta del castillo donde acaba de ser asesinado el rey Duncan. Tras exhortar al lector a que “no haga el menor caso de su inteligencia cuando esta se oponga a cualquier otra de sus facultades mentales”, De Quincey aventura cuál debió ser el problema con el que se enfrentó Shakespeare y cuál debió ser el mecanismo de su resolución.

          “Toda acción –dice el célebre comedor de opio– se expone, mide y aprecia mejor por reacción. Ahora apliquemos esto al caso de Macbeth. Como he dicho, debían expresarse y hacerse patentes la retirada del corazón humano y el ingreso del corazón diabólico. Ha surgido otro mundo: los asesinos de Duncan quedan apartados de la región de las cosas humanas, los propósitos humanos. Se transfiguran: lady Macbeth existe sin sexo, Macbeth olvida que nació de mujer, ambos cobran figuras de demonios y, de pronto, el mundo de los demonios se manifiesta. ¿Cómo comunicarlo, cómo hacerlo palpable”.

           La genial respuesta de Shakespeare fueron esos golpes secos que siempre paralizan a los espectadores en sus asientos, “anuncios sonoros de que la reacción ha comenzado; lo humano refluye sobre lo diabólico; el pulso de la vida golpea de nuevo; al reanudarse los usos del mundo en que vivíamos, nos damos cuenta por primera vez del horrible paréntesis que los suspendiera”.

            Un paréntesis en el orden habitual de las cosas para introducir otro mundo: justamente eso es Shakespeare, eso es lo que dicen que fue la tragedia clásica, eso es lo único que puede hacerme volver a los teatros. Ese segundo interminable que sigue al fin de la representación y en el que permanezco atónito en mi butaca, estupefacto ante el hecho de haber asistido a una Epifanía, una aparición de lo sobrenatural. Esa experiencia única que es la recuperación de la mirada de la infancia. Racionalidad y eficacia ya la tengo en los ordenadores, y política, en los periódicos.

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