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Berlín, la memoriosa / InfoLibre

Acabo de regresar de Berlín. La capital alemana estaba a las puertas del invierno, con temperaturas muy bajas, vientos gélidos del Este y cielos encapotados y lloviznosos. Pero Berlín es una ciudad llana y racionalmente diseñada, muy propicia para el paseo a pie, así que, bien abrigado, pude pateármela durante horas y horas durante tres días consecutivos. En este viaje, me impulsaba un tema en concreto: saber cómo recuerda la ciudad los momentos más trágicos de su paso por el siglo XX, es decir, la vergonzosa docena de años en que fue la metrópolis del fascismo internacional, los horrores de la II Guerra Mundial, su triste partición en dos durante las cuatro décadas siguientes.

Muchos de ustedes lo saben: Berlín no solo ha restaurado con primor los edificios que sobrevivieron a los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, no solo es un ejemplo de cómo la arquitectura moderna puede ser elegante; también tiene muy presentes en sus calles y plazas los horribles episodios vividos por los padres, abuelos y bisabuelos de sus habitantes más jóvenes. A través de placas, museos y monumentos, la ciudad recuerda esos episodios con la intención expresa de que no se olviden, algo imprescindible para evitar su repetición.

Es frecuente, por ejemplo, ver en el lustroso empedrado de sus aceras unas placas doradas que recuerdan que allí, en aquel edificio o el que entonces ocupara su lugar, vivían tales personas que fueron detenidas por los nazis y, en la mayoría de los casos, jamás volvieron. Suelen tener apellidos como Goldstein o Meyer, que testifican que aquellos berlineses eran judíos. Y, por supuesto, existe un gran memorial del Holocausto y se yergue, en forma de bosque de losas, en su mismísimo corazón, al lado de la Puerta de Brandemburgo.

Berlín, que no tiene ningún monumento que enaltezca a Hitler o a alguno de los suyos, cuenta, en cambio, con una interesante evocación del fascismo en el espacio denominado Topografía del Terror que ocupa el lugar donde estuvieron las sedes de la Gestapo y las SS en las calles Wilhelm y Prinz Albrecht. Allí están documentados hechos como las mentiras con que los matones nazis engatusaron a buena parte del pueblo alemán, la conquista del poder por Hitler en 1933, la Noche de los Cristales Rotos y los masivos secuestros y asesinatos que caracterizaron el Tercer Reich. Comenzaron los nazis cazando a sindicalistas, políticos y periodistas de izquierdas y, una vez despejado el camino, se lanzaron alegremente al exterminio de homosexuales, judíos y gitanos tanto en Alemania como en los muchos países europeos que invadieron durante la II Guerra Mundial.

No me extenderé ahora sobre el vívido recuerdo que la ciudad conserva de su partición a través del Muro, con hitos como el Checkpoint Charlie o la East Side Gallery. Esto es bastante más conocido; hasta el punto de haberse convertido en una atracción turística.

Recién regresado de Berlín, el profesor Ángel Viñas me recuerda a través de Facebook que el año próximo, 2019, se cumplirán 80 años del final de la Guerra Civil española. Con tal motivo, él y otros universitarios celebrarán a finales de marzo un encuentro para hablar de lo que hemos aprendido y lo que nos queda por aprender sobre aquella contienda, que sigue proyectando tantas sombras sobre nuestro presente. Escribo en el muro del profesor: “¡Bravo! La España contemporánea apenas conoce la Guerra Civil por aquello de haber confundido reconciliación con desmemoria, amnistía con amnesia, perdón con olvido”.

Termino ese comentario y caigo en la cuenta de que Pólvora, tabaco y cuero, mi próxima novela, se publicará, precisamente, a comienzos de 2019, el año del 80 aniversario del final de la Guerra Civil. Es una casualidad, una venturosa casualidad. Esa novela se desarrolla en el Madrid de la Navidad de 1936, aquel Madrid cercado y bombardeado por las tropas franquistas, congelado y hambriento, que Antonio Machado llamaba “rompeolas de todas las Españas”.

Durante su escritura he tenido que escuchar varias veces la frase “¡Otra novela sobre la Guerra Civil!” a gente a la que le comentaba el asunto. “Pues sí”, les respondía, “y ojalá vengan muchas más de plumas más brillantes que la mía”. En contra de una opinión extendida, creo que aquella gran tragedia es un territorio bastante inexplorado por la ficción literaria y cinematográfica de la España contemporánea. Para justificar lo que a mí me parece una cosecha magra en relación a la ingente cantidad de historias de crueldad y heroísmo que la Guerra Civil puede ofrecer a novelistas y guionistas, algunos emplean el argumento de que no hay que reabrir las heridas de aquel tiempo. Me parece una gilipollez. ¡Como si las abundantes novelas, películas y series televisivas que los norteamericanos han hecho y siguen haciendo sobre su Guerra de Secesión, la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto o el asesinato de Kennedy volvieran a empapar de sangre las tierras de Gettysburg, las playas de Normandía, el campo de Auschwitz o las calles de Dallas!

El año de 2018 está a punto de terminar. Franco sigue enterrado en el Valle de los Caídos y todos pagamos con nuestros  impuestos el mantenimiento de ese memorial que exalta al general golpista, taimado y cruel que fue socio de Hitler mientras le convino. Entretanto, decenas de miles de sus víctimas siguen enterradas en cunetas. En este asunto, el ejemplo de la memoriosa Berlín me parece mucho más edificante. Conocer y tener presente el pasado no es la panacea para evitar el regreso de sus horrores, pero sí puede ayudar a hacerlo.

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