Nadie ha causado un daño tan profundo y duradero a la izquierda mundial como Stalin. Detestable como individuo, avieso moral y políticamente, verdugo implacable de millones, Stalin se identificó a sí mismo con la Unión Soviética en las décadas centrales del siglo XX, justo cuando ese Estado encarnaba muchas esperanzas dentro y fuera de sus fronteras.
Revolution
Exposición en Londres sobre la vanguardia artística en la naciente Unión Soviética
JAVIER VALENZUELA, Londres , 5/04/2017. Para ctxt
Nadie ha causado un daño tan profundo y duradero a la izquierda mundial como Stalin. Detestable como individuo, avieso moral y políticamente, verdugo implacable de millones, Stalin se identificó a sí mismo con la Unión Soviética en las décadas centrales del siglo XX, justo cuando ese Estado encarnaba muchas esperanzas dentro y fuera de sus fronteras. Incluso intelectuales europeos con bastantes dedos de frente cayeron en la trampa de asociar a aquel déspota con el deseo de un mundo más libre, justo e igualitario, y de tildar de reaccionarios a los que, desde el terreno progresista, lo encontraban repugnante.
La exposición Revolution. Russian Art 1917-1932 concluye en el año en que, ya bien afianzado en el poder, Stalin decidió clausurar oficialmente la luna de miel entre la experiencia política y socioeconómica bolchevique y los artistas de las vanguardias rusas. A partir de entonces, nada de abstracción, nada de futurismo, nada de constructivismo, nada de suprematismo, nada de experimentos difíciles de comprender para las masas. A partir de entonces, solo estaría permitido el realismo socialista, ese art pompiere evidente hasta el ridículo que ponía de relieve el sudor y la musculatura de los esforzados proletarios y campesinos soviéticos.
Hasta entonces, sin embargo, la naciente Unión Soviética había vivido una de las explosiones de creatividad artística más intensas y fecundas del pasado siglo, y un buen puñado de sus mejores expresiones puede verse en la exposición abierta hasta el próximo 17 de abril en la londinense Royal Academy of Arts. Pintores, escultores, escritores y cineastas acogieron con entusiasmo la caída del zar Nicolás II en febrero de 1917 y la llegada al poder de los bolcheviques en octubre. Soñaban con que el deseo de transformar el mundo (Marx) fuera de la mano con el de cambiar la vida (Rimbaud), y se pusieron a intentar expresarlo.
Pinturas de Malevich, Chagall y Kandinsky, poemas de Maiakovski y Alexander Blok, filmes de Eisenstein, fotografías de Arkady Shaikhet, máquinas voladoras de Vladimir Tatlin, recuerdan en la muestra londinense que hubo un tiempo en que la innovación artística parecía perfectamente compatible con la voluntad bolchevique de terminar tanto con la secular opresión feudal que padecían los pueblos del imperio ruso como con la nueva explotación capitalista que despuntaba en sus grandes ciudades. De hecho, no solo era compatible, sino necesaria, según predicaba Anatoly Lunacharsky, el primer comisario de Cultura del régimen de Octubre. Lunacharsky instaba a los creadores a alumbrar un arte nuevo para un mundo nuevo.
Rusia jamás había conocido (y jamás ha vuelto a conocer) semejante vitalidad y variedad artísticas. Pero esta fue una breve primavera, como casi todas. Lenin, que dejaba hacer a Lunacharsky, murió en 1924 y fue grotescamente santificado cual un personaje de la tradición ortodoxa rusa. Le sucedió Stalin, el gran apparatchik, maestro de las puñaladas por la espalda en mitad de una cloaca, y con él se impusieron la brutalidad, el culto a la personalidad del líder y la fealdad estética. La llamada dictadura del proletariado se convirtió en su dictadura personal.
Londres es un bastión mundial del conservadurismo, por lo que no es de extrañar el tono de los comentarios que acompañan a las obras exhibidas en esta muy recomendable muestra de la Royal Academy of Arts. No espere el visitante demasiadas alusiones a la feroz represión y la extrema pobreza que caracterizaban al régimen zarista. Y prepárese para el ejercicio común desde la caída del Muro de Berlín: arrojar al bebé de la revolución con el agua sucia de la bañera estalinista.
Soy más de la izquierda libertaria que de la autoritaria, más de Kronstadt que del Politburó. Pero no hace falta ser marxista para reconocer que Marx hizo un gran análisis del capitalismo. Ni tampoco hace falta ser leninista para constatar que 1917 respondió al deseo de paz, pan y tierra de millones de obreros y campesinos rusos. Y, por supuesto, no es preciso ser estalinista para constatar que el comunismo fue una causa que movilizó a mucha gente honesta y luchadora en buena parte del siglo XX.
El desplome de la Unión Soviética supuso el triunfo global del capitalismo, no de la democracia formal, ni mucho menos de los ideales progresistas de libertad, igualdad y fraternidad. Ha pasado un siglo desde Octubre y casi treinta años desde el fin del Muro de Berlín. Los desafíos del presente, desde el ascenso de la ultraderecha hasta la extensión de la desigualdad, deberían obligar a la izquierda a salir de su postración, a abordar el pasado sin complejos y desde sus propios valores. Y a recuperar de él lo que sea recuperable y necesario.
La idea de aunar la rebeldía ante las injusticias con nuevas formas de expresión artística, tal y como hicieron las vanguardias rusas ahora exhibidas en Londres, es una de las herencias que merece ser rescatadas.