En la noche del martes 5 de noviembre, El Gran Wyoming reivindicó en El Intermedio que la misma seguridad jurídica que Rajoy pide para las grandes empresas españolas en América Latina se aplique a los ciudadanos españoles en todas y cada una de las facetas de su vida cotidiana. Cambiar las reglas de juego en mitad del partido no es de recibo, recordó. En el minuto 70 de una final del Mundial de Fútbol, el árbitro no puede decretar que a partir de entonces todos los jugadores, y no sólo el portero, podrán tocar el balón con las manos.
El presentador de El Intermedio glosaba así la decisión del ministro Wert de retirarles las becas Erasmus a los universitarios españoles que ya estaban estudiando en el extranjero, tropelía a la que el Atila de la educación pública tuvo que renunciar de mala gana tras el escándalo provocado en España y en la Unión Europea.
El comentario de Wyoming me pareció no solo pertinente sino de gran calado. Llevo ya algún tiempo pensando que la izquierda del siglo XXI debería enarbolar sin complejos la idea de la seguridad en su objetivo de reconquistar ideológica y políticamente a las clases populares y medias. Aunque el estereotipo de los últimos dos siglos y pico le regale a la derecha esta bandera tan popular, la realidad de los últimos tiempos permite afirmar que los conservadores proponen a la inmensa mayoría de la población la existencia azarosa, arriesgada, letal para muchos de la jungla primigenia. El triunfo mundial de la visión conservadora anglosajona implica la ley del más fuerte.
No cabe duda de que las izquierdas libertaria y socialdemócrata, aquellas que me han influido, son adalides frente a las derechas de cualquier pelaje de las ideas de libertad, igualdad y fraternidad expresadas por la Revolución Francesa (las surgidas del leninismo son harina de otro costal). Incluso hoy, los sondeos asocian urbi et orbi a los progresistas con mayores derechos individuales y colectivos, mayor solidaridad y mayor protección social. Esos mismos sondeos identifican a los conservadores con mayor crecimiento económico y mayor seguridad.
Ahora bien, ¿puede afirmarse hoy que el gobierno conservador aporta mayor seguridad a las clases populares y medias? Mi respuesta es una rotunda negativa. En España, en Europa, en Estados Unidos, en todas partes, el gobierno conservador supone hoy mayor inseguridad en el trabajo (despido rápido, fácil y barato); mayor inseguridad ante el desempleo, la enfermedad y la vejez (recortes masivos de las prestaciones sociales); mayor inseguridad ante la competencia económica desleal del exterior (dogmas del libre comercio y la sacrosanta globalización que favorecen a los productores asiáticos que carecen de unos mínimos estándares salariales, sociales y medioambientales); mayor inseguridad de los depósitos bancarios ante el delirio codicioso de patronos y directivos (desregulación del sector financiero); mayor inseguridad ante las catástrofes tecnológicas y naturales (defensa numantina de la energía nuclear y negacionismo del cambio climático); mayor inseguridad en la propiedad de la vivienda (desahucio brutal ante el impago de cuotas de hipoteca); mayor inseguridad ante las violaciones gubernamentales de la privacidad (escándalo del espionaje de la NSA estadounidense) y hasta mayor inseguridad frente a la delincuencia común (privatización de la acción preventiva policial).
Desvanecido el miedo a revoluciones comunistas, triunfante el liderazgo anglosajón, las derechas llevan varios lustros desmontando las barreras de seguridad establecidas por el New Deal de Rooselvelt tras el crack de 1929 y por la democracia cristiana y la socialdemocracia europeas tras la II Guerra Mundial. La actual crisis, originada por la desaparición de esas barreras en los sectores financiero e inmobiliario, les está sirviendo para completar la tarea manu militari.
Lo vivo en mis propias carnes: el árbitro me ha cambiado las reglas de juego en el tramo final del partido. Me despidieron con unos criterios y una indemnización que no eran los pactados durante los 30 años que trabajé lealmente en la empresa. Me acerco a los 60 años de edad, pero, como la liebre de las carreras de galgos, la edad de jubilación también se va moviendo hacia delante (¿los 67, los 70, la muerte?), a la par que el tamaño de la hipotética pensión va encogiendo. Intenté darles una buena educación a mis hijas para ver que hoy deben escoger entre un salario de mierda con un contrato precario o la emigración al extranjero.
El poder económico y sus representantes políticos –la totalidad de la derecha y cierta parte de la izquierda– han roto unilateralmente el contrato social. Aquí, allá y acullá. El Estado no me/nos transmite la menor seguridad; al contrario, es fuente permanente de incertidumbre, zozobra y malas noticias. Como el asunto de las becas Erasmus ha ejemplificado por enésima vez, los gobernantes no se cortan un pelo incluso a la hora de violar el elemental principio de civilización que dice que no pueden aplicarse leyes o decretos con efecto retroactivo (véase también el cerrojazo de Canal Nou).
Aquellos que no podemos pagarnos seguratas, coches blindados y mansiones convertidas en fortalezas, aquellos que no podemos pagarnos abogados de 1.000 euros la hora, aquellos que no tenemos en nuestra lista de favoritos en el móvil los teléfonos de ministros, jueces, banqueros, grandes empresarios y dueños de gigantescos medios de comunicación, vivimos en la mayor inseguridad que se haya conocido en Occidente desde la muerte de Hitler. Por eso pienso que la idea de seguridad es hoy más de izquierdas que en ningún otro momento de mi existencia y desearía que la izquierda la izara como bandera.
Tampoco soy original en esto. En Pensar el siglo XX (Taurus, 2012) Tony Judt hizo esta reflexión: «En el mundo cada vez más abierto de hoy en día, en el que ningún gobierno ni ningún individuo puede garantizar que está libre de competencia o amenaza, la seguridad se está convirtiendo en un bien social por derecho propio. El cómo proporcionar esa seguridad, y con qué coste para nuestras libertades, va a constituir una cuestión crucial en este nuevo siglo.»
A la izquierda le está costando entenderlo, como si la palabra “seguridad” –tan manida retóricamente, y tan poco practicada, por la derecha– le despertara complejos. Pero no tendría por que ser así. Lo progresista es revindicar la seguridad pública frente a la seguridad privada; la seguridad ciudadana frente a la ley del más fuerte; la seguridad social frente al que cada cual se busque la vida; la seguridad en el trabajo frente al yo despido a quien me sale de las narices; la seguridad garantizada colectivamente frente al desempleo, la enfermedad, la incapacidad y la vejez; la seguridad de los ahorros frente a los pícaros de las preferentes; la seguridad en las comunicaciones privadas frente al intrusismo de los espías; en una palabra, la seguridad en el contrato social.
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