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We love Cataluñ/nya / Presentación del dossier «Cataluña, desde Catalunya» del nº 6 de tintaLibre

De vivir en Cataluña, no me gustaría pertenecer a esa España casposa, marrullera y corrupta representada por buena parte de nuestro actual establishment (esa España, de hecho, no me gusta ni aun viviendo en su fortaleza de Madrid). Puedo comprender, pues, la frustración de mis amigos catalanes ante la triste evolución en los últimos años tanto del conjunto de España como de las relaciones entre Cataluña y el resto de España.

Si España se ha ido degradando moral, política y económicamente, dando manifiestas muestras del agotamiento del modelo de la Transición, sus relaciones con uno de sus componentes esenciales, Cataluña, también han ido de mal en peor. Desde el tijeretazo de una cuadrilla torera de jueces a un Estatut votado por dos parlamentos y la ciudadanía hasta el delirante propósito del ministro Wert de “españolizar” a los niños catalanes, pasando por la estigmatización sistemática de lo catalán que practica cierta derecha política y mediática rojigualda, todo es irritante.

Pero también hay otras Españas distintas de la hoy nuevamente hegemónica, Españas tan viejas y auténticas como la que más, Españas ilustradas, tolerantes y pluralistas que siempre han tenido uno de sus pilares en lo mejor de Cataluña. Algunos de mis amigos catalanes señalan que, ante la colisión frontal de los nacionalismos españolista y catalanista, se han escuchado pocas voces de esas otras Españas proponiendo algo distinto. Tienen razón: el federalismo, la fórmula que mejor sirve para la pluralidad española -y, dicho sea de paso, para la europea- no ha contado con mucha gente que lo propusiera abiertamente en Madrid.

En esas ocasiones en las que pienso que, de vivir en Cataluña, la presente España oficial aún me gustaría menos de lo que me gusta, también me digo que no estaría tan seguro de que la independencia sea la solución. Y no sólo por los follones que conllevaría (qué pena que el único principal argumento del Madrid oficial contra el independentismo sea evocar amenazadoramente todo tipo de catástrofes). También porque supondría un doble desgarro traumático: entre los catalanes que piensan una u otra cosa, y el de los catalanes con el resto de los españoles.

Y, además, qué carajo, no me gusta nada el proyecto de Cataluña independiente que, a tenor de sus hechos, tiene en la cabeza su derecha: una especie de gran Andorra de economía ultraliberal, paraíso fiscal para los pudientes, corrupción de sus líderes, escasos servicios sociales, religiosidad hipócrita, insolidaridad con los de fuera y denigración de los inmigrantes oscuros y los ciudadanos de comunidades meridionales como la andaluza.

No, creo que no sería independista. El derecho individual y colectivo a las múltiples identidades me parece básico para que el siglo XXI camine por la senda de libertad abierta por la Ilustración y las revoluciones norteamericana y francesa. Me siento granadino, andaluz y español, europeo, mediterráneo y meridional, latino, hispano y ciudadano del mundo, y no veo razón alguna, excepto la voluntad uniformadora de los fundamentalismos políticos, religiosos o nacionales, para tener que escoger entre alguno de esos ingredientes de mi personalidad. Así que creo que el federalismo, la negativa a tener que escoger entre papá y mamá, sigue siendo la fórmula. ¿Que para ello debe reformarse la Constitución? Por supuesto, el sucedáneo del autonomismo ya da para poco.

Voy más lejos: la Constitución debería reformarse sin tardanza para eso y para muchas otras cosas; incluso cabría, por qué no, abrir un nuevo proceso constituyente. Quizá esa fuera la tarea que podría volver a reunirnos fraternalmente a millones de ciudadanos de uno y otro lado del Ebro, la tarea de evitar un doble desgarro construyendo una nueva Cataluña en una nueva España.

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