No veré en lo que me quede de vida dos Estados, uno israelí y otro palestino, compartiendo Tierra Santa. Eso lo tengo tan claro como que, tras 40 años de cotización, me espera una pensión de jubilación de bastante menor poder adquisitivo que las actuales. Y sin embargo, hace veinte años, cuando cubrí desde Jerusalén los Acuerdos de Oslo, pensé que esa fórmula de los dos Estados no solo era la más razonable dada la correlación de fuerzas, sino que también era posible. Fui un iluso.
Tenía razón Juan Carlos Gumucio, el compañero junto con el que cubrí ese asunto para El País, cuando me expresaba su escepticismo sobre los Acuerdos de Oslo, cuando me decía que los israelíes –o la gran mayoría de ellos– jamás aceptarían un verdadero Estado palestino junto al suyo. En el mejor de los casos, decía Gumucio, podían consentir bantustanes algo autónomos en partes de Cisjordania y Gaza, pero de ninguna manera un Estado comme il faut. Las dos décadas transcurridas desde entonces han confirmado la sensatez del escepticismo de ese gran periodista boliviano prematuramente fallecido.
Ahora publica Mediapart una interesantísima entrevista con Jeff Halper, antropólogo de profesión, incansable activista por los derechos humanos en su Estados Unidos natal y en Israel, donde vive desde 1973. Cofundador en 1997 del Comité Israelí contra las Demoliciones de Casas Palestinas (ICAHD), nominado para el Premio Nobel de la Paz en 2006, Halper dice sin tapujos en esa entrevista que el proceso de Oslo fue un “engaño”: Israel nunca pensó que pudiera culminar con un Estado palestino y tan solo lo utilizó para reforzar su seguridad. Hoy en día, y pese a que las diplomacias norteamericana y europea sigan defendiéndola oficialmente, la solución de los dos Estado es “caduca”, añade Halper.
Llevo unos cuantos años compartiendo esa idea. Es físicamente imposible crear un Estado palestino viable en los trocitos árabes relativamente autónomos que hay en Cisjordania; Jerusalén ya es una metrópolis judía con alguna que otra barriada árabe, y del gueto de Gaza mejor ni hablar. Y, además, ¿quién va a echar de sus casas al medio millón de israelíes que se han instalado tan panchamente en Jerusalén oriental y Cisjordania?
Halper explica por qué a tantos palestinos les es tan difícil abandonar de una vez la farsa de Oslo y el sueño imposible de los dos Estados. Llevan casi un siglo actuando políticamente como un movimiento de liberación nacional, como un movimiento que busca un Estado propio, y les resulta muy doloroso reconvertirse en un movimiento de derechos civiles, un movimiento que reclame la plena igualdad de derechos con los israelíes en el marco de un único Estado. A los israelíes eso les viene muy bien: sigue manteniendo oficialmente el conflicto en el caduco marco de dos pueblos disputándose un territorio; impide que sea visto como aquello en lo que se ha convertido finalmente: una cuestión de apartheid a la sudafricana, un Estado que niega su ciudadanía a millones de nativos que viven en su suelo y están sometidas a sus leyes.
En un momento particularmente lúcido y valiente de la entrevista con Mediapart, Halper describe la estrategia israelí hacia los palestinos como “warehousing”, lo que podría traducirse como almacenamiento en un trastero. Los palestinos, dice, son el equivalente a los millones de presos que viven en las cárceles de Estados Unidos: están apartados, encerrados, aislados, bajo la tutela del Estado y sin derechos. Estados Unidos, recuerda Halper, supone el 6% de la población mundial y cuenta con el 25% de la población penitenciaria mundial.
Es obvio que, con honrosas excepciones, a la llamada comunidad internacional la tragedia de los palestinos ha terminado por importarle un comino. Salvo cuando las tropas ocupantes israelíes cometen una brutalidad particularmente insoportable, los medios de comunicación y las opiniones públicas se desinteresan por completo del conflicto de Tierra Santa.
En septiembre de 1993 lloré de emoción cuando, por primera vez, los soldados israelíes dejaron a unos chavales palestinos colocar su bandera en la jerosolimitana puerta de Damasco, poco después del apretón de manos entre Arafat y Rabin en la Casa Blanca de Clinton. Creí, sí, que iba a ser posible una paz basada en el mantenimiento del Estado de Israel en sus fronteras de 1967 y la creación de uno palestino en Jerusalén oriental, Gaza y la totalidad de Cisjordania. Estaba equivocado, lo mío era bienintencionado wishful thinking.
En 2010, mucho más escéptico, escribí una Cuarta Página en El País titulada ¿Queda sitio para un Estado palestino? Me respondí yo mismo con una negativa y sugiriendo que, como pensaba Edward Said antes de morir, habría que comenzar a pensar en la fórmula de “un Gran Israel con plenitud de derechos para todos sus habitantes”, un único Estado, el fundado por Ben Gurion, pero, eso sí, en el que todos sus habitantes, judíos y árabes, tuvieran las mismas libertades y la misma capacidad de votar y ser votados. Así fue como, bajo el liderazgo de Mandela, terminó emancipándose la mayoría negra de Sudáfrica. Lo sé: la mera mención de esa posibilidad provoca urticaria en los interlocutores israelíes, ellos, con el poder y el tiempo a su favor, disfrutando de la complicidad de Estados Unidos y Europa, prefieren seguir mareando la perdiz.
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