Siendo la ferocidad una de las señas de identidad fundacionales del régimen de los Asad, no es de extrañar que, la pasada semana, gaseara un suburbio de Damasco donde se habían hecho fuertes los rebeldes. El secuestro, la tortura, el asesinato y hasta el bombardeo (recuérdese la matanza de Hama de 1982) han sido utilizados a placer por los Asad desde 1970, el año en que este clan alauí se hizo con el poder en Damasco. La brutal saña con la que Bachar el Asad y sus pretorianos aplastan la rebelión desde 2011 está en sus genes.
Al usar armas químicas –posiblemente gas sarín-, la tiranía de los Asad revela algo más sobre su naturaleza: está poseída por un férreo sentimiento de impunidad, también desde sus comienzos. Apadrinado por Moscú, aliado de Irán, tolerado por esa realpolitik europea, norteamericana e israelí que piensa que constituye un “factor de estabilidad” en Oriente Próximo, y aureolado ante ciertos sectores cándidos del mundo árabe y de la izquierda internacional por su retórica antisionista, el régimen sirio puede hacer lo que quiera contra su propio pueblo y contra sus “protegidos” vecinos libaneses sin que nadie le chiste.
Lo ocurrido en los dos últimos años y pico no ha hecho sino reforzar entre los Asad ese sentimiento de impunidad: el mundo ha preferido mirar hacia otro lado cada vez que le llegaban noticias de un episodio particularmente brutal de la represión. Uf, se decía, lo de Siria es muy complicado, allí no hay buenos y malos, todas las partes cometen excesos, para qué vamos a enfadar a Moscú, Pekín y Teherán… y, además, no sabemos qué tipo de sistema podría terminar sustituyendo a los Asad. Mejor, pues, seguir a lo nuestro, que bastante tenemos ya con la crisis económica, y que los sirios se las apañen como puedan.
Por complicidad (Rusia, China e Irán), por pereza y/o cobardía (Estados Unidos y Europa), a Bachar y los suyos se les ha extendido un cheque en blanco para aplastar la rebelión. En esas circunstancias, el régimen está ganando. En primer lugar, porque ha conseguido llevar el conflicto donde quería: lo que inicialmente fueron unas manifestaciones callejeras pacíficas que, en sintonía con la Primavera Árabe, reclamaban libertad y dignidad se fue convirtiendo en una guerra civil cada vez más sectaria y violenta. En segundo, porque en los últimos meses las fuerzas del régimen han ido ganando terreno a los rebeldes. Y, además, porque la tragedia siria ha ido desapareciendo de los medios de comunicación.
Ese cheque en blanco tenía tan solo una condición, estaba escrita a pie de página y en letra pequeña: la tiranía siria no podía emplear armas químicas. Pero, tal es el sentimiento de impunidad de los Asad, que hasta esa condición se la han pasado por el forro. Deben de haberse dicho que seguro que esta vez tampoco pasa nada, que el flojo de Obama y los siempre temerosos europeos protestaran un poco pero no moverán un dedo, que las opiniones públicas occidentales no quieren más líos.
La comunidad internacional lleva más de dos años rehuyendo plantearse una posible implicación militar en Siria. Como en el caso de la guerra civil española, se han esgrimido todo tipo de pretextos para justificar la no intervención: la complicación del asunto, la extraordinaria variedad de fuerzas implicadas, las imprevisibles consecuencias internacionales, el apoyo a los villanos de poderes extranjeros, la posible victoria final de extremistas si se ayuda a los demócratas… La misma murga se escuchó durante años en las guerras que asolaron los Balcanes en los años 1990 y, mientras tanto, miles de civiles fueron muriendo violentamente. Y ya no digamos en las matanzas de Ruanda.
¿Ha ido demasiado lejos Bachar el Asad al gasear el suburbio damasceno? ¿Se está viendo obligado Obama a forjar una coalición internacional para hacer algo en Siria, muy a su pesar y en contra del deseo de una mayoría de estadounidenses? ¿Qué formas podría adoptar esa intervención? Las respuestas a estas preguntas se están fraguando estos días.
Volver a mirar para otro lado no parece una opción para Obama, Cameron y Hollande. El ridículo de los valores humanitarios y democráticos que dicen representar sería colosal si el mundo contemplara cómo una ominosa tiranía les desafía impunemente al traspasar la “línea roja” del uso de armas químicas que esos mismos dirigentes han fijado explícitamente. En cuanto al tipo de acción militar, las informaciones procedentes de Washington indican una preferencia por un bombardeo a distancia, de corta duración y sobre instalaciones militares, una especie de gran coscorrón con misiles Tomahawk y similares.
¿Podría compararse acción semejante, o incluso una de mayor calado, con la invasión de Irak de la pasada década? Parece que no: Bachar el Asad ha sido sorprendido in franganti cometiendo un delito que repugna a la conciencia civilizada universal; Sadam Husein también era un tirano, pero, en el momento de ser atacado, no estaba en guerra abierta ni con su pueblo ni con sus vecinos, ni fabricaba, almacenaba o utilizaba armas de destrucción masiva. La diferencia es capital, constituye la base del Derecho: la comisión de un delito probado debe ser castigada, pero nadie puede ser sancionado por razones “preventivas”.
Hitler se creció con la vergonzosa actitud británica y francesa en la guerra civil española y en los acuerdos de Múnich. Como dijo en su momento Churchill, las entonces potencias democráticas europeas tuvieron que escoger entre el deshonor y la guerra, escogieron lo primero y terminaron teniendo lo segundo. Al final de la II Guerra Mundial, el mundo dio un paso hacia el progreso con la introducción en el Derecho Internacional del delito de crímenes contra la humanidad. Los horrores balcánicos de los años 1990 y la vergüenza por la pasividad en Ruanda llevaron a dar otro paso con el concepto del derecho de la comunidad internacional a la injerencia por razones humanitarias en los asuntos de un país concreto. Esperar que esa injerencia se produzca con la aprobación del 100% de la humanidad es, de momento, ingenuo.