En un momento dado de Todos los hombres del rey (All the All the King’s Men), el juez Irwing dice al referirse al gobernador Willie Stark, también conocido como The Boss: “Es un hombre duro. Pero hay un principio al que se agarra: uno no hace tortillas sin romper huevos. Y él ha roto un montón de huevos”.
Contiene esta frase los elementos sustanciales del asunto: aquel que haga su oficio de la conquista y el mantenimiento del poder político tiene que ser muy duro, y, aunque al principio no lo desee, va a terminar aceptando que el fin justifica los medios. Momento éste, por supuesto, en que se traiciona a sí mismo y a sus votantes.
Escrita por Robert Penn Warren y publicada en 1946, Todos los hombres del rey es una de las mejores novelas sobre política de la literatura estadounidense. Cuenta la historia de un campesino que, a fuerza de codos y noches en blanco, se hace abogado de causas populares y que, al ver que pleiteando no consigue nada frente a los poderosos, decide presentarse a las elecciones para gobernador de su Estado con un programa de justicia social y lucha contra la corrupción. Willie Stark termina conquistando el cargo, pero, en el camino, ha ido aparcando sus ideales y transformándose en eso que los norteamericanos llaman despectivamente just another politician, otro político más.
Esta novela ha tenido dos adaptaciones al cine: la magistral de 1949 dirigida por Robert Rossen (El político) y el remake de 2006 (Todos los hombres del rey) dirigido por Steven Zaillian y con Sean Penn en el papel de Stark. Narrada por Jack Burden, un periodista que hace tanto de correveidile como de conciencia del gobernador, la historia de Todos los hombres del rey termina violentamente con el asesinato de Stark. No podía ser de otra manera, porque así terminó también el caso real en que se inspiró Robert Penn Warren: el del populista Huey P. Long, el gobernador y senador de Luisiana que fue abatido a tiros en 1935.
Política y violencia van tan de la mano en Estados Unidos como hipocresía y fundamentalismo en Arabia Saudí. Así que no es de extrañar que el thriller de ese país lleve un montón de décadas explotando ese filón. De hecho, una de sus obras fundacionales, La llave de cristal (1931), de Dashiell Hammett, cuenta la historia de una amistad que termina naufragando en el turbio océano de una campaña electoral. Ned Beaumont rompe con Paul Madvig, su jefe y, sobre todo, amigo, cuando descubre que éste ha manipulado un homicidio para hacerle un favor al senador Henry.
Si en tiempos de Hammett eran los gánsteres de la Prohibición como Paul Madvig los que podían inclinar las urnas a favor de tal o cual candidato, hoy hacen de kingmakers los poderosos lobbies del petróleo, las armas, Wall Street, la industria farmacéutica, Hollywood, la abogacía, el judaísmo, el exilio cubano, Silicon Valley y las aseguradoras, entre otros. Ellos ponen el dineral que cuestan las campañas publicitarias de los candidatos (demócratas o republicanos), y ellos, junto a sus amiguetes de los servicios secretos, son los villanos por excelencia de los thriller políticos estadounidenses.
En The Broker (2005), John Grisham cuenta cómo, en sus últimas horas en el Despacho Oval, el presidente saliente, a petición de la CIA, le concede un controvertido indulto a Joel Backman, un muñidor político de Washington que lleva seis años en prisión. Real como la vida misma, ¿no? Y en The Incumbent (2000), Brian McGrory cuenta las peripecias del periodista Jack Flyn en unas semanas de otoño en las que se libra la batalla por la Casa Blanca más reñida en mucho tiempo. Flyn está al lado del presidente Clayton Hutchins cuando un pistolero les dispara. Ambos salen heridos y el tirador es mortalmente acribillado por los agentes del Servicio Secreto. Pero, como Flyn no va a tardar en descubrir, nada es como parece ser.
The Incumbent, que le gustó mucho a Bob Woodward, uno de los dos reporteros que desentrañaron el caso Watergate, se inscribe en un fértil subgénero negro que los norteamericanos llaman Washington thrillers-. Su producto más conocido universalmente quizá sea Poder absoluto (Absolute Power, 1996) de David Baldacci. Poder absoluto, sobre la que Clint Eastwood dirigiría e interpretaría una película en 1997, va de presidente rijoso.
Como corresponsal de EL PAÍS, cubrí las elecciones presidenciales del 2000. No hubo ningún tiroteo como el de la novela The Incumbent, pero sí un escandaloso final: Al Gore, pese a haber conseguido más votos en el conjunto de Estados Unidos que George W. Bush, perdió por unas oscuras maniobras en Florida. Pues bien, dos años después, en 2002, ya había una novelilla medio policíaca medio rosa sobre el asunto: Election 2000 Enchantment, de Elaine North. Cuenta las aventuras de dos chicas que participan en el recuento manual de los votos de Florida y que se topan con un delincuente llamado Dick Johnson.
Las presidenciales de 2008, las ganadas por el demócrata Obama frente al republicano McCain, han dado material para un montón de thriller de leer y tirar. Stalemate – 08!: A Novel Of Presidential Politics (Jeb Lorefield, 2008) imagina que ni Obama ni McCain aceptan haber perdido esos comicios, por lo que el Ejército amaga con entrar en escena. Caminando sobre los pasos de la histórica The Manchurian Candidate (El candidato manchú, 1959), Richard P. Rove anticipa en The Islamic Candidate (2008) buena parte del material conspiranóico contra Obama de la derecha estadounidense. Narra Rove la historia de un niño norteamericano adoctrinado por fundamentalistas en un país musulmán y que termina siendo el inquilino del Despacho Oval.
Tierra de oportunidades, Estados Unidos permite que un político más o menos fracasado pueda desahogarse en la ficción policiaca. Así, en 2008, Ralph Reed, durante un tiempo líder supremo de la poderosa Christian Coalition, se despachó con Dark Horse: A Political Thriller, una novela sobre unas elecciones presidenciales en la que los demócratas son unos borrachuzos y mujeriegos que no se dan cuentan del peligro que suponen los musulmanes para el Estados Unidos blanco, judeocristiano y anglófono.
Washington fue creada ex novo como capital política de un país, y luego resultó que ese país se convirtió en el más extenso y poderoso imperio que jamás haya existido. Es difícil, pues, imaginar un lugar en la tierra más feraz para las intrigas. El thriller político estadounidense las ha imaginado todos o casi todas. Y ha anticipado todas o casi todas las situaciones, incluida la presencia de una mujer en la Casa Blanca, tema de Saving the President, escrita por Miles David y publicada este año de 2012. En esa novela, el teniente coronel Kaplan se pone al servicio de Margaret Massey, la primera presidenta de Estados Unidos, para hacer frente a un lío que implica a grandes banqueros, milicias ultraderechistas y, tal vez, la propia Massey. Y todo ello en medio de una tremenda recesión económica.
Pero ninguna intriga de ficción ha superado aún a la intriga real del caso Watergate, y, que yo sepa, ningún novelista ha superado aún a Margaret Truman (1924-2008, hija del presidente Truman) como la narradora negra más efectiva y popular de los enredos políticos washingtonianos. Si una y otra cosa se unen como en Murder at the Watergate (1999), el lector tiene asegurado tanto el entretenimiento como un buen vistazo a los oscuros secretos de esa ciudad que pretendió ser la nueva Atenas cuando en realidad era la nueva Roma. Y es que en pocos sitios se ha dado como en la ciudad del Potomac tal concentración de poder y manipulación, poder y corrupción, poder y traición.
Lo más gracioso es que Robert Penn Warren decía que su Todos los hombres del rey “jamás había pretendido ser un libro sobre política”.
* Javier Valenzuela, periodista de EL PAÍS y autor del blog Crónica Negra en elpais.com