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No me obliguen a escoger: Chacón y el factor humano en el lío Cataluña-España

Carme Chacón acaba de introducir el factor humano en el guirigay suscitado por el creciente deseo de independencia en Cataluña, su explotación por el siempre oportunista Artur Mas y las reacciones amenazantes de la derecha españolista. Hija de un inmigrante almeriense y de una catalana de toda la vida, Chacón, bilingüe en catalán y castellano y que ha servido en cargos públicos tanto a su tierra natal como al conjunto de España, acaba de preguntarse en Antena 3: “¿Tengo yo que decidir por mi hijo si es catalán o español?” El hijo de Chacón lo es de un padre nacido en Zaragoza y una madre, en Esplugas de Llobregat, y está siendo educado –lo sé, soy amigo de la familia, dicho sea esto en aras de la transparencia- tanto en la lengua de Cervantes como en la de Ausiàs March.

Chacón se rebela contra la obligación de escoger entre papá y mamá a la que parece abocar el choque de trenes entre los nacionalismos españolista y catalanista. Reivindica así el derecho a las múltiples identidades que es básico para que el siglo XXI camine por la senda de libertades y derechos, de civilización en suma, abierta por la Ilustración y las revoluciones norteamericana y francesa. Sí, mi amiga tiene razón: yo mismo me siento granadino, andaluz y español, europeo,  mediterráneo y meridional, latino, hispano y ciudadano del mundo, y no veo razón alguna, excepto la voluntad uniformadora de los fundamentalismos, para tener que escoger entre alguno de esos ingredientes primigenios de mi personalidad.

Los que me conocen saben que comprendo tanto la irritación de mucha gente del resto de España por las mezquindades del nacionalismo catalanista como la de tantos catalanes por las injustas campañas en contra de su tierra y sus gentes. Racanear a la hora de enseñar castellano o de celebrar públicamente los triunfos de la Roja son gestos poco amistosos. Como lo son llamar al boicot de los productos catalanes, acusar de tacañería fiscal a una comunidad que contribuye como la que más o alegrarse por la indigna sentencia del Tribunal Constitucional contra una reforma del Estatuto de Cataluña aprobada por dos parlamentos y un referéndum (eso sí que es soberanía popular y no la media docena de togados casposos que tomaron la funesta decisión).

También saben los que me conocen que pienso que España es una nación tan grande que en su seno caben naciones como la catalana, la vasca, la andaluza, la gallega o la canaria. Y  que me si gusta tanto España es porque su riqueza alberga varias lenguas, un montón de religiones (y laicismos y ateísmos) y una vibrante pluralidad de ideologías y posiciones políticas que, por cierto, no está bien representada en la Carrera de San Jerónimo merced a una ley electoral inicua. Siempre creí que la mejor fórmula para España era la federal y que las autonomías, como otros elementos de la Transición, eran tan solo un modo eficaz de salir del paso en determinado momento histórico y ante determinada correlación de fuerzas.

En los cinco años que viví en Estados Unidos vi que nada sustancial se rompía porque cada Estado tuviera sus propios límites de velocidad, placas de matrícula, impuestos sobre el consumo y leyes sobre la pena de muerte, el fumeteo de marihuana y la posesión de armas. Todo el mundo sabía con claridad qué es lo que correspondía a los Estados (lo dicho anteriormente y muchas otras cosas) y qué es lo que correspondía al gobierno federal (impuestos directos, Ejército, política exterior, criminalidad organizada), y la cosa funcionaba razonablemente bien. Ni los Estados reclamaban cada dos por tres más competencias ni Washington intentaba arrebatarles las que ya tenían. Las reglas de juego estaban claras: eran federales.

En el Líbano de los años ochenta y la Bosnia de los noventa, también viví lo contrario: la imposición manu militari a todos y cada uno de sus ciudadanos de la necesidad de escoger. Líbano: o eres cristiano o eres musulmán. Bueno, sí, pero es que mi padre era musulmán y mi madre cristiana, y yo, aún siendo formalmente musulmana, estoy casada con un cristiano, y, en realidad, ni mi marido ni yo somos muy religiosos (un caso concreto, y muy próximo, del Beirut de los ochenta). Me la suda, escoge: Beirut Este o Beirut Oeste. Bosnia: o eres musulmán o eres súbdito de la Gran Serbia. Bueno, sí, pero es que yo creía que era yugoslavo, ni tan siquiera me había dado cuenta de que mi nombre, Mohamed, era musulmán; mis padres, que fueron quienes me lo pusieron, jamás han ido a la mezquita, ni yo tampoco (un caso concreto de un querido amigo de Sarajevo). Me la suda, escoge: Sarajevo o Banja Luka.

Ahora surgen en Madrid federalistas como las setas en el bosque tras una lluvia de otoño. Tienen razón los catalanes que se preguntan dónde estaban esos conversos en los últimos lustros, cuando ellos planteaban este asunto y eran recibidos con una sonrisita desdeñosa y la cantinela de que la Constitución es tan intocable como la Biblia y el Corán para los fundamentalistas judíos, cristianos y musulmanes, y la Transición, tan perfecta como la Creación del Mundo en Siete Días por el Dios monoteísta de Abraham. Y sin embargo, el federalismo, la negativa a escoger entre papá y mamá citada por Chacón, sea con la reforma de la actual Constitución o con un nuevo proceso constituyente, es la única salida a este lío. Aunque quizá, ya lo sé, sea demasiado tarde.

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