Hacia las 2.30 horas de la madrugada del 17 de junio de 1972, cinco ladrones fueron detenidos en las oficinas electorales del Partido Demócrata estadounidense en el edificio Watergate, en Washington. Iban trajeados y provistos de guantes, y no opusieron resistencia. Cayeron porque un guarda de seguridad detectó movimientos extraños y llamó a la Policía.
Así comenzó, hace cuatro décadas, el caso Watergate que, dos años después, el 8 de agosto de 1974, provocaría la dimisión del presidente republicano Richard Nixon. Él y su guardia pretoriana estaban detrás de aquel intento de espionaje electoral y, además, una vez descubierto, hicieron todo lo posible por arrojarle tierra encima.
El caso Watergate es el mayor thriller político de no ficción del último medio siglo. Su investigación en The Washington Post por los reporteros Carl Bernstein y Bob Woodward marcó la cumbre del prestigio y la influencia de la prensa escrita contemporánea. La independencia, la tenacidad y el rigor de un diario que era propiedad de una patricia familia washingtoniana terminaron forzando la salida de la Casa Blanca de aquel presidente oscuro, derechista, patriotero, acomplejado y tramposo que fue Nixon.
En paralelo, a lo largo de los años 1960 y 1970, revistas norteamericanas como Rolling Stone, The New Yorker, Esquire, Harper´s y The New York Times Magazine elevaron el reportaje periodístico a la categoría de género literario.
Cuarenta años después, la Prensa escrita se interroga sobre su papel en un universo de comunicación instantánea, multimedia y democrática. No pocos de sus debates –como el relativo a los soportes- son relativamente estériles. Cientos de millones de personas llevamos ya tres lustros pasando buena parte de nuestra vida en el ciberespacio, así que nadie nos va a descubrir la América de Internet. Es más que obvio que la Prensa del siglo XXI debe llegar a su público por tierra, mar y aire: en soporte web, en soporte tableta (tal vez el más prometedor) y, mientras haya quien así lo reclame, en soporte papel.
Pero mientras abundan hasta la extenuación las profecías de anteayer sobre los odres, escasean las reflexiones sobre el vino del pasado mañana. ¿Qué tipo de contenidos garantizarán el futuro del periodismo escrito sea cual sea su soporte?
Soy de los que creen que el ser humano, desde su infancia, tiene una sed insaciable de historias, y las reales, las que le ocurren a gente de carne y hueso, le resultan irresistibles. Así que intuyo que siempre tendrá un futuro el periodismo escrito que cuente historias verdaderas con esa mayor rapidez y exactitud posibles que son consustanciales al oficio, con la empatía con los débiles y las víctimas que cabe esperar de un cuarto poder y con una calidad literaria que intente aproximarse más a Gay Talese que a Belén Esteban.
También encontrará un público el periodismo que, como hizo el Post con Watergate, investigue los desmanes de los poderosos, y aquel que, como decía Max Frankel, ex director de The New York Times, proponga mas las claves de lo que pasará mañana que el recuento de lo que ocurrió ayer y ya conoce todo el mundo por la radio, la tele e Internet.
El vino, el buen vino, será, pues, análisis, investigación y reportaje para una amplia minoria inteligente. En exclusiva y, por supuesto, de pago. En soporte digital y, mientras tenga su público, en soporte papel. El resto, y en particular la redimensión de las cabeceras y empresas tradicionales, no es fácil, ya lo sé, pero precisamente por eso requiere más inteligencia y menos aspavientos.
Pero, en fin, volvamos al allanamiento del edificio Watergate de la madrugada del 17 de junio de 1972. La primera respuesta de la Casa Blanca al incidente llegó pocos días después de la boca de su jefe de Prensa, Ronald Ziegler: “Estamos ante un robo de tercera”.
¿De tercera? Los cinco arrestados estaban relacionados con la CIA, el exilio cubano en Florida y el Comité para la Relección de Nixon. ¿Qué hacían en la sede del Partido Demócrata? ¿Quién los había enviado? Woodward y Berstein se pusieron a buscar respuestas a esas y otras preguntas, fueron apoyados por su director, Ben Bradlee, y la dueña del periódico, Katharine Graham, y encontraron un filón en una fuente secreta de Woodward a la que llamaron Deep Throat (Garganta Profunda) y cuya identidad no fue revelada hasta 2005, en vísperas de su muerte. Era Mark Felt, un alto directivo del FBI.
Garganta Profunda dio la pista clave: la irrupción en la sede demócrata en Watergate había sido planeada por dos asesores de Nixon, Haldeman y Ehrlichman, y con su aval.
Las cosas se torcieron definitivamente para Nixon cuando se descubrió que había instalado un sistema secreto de grabación de conversaciones en la Casa Blanca. En su obsesión enfermiza por el espionaje, él mismo se había puesto la soga al cuello. Allí estaban las charlas del presidente con sus fontaneros que demostraban que, como mínimo, habían intentado obstruir la acción de la justicia y encubrir el delito. El Tribunal Supremo de Estados Unidos sentenció que tenía que entregar esas cintas.
Cuando estaba a punto de ser procesado para su cese (impeachment) por la Cámara de Representantes, Nixon dimitió. Lo primero que hizo su sucesor, Gerald Ford, fue indultarle preventivamente de cualquier delito que hubiera podido cometer desde el poder.
Estos días, en el especial que The Washington Post está dedicando al cuarenta aniversario del comienzo del caso, Woodward y Bernstein afirman que Nixon era mucho peor de lo que podían imaginarse entonces. “Cuando fue obligado a dimitir, Nixon había convertido su Casa Blanca en una empresa criminal”, escriben.
P.S. El caso Watergate es muy cinematográfico. En 1976, Alan Pakula rodó Todos los hombres del presidente (All the President’s Men), con Dustin Hoffman y Robert Redford haciendo de Bernstein y Woodward. En1994 Forrest Gump satirizó el episodio del allanamiento en el edificio Watergate. En 1995 Oliver Stone retrató en Nixon al único presidente norteamericano que tuvo que dimitir.
Y en 2008 Frost vs. Nixon recreó las entrevistas televisivas que el periodista británico David Frost le hizo al ya ex presidente en 1977. El momentazo de esas entrevistas fue el reconocimiento por parte de Nixon de que él consideraba que cualquier cosa que hiciera desde la Casa Blanca por el bien de la patria era legal.
Es curioso e inquietante que éste venga a ser el argumento actual de Obama para justificar las ejecuciones extrajudiciales de yihadistas usando drones o el empleo de virus cibernéticos contra Irán.