Uno de los momentos más hermosos y prometedores de las protestas populares que, el pasado invierno, terminaron derrocando a Hosni Mubarak fue aquel fin de semana en que, durante el viernes, los manifestantes cristianos de la plaza de Tahrir protegieron los rezos de sus hermanos musulmanes y, durante el domingo, los musulmanes hicieron lo mismo con los de los cristianos. Se dibujaba así el sueño de un Egipto democrático en el que pudieran convivir pacíficamente todas sus confesiones religiosas.
Los sangrientos sucesos de ayer en El Cairo han confirmado que aquel sueño va a ser de difícil, muy difícil realización.