Análisis/La guerra en Líbano alumbra un nuevo Oriente Próximo
El cierre en falso del nuevo conflicto armado en la zona refuerza el triángulo Hezbolá-Irán-Siria
JAVIER VALENZUELA / EL PAIS / 19/08/2006
Ofrecieron a la gente transporte gratuito, repartieron pastelillos y refrescos en los lugares de trabajo y promovieron manifestaciones al grito de Alá uakbar» (Dios es el más grande). De tal guisa celebraron los jomeinistas iraníes a comienzos de esta semana el alto el fuego en Líbano. Mahmud Ahmadineyad, el presidente de la República Islámica de Irán, proclamó vencedor del conflicto a Hezbolá, el movimiento político, social y militar de los chiíes libaneses que Teherán patrocina desde los ochenta, y lo mismo hicieron Hasan Nasralá, líder de Hezbolá, y Bachar el Asad, presidente de Siria. ¿Exageraciones orientales? No, a tenor de la práctica totalidad de los analistas consultados. Si la última guerra en Líbano ha tenido ganadores, éstos han sido Hezbolá por sobrevivir, Siria por salir del purgatorio político en el que estaba desde hacía un año e Irán por afianzar su papel como potencia regional.
Quizá la guerra fue planeada al alimón por EE UU e Israel, como afirma Seymour Hersh en la última edición de The New Yorker. En cualquier caso, fue «brutal, inmoral y tremendamente desproporcionada», según Patrick Seale, un periodista y escritor británico veterano de Oriente Próximo. Sus objetivos proclamados eran, recuerda Seale, «destruir o debilitar seriamente a Hezbolá, instalar en Beirut un Gobierno afín a Israel y Estados Unidos y acorralar a los padrinos de Hezbolá, Irán y Siria. Pero ha ocurrido exactamente lo contrario». O por decirlo como el editorial de The Economist: «Si Israel deseaba noquear a Hezbolá, ha fracasado. Si Estados Unidos deseaba que, al noquear a Hezbolá, Israel le ayudara a debilitar a Irán, puede estar decepcionado». Nasralá es, según el semanario británico, el ganador de esta ronda.
El balance provisional de pérdidas humanas y daños materiales es durísimo. Las cuatro semanas de campaña han dejado más de 1.100 civiles libaneses muertos, más de 4.000 heridos y un millón de desplazados, amén de daños en infraestructuras públicas y viviendas privadas valorados en miles de millones de dólares. Israel, por su parte, llora la muerte de un mínimo de 117 soldados y 39 civiles, y ha sufrido pérdidas económicas valoradas en un 1% de su PIB. ¿Cuántos han sido los muertos de Hezbolá? Unos 80, según el Partido de Dios; unos 530, según las Fuerzas Armadas israelíes.
El lunes, Bush reapareció en Washington y declaró públicamente que el perdedor era Hezbolá. Aparentemente, era el mismo Bush incombustible que, en mayo de 2003, se disfrazó de piloto de guerra y desde la cubierta del portaaviones Abraham Lincoln pregonó su gran victoria en Irak. Aparentemente, porque, según informó The New York Times el martes, el presidente de EE UU, en un almuerzo celebrado en el Pentágono, confesó su «frustración» por cómo van las cosas en Irak, por la ineficacia del primer ministro iraquí Nuri al Maliki y por la incesante erosión del apoyo de los norteamericanos a la aventura en la antigua Babilonia. Bush, según el diario neoyorquino, expresó su extrañeza por el hecho de que miles de chiíes iraquíes hubieran participado en Bagdad en un mitin de apoyo a Hezbolá y de condena a Israel y Estados Unidos.
Detengámonos un momento en Irak. El pasado julio, el mes en que Israel inició su campaña libanesa, murieron violentamente en Irak unos 3.500 civiles, lo que supuso una media de más de 100 al día. En el conjunto de los siete primeros meses de este año, 18.000 civiles iraquíes han muerto acuchillados, tiroteados o por explosiones. En Irak ni hay paz ni nada que se parezca a un Estado de derecho. El Kurdistán lo dominan los grupos independentistas, la zona suní está alzada en armas contra los norteamericanos y en la chií mandan las milicias emparentadas con Irán y Hezbolá. En Irak se están librando dos guerras al unísono: una contra la ocupación norteamericana y otra entre sus comunidades. Razones hay para que el Herald Tribune escribiera el jueves en su editorial: «Mantener el rumbo hasta que el presidente Bush deje el cargo dentro de 29 meses no es una opción. En realidad, ni tan siquiera se sabe cuál es el rumbo de EE UU».
Volvamos a Líbano. Israel no ha conseguido ninguno de los objetivos que esgrimió para la guerra: ni han sido liberados sus dos soldados capturados por Hezbolá el 12 de julio, ni la milicia chií ha sido desarmada, ni su líder, Nasralá, ha perecido. La guerra de Líbano ha evidenciado los límites del poder militar israelí del mismo modo que la de Irak lo ha hecho con los límites del estadounidense. Carcajeándose del gran Oriente Próximo con el que soñaban Bush y los neoconservadores -un Oriente Próximo de países árabes y musulmanes democráticos y aliados de Estados Unidos-, el presidente iraní Mahmud Ahmadineyad y el sirio Bachar el Asad han saludado esta semana el alba de lo que han llamado «un Nuevo Oriente Próximo» dibujado por la resistencia de Hezbolá frente a Israel.
Más allá de la retórica de Teherán o Washington, estamos ante un Oriente Próximo aún más inseguro, más inestable y más radical. La resolución 1701 del Consejo de Seguridad, la del alto el fuego en Líbano, prevé el despliegue de una fuerza internacional de 15.000 soldados al sur del río Litani, una especie de tampón entre Hezbolá e Israel. Es, dice el ex presidente de EE UU Jimmy Carter, «otra tirita» para los profundos males de Oriente Próximo.
Dentro de tres semanas se cumplirá el quinto aniversario de los atentados terroristas en Washington y Nueva York que conmovieron al mundo. No cabe duda de que EE UU goza hoy de mayor seguridad dentro de sus fronteras nacionales, pero la violencia se ha extendido como mancha de aceite por el resto del planeta. Los norteamericanos no han vuelto a ser víctimas de ningún otro ataque terrorista como el del 11-S, pero sí los han padecido España, Reino Unido, Marruecos, Turquía, Arabia Saudí, Irak, Egipto, India, Indonesia… Peter Bergen, el periodista de la televisión norteamericana que en 1997 entrevistó a Bin Laden en Afganistán, cree que Al Qaeda es hoy tan poderosa o más que hace cinco años. Para empezar, su ideología milenarista se ha extendido a decenas de grupúsculos islamistas en todo el planeta, grupúsculos que, como en el 11-M español, pueden actuar de modo autónomo. Pero, además, Bin Laden y su lugarteniente Al Zawahiri siguen en libertad y con capacidad de comunicarse.
El 28 de julio, la cadena de televisión árabe Al Yazira difundió parcialmente un vídeo de Al Zawahiri con comentarios sobre la guerra de Líbano. Vestido con una chilaba gris y un turbante blanco, y con una decoración que incluía una foto de las Torres Gemelas ardiendo el 11-S, Al Zawahiri exhortó a todos los musulmanes a alzarse «contra los sionistas y los cruzados». «¡Convertíos en mártires!», exclamó. Son palabras muy inquietantes porque a Al Qaeda hay que tomarla al pie de la letra.
Al pie de la letra quiere decir que Al Qaeda, por medios propios o a través de sus asociados o seguidores autónomos, intenta siempre materializar sus amenazas. Y también quiere decir, como observa Peter L. Bergen en su libro Guerra Santa, SA, que esta red de asesinos milenaristas no está en guerra contra la pornografía, el juego, el alcohol y las drogas en los países occidentales -«eso», dice Bergen, «se lo dejan al fundamentalista cristiano Jerry Falwell»-, sino «contra la política norteamericana en Oriente Próximo». Lo que a Bin Laden y los suyos les obsesiona no son las fiestas mundanas en Los Ángeles, sino la actuación militar norteamericana e israelí en lugares como los territorios palestinos, Líbano, Arabia Saudí e Irak.
En cualquier caso, este verano Nasralá, el líder de Hezbolá, ha desplazado a Bin Laden como icono popular en el mundo árabe y musulmán. Y ello porque los milicianos de Hezbolá le han plantado cara al Tsahal, el Ejército israelí, evidenciando disciplina, combatividad y eficacia a la hora de usar el armamento que reciben de Irán vía Siria. Según los testimonios publicados en la prensa israelí, los soldados del Tsahal se enfrentaban en el sur de Líbano a gente que, siguiendo la táctica guerrillera clásica, les dejaba pasar para sorprenderles luego por la espalda y desaparecer con rapidez. En muchas ocasiones, los israelíes se encontraron bajo una breve pero intensa lluvia de fuego, que incluía misiles anticarro guiados por láser Sagger, de fabricación iraní, que podían penetrar el blindaje de los hasta ahora todopoderosos Merkava.
Sabiéndose impotente ante la aviación israelí, Hezbolá se había preparado para afrontar una ofensiva terrestre. Había construido en el sur de Líbano una amplia red de búnkeres subterráneos resistentes a los bombardeos aéreos y equipados con sistemas de vídeo que permitían vigilar los alrededores. La guerra aérea que el general Dan Halutz, jefe del Estado Mayor israelí, pensaba que iba a ser suficiente no funcionó. Israel tuvo que bajar a tierra y pagar el precio de un elevado número de bajas.
Lo sorprendente para numerosos especialistas militares occidentales es que Israel haya olvidado dos grandes lecciones de los años ochenta. Una, la tenaz resistencia que opuso el Irán de Jomeini al Irak de Sadam, muy superior militarmente. La otra, la propia experiencia desastrosa de Israel en Líbano. Israel invadió ese país en 1982, con el objetivo de destruir a la OLP de Arafat, cosa que no consiguió enteramente. En cambio, la invasión supuso el nacimiento de Hezbolá como movimiento político, social y militar de los chiíes del país de los cedros. Finalmente, en el año 2000, Israel tuvo que retirarse por completo de Líbano dada la encarnizada oposición de Hezbolá.
El Partido de Dios ha conseguido ahora un nuevo triunfo político. Su popularidad se ha disparado en Líbano, y no sólo entre la comunidad chií. Muchos libaneses cristianos y musulmanes suníes contrarios a esa organización se ven ahora obligados a apoyar su patriótica oposición al invasor. Castigado por múltiples conflictos bélicos durante tres lustros, Líbano había reconstruido en los últimos años sus ciudades y sus infraestructuras y había logrado un cierto modus vivendi entre sus múltiples facciones religiosas y políticas, que al menos no expresaban sus diferencias a tiros. «Pero Líbano es un delicado mosaico en el que si mueves una pieza, terminan moviéndose todas», subraya Tomás Alcoverro, decano de los periodistas españoles en Oriente Próximo y corresponsal de La Vanguardia en Beirut. Y se pregunta: «¿Qué ocurrirá ahora? ¿Se reabrirán los conflictos internos? ¿Volverá a dividirse el país en distintos feudos? ¿Regresará Siria?».
Con 1,4 millones de almas, los chiíes son ahora la comunidad demográficamente más numerosa de Líbano. Es fácil imaginar que terminen reclamando un papel más importante en esas instituciones libanesas, cuyos puestos principales se reparten los cristianos maronitas y los musulmanes suníes. En cuanto al desarme de Hezbolá, es altamente improbable, según Alcoverro. «¿Quién le pone el cascabel al gato? ¿El Gobierno y el Ejército de Líbano? ¿La futura fuerza multinacional?». Lo mismo piensa otro gran especialista en Líbano y Oriente Próximo, el periodista y escritor británico Robert Fisk. «Hay», dice Fisk, «tantas posibilidades de que Hezbolá se sienta obligado a cumplir las resoluciones 1559 y 1701 sobre su desarme como de que Israel acepte la resolución 242 del Consejo de Seguridad de la ONU que le exige la retirada de los territorios árabes que conquistó en 1967». Y en todo caso, Hezbolá, si la presión es mucha, puede terminar integrando a sus milicias en el Ejército regular libanés, del mismo modo que su rama política está integrada en las instituciones del Estado libanés.
Entretanto, la Siria de Bachar el Asad, el presidente que heredó el cargo de su padre, ha conseguido un gran respiro. Antes de este conflicto, Asad estaba aislado y a la defensiva. Muchos libaneses, muchos árabes y la mayoría de la comunidad internacional le consideraron responsable del asesinato del ex primer ministro libanés Rafik Hariri. Bush y el presidente francés, Jacques Chirac, actuaron en sintonía y Siria se vio obligada a retirarse oficialmente de Líbano. Pero, como la de Afganistán, aquella fue otra buena misión abandonada en sus primeras fases. En vez de reforzar a las autoridades libanesas frente a Siria -y frente a Hezbolá-, los norteamericanos volvieron a lo suyo.
Esta semana, Asad se ha jactado de que la resistencia de Hezbolá haya «roto el mito del invencible Ejército de Israel» y también ha proclamado el nacimiento de «un Nuevo Oriente Próximo». Vuelve a sentirse seguro. Y vuelve a reclamar la retirada israelí del territorio sirio de los Altos del Golán, contemplada en la resolución 242 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
Para el Irán de los ayatolás este conflicto también ha sido como agua de mayo. Su influencia entre los chiíes de Irak y de Líbano ha salido reforzada, ha ganado semanas decisivas para avanzar en su programa nuclear y ha conquistado legitimidad ante muchos árabes y musulmanes para hacerlo. Irán argumenta que si Israel puede permitirse invadir impunemente cualquier país vecino es precisamente porque tiene el monopolio de las armas nucleares en Oriente Próximo.
Antes de que termine agosto, Irán debe responder a la resolución del Consejo de Seguridad que le insta a detener su programa de enriquecimiento de uranio o enfrentarse a sanciones económicas. En sus declaraciones de los últimos días, a Ahmadineyad se le ha visto poco dispuesto a dar su brazo a torcer. Ahí, adelanta el analista norteamericano Ian Bremmer, tenemos el germen de una inminente crisis internacional. ¿Qué harán Estados Unidos e Israel ante una negativa iraní? ¿Le declararán la guerra? ¿Bombardearán sus instalaciones nucleares? El inglés Paul Rogers, especialista en la Universidad de Bradford, cree que incluso la segunda de las opciones es «mucho más problemática» tras lo ocurrido en Líbano. «Si el Ejército israelí ni tan siquiera ha podido derrotar en Líbano a una guerrilla de unos cuantos miles de hombres», observa.
¿Qué harán Rusia y China en caso de un enfrentamiento abierto entre EE UU e Irán? Hasta ahora esos dos países han sido reacios a una excesiva presión sobre los ayatolás. En cuanto a la Unión Europea, la guerra de Líbano ha confirmado clamorosamente su inexistencia política. Tony Blair ha hecho desaparecer al Reino Unido de la escena próximo-oriental y, en general, de la escena internacional, como escribió recientemente en Financial Times el ex embajador sir Rodric Braithwaite. Londres es ahora un mero auxiliar político y militar de Washington. El resto también es triste. Aunque Chirac haya conseguido hábilmente un cierto protagonismo para Francia en la aprobación de la resolución del Consejo de Seguridad sobre Líbano, su país -al igual que Alemania o España- sólo puede tener una influencia seria en el mundo en un marco europeo. Y este marco no existe.
El 11-S provocó una manifiesta moderación por parte de Irán y Siria, que no pusieron el menor obstáculo a la campaña en Afganistán, como señalan Stephen Biddle y Ray Takeyh, miembros del Consejo de Relaciones Exteriores, uno de los más prestigiosos think-tanks norteamericanos. El error, añaden, fue que Bush ni terminara el trabajo en Afganistán, donde están reapareciendo con fuerza los talibanes y Al Qaeda, ni se tomara en serio la solución del tumor primario en Oriente Próximo: el conflicto israelí-palestino. En vez de eso, se embarcó en el desastre iraquí. El resultado es que nunca, desde el final de la II Guerra Mundial, la influencia política y moral de Estados Unidos en el mundo ha sido tan escasa.
«Al final, todos los caminos de Oriente Próximo conducen a Palestina, y todos los conflictos en esta región seguirán abiertos mientras no se resuelva el problema de Palestina», dice Charles Glass, periodista y escritor de doble nacionalidad británica y norteamericana especializado en Oriente Próximo desde 1973, y que fue uno de los rehenes occidentales capturados en Líbano por el grupo terrorista Yihad Islámica en los años ochenta. Y las cosas en Palestina van mal, muy mal. Sirva un dato: 38 niños palestinos murieron violentamente en Gaza el pasado julio, según Unicef. La miserable franja de Gaza sigue bajo el asedio militar israelí, al tiempo que, según Ghasan Jatib, una veterana voz de la izquierda secular palestina, «la victoria de Hezbolá ha reforzado en las filas palestinas a los que privilegian la resistencia militar frente a las vías políticas».
Nada parece indicar que Israel vaya a escuchar el mensaje de uno de sus mejores novelistas y abordar una negociación con los palestinos que conduzca a una solución definitiva para el conflicto, basada en la coexistencia de dos Estados en Tierra Santa. Ese novelista, David Grossman, acaba de perder a un hijo en la guerra de Líbano: el sargento Uri Grossman, de 20 años, que murió cuando su tanque fue alcanzado por un misil anticarro. David Grossman apoyó al principio la nueva guerra de Líbano, pero pronto se convenció de su sangrienta inutilidad. Participó en actos de protesta junto con los también escritores Amos Oz y A. B. Yehoshua y publicó en El PAÍS un artículo en el que pedía que, antes de abordar el desafío planteado por Hezbolá, Israel resolviera su principal problema, el conflicto con los palestinos. Entonces le llegó la noticia de la muerte de Uri.
Sondeos publicados esta semana por los diarios israelíes Maariv y Yediot Ahronot muestran una fuerte caída de popularidad del primer ministro, Ehud Olmert, y el ministro de Defensa, Amir Peretz. Pero caen por parecerles blandos a muchos de sus compatriotas. La mayoría de los israelíes, según esas encuestas, hubiera deseado continuar la campaña hasta conseguir la liberación de los dos soldados capturados por Hezbolá.
También recibe fuertes críticas el general Halutz, el jefe del Estado Mayor. Por haber vendido acciones en víspera de la campaña bélica y por su ineficaz dirección de las operaciones militares. El martes, en un artículo publicado en la primera página del diario Haaretz, el especialista militar Aluf Benn calificó de «fracaso» la campaña libanesa y efectuó 20 preguntas comprometedoras, que iban desde quiénes tomaron la decisión de atacar a Hezbolá hasta por qué Halutz, procedente de la Fuerza Aérea, pensó que los bombardeos aéreos serían suficientes. Halutz es un halcón que en 2003 tildó de «traidores» a 27 pilotos de caza que anunciaron su negativa a bombardear zonas habitadas en los territorios palestinos de Cisjordania y Gaza.
Desde el año 2000, tras el definitivo fracaso del proceso de paz con los palestinos nacido en Oslo, la política de Israel está basada en la idea de que ese país no tiene ningún interlocutor serio para hacer la paz y de que, en consecuencia, debe imponer una y otra vez a los árabes su aplastante superioridad militar. Sus retiradas de territorios ocupados -el sur de Líbano en 2000 y Gaza en 2005- han sido unilaterales, mientras que afianzaba su posición en Jerusalén Este y Cisjordania y levantaba un muro de separación con los territorios palestinos que no le interesan. El resultado ha sido que los moderados de la Autoridad Nacional Palestina, con el presidente Mahmud Abbas al frente, han sido marginados en beneficio de Hamás, el ganador de las elecciones palestinas.
Como la gran mayoría de los especialistas, Scott Ritter, que fue jefe de los inspectores de Naciones Unidas en Irak entre 1991 y 1998, piensa que la intervención israelí en Líbano ha sido tan desastrosa como la norteamericana en Irak. Pero Ritter pone el acento en una importante diferencia entre uno y otro caso. «Un día Estados Unidos se retirará de Irak, como en su momento se retiró de Vietnam. Podrá poner así mucha tierra de por medio entre esa pesadilla y su propio territorio nacional. Pero Israel nunca podrá despegarse físicamente de los libaneses y los palestinos. Éstos seguirán siendo sus vecinos».
O sea que, como dice con pesimismo y probablemente lucidez Charles Glass, «hasta la próxima».
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