Ahora amaga Zapatero con subir los impuestos a los más ricos, y en concreto con establecer uno sobre los patrimonios que superen el millón de euros. Digo “amaga” porque con él ya pocas cosas son seguras, bien puede tratarse de otro globo sonda o de otra descoordinación en el seno de su gobierno y su partido.
En cualquier caso, esto llega tarde (aunque, por supuesto, más vale tarde que nunca). Como mínimo, Zapatero debería haber abordado este asunto el miércoles 12 de mayo, cuando informó de que, amén de los trabajadores vía el paro o la reducción de sus salarios, la factura de la crisis la iban a pagar también los funcionarios, los pensionistas, las futuras madres y las obras públicas. Presentar un horizonte de sacrificios compartidos es lo mínimo que cabe exigirle a un gobernante, ya no digamos si dice ser socialdemócrata.
Pero en realidad Zapatero tendría que haberse planteado la reforma fiscal desde su primera jornada en La Moncloa (bueno, desde la segunda, puesto que la primera la dedicó a algo que nunca se le agradecerá lo suficiente como fue la retirada de las tropas de Irak). Una reforma que abordara dos problemas muy graves. En primer lugar, la inmensa bolsa de fraude fiscal, de economía negra existente en España. En segundo, la injusticia de nuestro sistema, basado en una excesiva presión sobre los asalariados a través del IRPF en contraste con la benevolencia con que son tratadas las rentas del capital.
No lo hizo. Zapatero no hizo ningún tipo de política económica en sus primeros cuatro años en La Moncloa. Se limitó a, eso sí, promover justas y necesarias políticas sociales en una época en la que a las arcas públicas el dinero le llovía de oficio: el recaudado en base a un consumo disparatado, las transacciones inmobiliarias (aunque buena parte de éstas fueran en negro) y los salarios de los trabajadores. Pero no hubo en esa primera legislatura de Zapatero ni lucha contra el fraude, ni el menor cambio en el sistema fiscal heredado del PP. Al contrario, puestos a tocar impuestos, Zapatero cometió el disparate de abolir el de Patrimonio.
Hemos llegado, pues, a la paradójica situación que Juan Carlos Escudier glosa así en el diario “Publico”: “¿Es normal que un millonario pague hoy menos a Hacienda que cuando gobernaba Aznar?” Raro suena, ciertamente. Como raro es que, bajo un gobierno socialista, España se haya convertido en una especie de paraíso fiscal para los ricos.
Claro, es que hay que recordar que Zapatero (¿quién le enseñaría economía?) decía aquello de que “bajar los impuestos es de izquierdas”. Bueno, según y cómo. Reducírselos a los asalariados, los autónomos, los pequeños empresarios, esto es, a las clases populares y medias bajas, puede ser de izquierdas; reducírselos, como Bush, a los millonarios, las empresas y los bancos no tanto.
El debate sobre la reducción de nuestro déficit público ha estado centrado en el tijeretazo al gasto. Normal, lo promueve quien lo promueve: la derecha, los mercados, el capital, como quieran ustedes llamarle. Lo lamentable es que un gobierno supuestamente socialdemócrata como el español ni tan siquiera haya planteado hasta ahora, cuando los gritos han subido al cielo, la otra parte de la ecuación: el aumento de los ingresos. O si lo ha hecho, ha sido sólo por la escasamente progresiva vía de subir el IVA.
Publica hoy EL PAÍS en su Cuarta Página un artículo muy interesante. Se llama “El pozo, el perro y las pulgas” y lo firman Pablo Beramendi y David Rueda, dos profesores españoles de la Universidad de Oxford. Su tesis es que el gasto público en España tampoco es tan grande en comparación con los países de nuestro entorno europeo y occidental (y desde luego el gasto social no es el escandinavo, el alemán o el francés). En cambio, los ingresos procedentes de los impuestos son más bien raquíticos (siempre en relación a nuestro entorno) y, además, están manifiestamente descompensados: el trabajo y el consumo están muchísimo más gravados que el capital. Concluyen Beramendi y Rueda con un proverbio chino dirigido al Gobierno: “Lo primero que hay que hacer para salir del pozo es dejar de cavar”.
La pregunta es: ¿pueden los socialistas españoles dejar de cavar con este jefe de obras llamado Zapatero?
Tras no hacer nada en materia de reformas económicas progresistas en sus cuatro primeros años, Zapatero, superado su absurdo negacionismo inicial, abordó la crisis con una fórmula imposible: intentó ser de izquierdas en el gasto (manteniendo la protección social) y, a la par, continuó siendo derechista en el ingreso (manteniendo el modelo fiscal heredado del PP). De este modo, y dado el entorno global hostil a las políticas socialdemócratas y hasta keynesianas, y el pronto resurgir del dogma sobre que lo sagrado es el equilibrio presupuestario haya el paro que haya, sólo podía darse el batacazo que se ha dado.
Cuando los amos del casino le obligaron a recortar el gasto, a Zapatero ni tan siquiera se le ocurrió acompañar la triste rendición del 12 de mayo con una propuesta de reforma fiscal. Con ese nuevo fallo descomunal, dejó de ser ZP, corroboró que el poder le ha cambiado, falló a quienes prometió que no fallaría y es probable que abriera la puerta a su sucesión.
Ya sabemos lo que dicen ahora los voceros de los amos del casino: que la reforma fiscal no es necesaria o que, en todo caso, tiene que estudiarse muy cuidadosamente para que los ricos no se vayan de España. Pues sí, que lo estudien con cuidado los muchos expertos que se supone tiene el Gobierno y el PSOE… Y que la hagan, siempre y cuando no vuelven a caer en el truco fácil de subirle el IRPF a los trabajadores asalariados con sueldos más altos. Si necesitan pistas de dónde hay dinero que no tributa lo que debería o que no tributa en absoluto, pueden convocar un concurso de ideas.
Véase también: El tijeretazo