A Salman Rushdie le sigue funcionando bien la cabeza pese a la pesadilla en la que vive desde que, un día de febrero de 1989, el ayatolá Jomeini le condenara a muerte en una infame y famosa fatwa. En unas declaraciones a NBC, recogidas en EL PAÍS por Walter Oppemheimer, el escritor afirma: “Uno de los problemas de defender la libertad de expresión es que a menudo tienes que defender a gente que, en última instancia, encuentras ofensiva, desagradable y asquerosa”.
Rushdie alude de esta guisa a los autores de La inocencia de los musulmanes, el vídeo sobre Mahoma que ha provocado violentísimas reacciones de esos hooligans del islam suní fundamentalista que son los salafistas. A Rushdie ese bodrio no solo no le gusta nada, sino que, además, lo considera “provocador” y “malintencionado”.
Pero esto es lo que tiene la libertad de expresión; si uno cree en ella, debe vivir de acuerdo con aquella vieja máxima: “No me gustan tus ideas, pero daría mi vida para que puedas expresarlas”. O se es liberal en el buen viejo sentido de la palabra, o sea, partidario de la libertad en todos los aspectos de la vida individual y colectiva, o se es otra cosa (por ejemplo, eso que está de moda en la derecha contemporánea, lo de, como Esperanza Aguirre, ser ultraliberal en lo económico -defensa a ultranza del capitalismo- y mazo rancio en lo político, social, mediático, cultural y moral).