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Llanto por Madiba / En la muerte de Mandela / Publicado en infoLibre

Siento la muerte de Nelson Mandela como algo personal, como se siente la desaparición de un familiar muy querido, de un abuelo sabio, alegre y cariñoso, el abuelo Madiba. Supongo que no soy el único, supongo que decenas de millones de personas comparten ahora esta sensación en todo el planeta, y no sólo en Sudáfrica. En las últimas cuatro décadas, Mandela ha acompañado nuestras vidas como ningún otro personaje político lo ha hecho. Primero, como la víctima más notoria de un siniestro sistema de discriminación racial, el preso por cuya libertad había que combatir como fuera: boicoteando los productos del régimen del apartheid, manifestándose en las calles, asistiendo a conciertos musicales de apoyo o llevando camisetas con el rostro del recluso de Robben Island. Más tarde, como el admirable primer presidente democráticamente elegido de Sudáfrica, el estadista ya septuagenario que promovía la reconciliación de las razas en la que llamaba Nación del Arcoíris. En los últimos tiempos, como el anciano que se iba apagando con dulzura.

Entrevisté a Mandela para El País un par de veces en Johannesburgo, en 1995. De la primera ocasión –un desayuno del entonces flamante presidente sudafricano con un grupo de reporteros extranjeros- no tengo ningún recuerdo particular, excepción hecha, claro está, de la emoción personal y profesional que suponía ver y escuchar desde tan cerca al hombre por cuya libertad tantos nos habíamos batido. Así arranqué la crónica de aquel encuentro: “Cuando Nelson Mandela se despidió ayer del grupo de periodistas extranjeros, entre ellos el representante de El País, con los que había desayunado en un hotel de Johannesburgo, éstos mandaron al diablo la regla de la imparcialidad profesional y rompieron a aplaudir. Saludaban a uno de los grandes personajes del siglo y al milagro que encarna: el de una Suráfrica libre y multirracial”.

Atesoro la segunda entrevista a Madiba como el mejor momento de mis siete lustros de periodista, algo que justifica por si solo todas penalidades que haya podido sufrir en el ejercicio de este oficio. Era un cara a cara con motivo de la aparición de la edición en castellano de su libro autobiográfico, El largo camino hacia la libertad, y se desarrollaba en el chalé no excesivamente lujoso de Johannesburgo donde vivía el presidente. Mandela lucía una camisa gris azulada con dibujos de cachemir en rojo y azul. La llevaba abotonada en el cuello y sus faldones colgaban sobre un pantalón caqui.

Días atrás, el arzobispo Desmond Tutu, camarada de Mandela en la lucha contra el apartheid y, como él, premio Nobel de la Paz, había abierto una divertida polémica al declarar que aprobaba sin reservas la política del presidente, pero desaprobaba con energía que usara ese tipo de camisas coloristas con dibujos africanos, indios o chinos. En su opinión, el septuagenario jefe del Estado sudafricano debería ir de traje y corbata. Cuando se lo comenté a Mandela, estalló en una risa y dijo que quería mucho al arzobispo Tutu, pero que no pensaba cambiar de camisas.

Le pregunté si no había tenido deseos de venganza en relación a los gobernantes racistas que, bajo la acusación de que era un “terrorista”, lo habían tenido entre rejas 27 años. Me contestó con una sinceridad que terminó de cautivarme. Sí, los había tenido; él no era un santo, sino un pecador; pero pensaba que lo mejor para su pueblo era la reconciliación: la mayoría negra de Sudáfrica necesitaba a la minoría blanca, había que evitar un éxodo. Eso sí, añadió, aunque no hubiera castigo, la nueva Sudáfrica necesitaba la verdad, necesitaba que se conocieran las barbaridades que había cometido el régimen delapartheid y necesitaba que sus víctimas fueran reconocidas y protegidas. En eso estaba.

La gente de Prensa de Mandela nos había dado media hora para la entrevista, así que, cuando ese plazo expiró, se presentó una joven y, con mucha corrección, le recordó al presidente que le estaba esperando en otra sala no sé qué comisión. Mandela, con igual cortesía, le respondió algo así como esto: “Dígales, por favor, a los de la comisión que esperen un poco, si son tan amables. Este caballero ha venido de España, que está muy lejos, y aún tenemos muchas cosas de las que hablar”.

Estuvimos, pues, mucho más tiempo charlando, pero en esta segunda parte de la conversación fue Mandela el que me preguntó. Su curiosidad era insaciable. ¿Cómo era la nueva España democrática, a la que le habían invitado y que tenía muchas ganas de conocer? ¿Había vivido yo bajo el régimen de Franco? ¿Era tan asfixiante ese régimen como se decía? ¿Tenía yo familia? ¿Esposa, hijos? ¿Cómo estaban, qué hacían?

En un momento dado, le comenté a Mandela que le había visto la noche anterior bailando en un programa de la televisión sudafricana, y que yo mismo, en la habitación de mi hotel en Johannesburgo, me había levantado para dar unos pasos. “Así que a usted también le gusta bailar”, me dijo con una amplia sonrisa iluminando su rostro. “A mí me encanta el toyi-toyi y pienso seguir moviéndome mientras mi cuerpo lo permita, por mucho que se enfade mi amigo el arzobispo Tutu”.

Mandela me preguntó también por mis padres. Le conté que mi padre había muerto hacía bastante tiempo, pero que mi madre vivía, era una incansable activista por la libertad, los derechos humanos y el respeto a la naturaleza, y le admiraba a él muchísimo. Lejos de dar el tema por concluido, Mandela siguió preguntándome por mi madre y por el combate por la igualdad de las mujeres españolas. El asunto le interesaba mucho.

Cinco años después, mi madre, Carmen Gimeno, falleció en su cama, en Granada. En su mesita de noche tenía desde aquel año de 1995 el libro autobiográfico que Mandela le había dedicado con particular cariño y le había hecho llegar a través de mí. Lo tenía como otros pueden tener una Biblia.

Mandela no fue solo un político excepcional: su personaje se sitúa en otra categoría superior, la de los libertadores de la humanidad, junto a Bolívar, Lincoln y Ghandi. Por eso un llanto enorme anega ahora el planeta.

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