El pasado viernes, un atentado yihadista segó la vida de más de 300 musulmanes en una mezquita del Sinaí (Egipto). No era la primera vez, ni mucho menos, que una acción terrorista de Daesh, Al Qaeda o asociados tenía como objetivo a seguidores de la religión del Corán. De hecho, el 90% de las víctimas de estos bárbaros son musulmanes.
Esto les resbala por completo a los predicadores de la islamofobia, esta nueva variante del odio al diferente que durante siglos se expresó en Europa a través del antisemitismo. Ellos siguen a lo suyo: proponer exclusiones, deportaciones, bombardeos y guerras contra todos los musulmanes. Se niegan a salir de su zona de confort: el comentario de taberna, convertido hoy en espectáculo televisivo en este y casi todos los demás asuntos.
La islamofobia es injusta: castiga a millones de personas por unos crímenes de los que ellas son las principales víctimas. La islamofobia es intelectualmente despreciable: confunde el todo con la parte. Equivale a equiparar a los vascos con ETA o a los alemanes con Hitler.
El yihadismo no es una religión, es una interpretación sectaria de una religión. Las razones por las que encuentra partidarios son políticas, sociales, económicas y psicológicas, tienen que ver con la existencia de ciénagas propicias. También en la Alemania de 1930 fueron precisas circunstancias tan graves como objetivables para que prosperara el delirio nazi.
Para los sectarios de Daesh, los primeros a abatir son los musulmanes que no comulgan con su retorcida lectura del islam. O sea, todos los chiís, esa mayoría de suníes que no es salafista y, como se ha visto en el Sinaí, los practicantes de la espiritualidad sufí.
La islamofobia es muy contraproducente. Le hace el juego al yihadismo al aceptar su relato de confrontación apocalíptica. Bush, Trump, Le Pen, Geert Wilders y compañía son los rivales occidentales soñados por Daesh y Al Qaeda. Les regalan argumentos y reclutas. Solo junto a los musulmanes podrá ganarse al yihadismo. Insultarles es insultar a decenas de millones de aliados potenciales. Es como si Eisenhower se hubiera puesto a despotricar de los franceses en las vísperas del desembarco en Normandía.
Llegados a este punto, el islamófobo suele rebuznar así: lo que proponen los progresistas es que nos quedemos sentados esperando el próximo atentado mientras cantamos Imagine. ¡Menuda gilipollez! Los progresistas somos los más críticos a la hora de denunciar los fallos de los servicios policiales y de inteligencia en la prevención de los ataque terroristas. Desde el 11-S a los atentados en París, pasando por el 11-M español, las pifias han sido considerables. Queremos más eficacia y menos palabrería. Por cierto, no se nos ha visto derramar lágrimas cuando los Mossos abatieron a los terroristas de las Ramblas.
¿Inacción? Al contrario. Proponemos una acción preventiva más seria a la par que una acción política, social, económica y cultural que deseque los pantanos donde germina la peste. Queremos más neuronas y menos testosterona. Y lo que desde luego rechazamos es chaladuras como la guerra de Irak. La Francia de Chirac hizo muy bien oponiéndose a los pirómanos Bush, Blair y Aznar. Lo único que consiguieron fue incendiar aún más Oriente Próximo, introducir a Al Qaeda en Irak y convertirse de esa manera en comadronas del mismísimo Daesh.
Pero no todo lo procedente de Francia es digno de admiración. No cabe importar polémicas absurdas como la del hiyab en la escuela o el burkini en la playa. Bastante tenemos con nuestros propios líos. También sería disparatado escuchar a tipos como Manuel Valls.
Es natural que la ultraderecha sea islamófoba. Entronca con las cruzadas que mitifica y le permite sustituir el antisemitismo por una metadona hoy más tolerada socialmente. Lo que resulta penoso es que se les sumen individuos que se pretenden de izquierdas.
Valls pertenece a ese presunto centroizquierda que a la hora de la verdad siempre está con la derecha. Como primer ministro de Hollande, llevó a la ruina a los socialistas franceses a fuer de asumir con la fe del converso las políticas económicas neoliberales y el discurso contra los inmigrantes. Yonqui de la politique politicienne (la politiquería), Valls, tras ser derrotado en las urnas, se apresuró a mendigar un cargo en las filas del victorioso Macron.
También es un yonqui de la televisión, dice cualquier cosa con tal de seguir en el candelero. Ahora recorre los platós franceses compitiendo con Le Pen en defensa de la “identidad nacional”, amenazada, dice, por los sarracenos. De paso, estigmatiza como islamo-gauchistes a Edwy Plenel y Jean-Luc Mélenchon. No conozco personalmente a Mélenchon, pero sí a mi colega Plenel y tiene de islamo lo que yo de campeón de patinaje artístico.
¿Cuál es, según Valls, el pecado de Plenel? Reivindicar la libertad y la pluralidad como valores esenciales de la República Francesa, denunciar la islamofobia como un nuevo paso en “una deriva política hacia posturas autoritarias e intolerantes”.
Valls es de esos que les limpian con sus lenguas las babuchas a los jeques de Arabia Saudí. Pero en los platós se proclama la Juana de Arco del laicismo. Por supuesto. Una visión absolutista del laicismo es un truco habitual en Francia para justificar la islamofobia. He escrito absolutista porque el laicismo no quiere decir que desde el Estado tenga que combatirse tal o cual religión. El laicismo, una idea capital del Siglo de las Luces, significa que el Estado no asume ninguna creencia como oficial u oficiosa, y garantiza la libertad de todas.
Lo dicho: no todo lo procedente de Francia es saludable. Algunas cosas son tóxicas.