Estos días pienso mucho en Beirut. Como era de temer, la peste siria infecta Líbano. Mofándose de la ONU y sus cascos azules, Bachar el Asad y sus esbirros siguen masacrando a su pueblo (lo más reciente es la terrible matanza de Hula), y en el vecino país de los cedros comienzan a producirse mortíferos enfrentamientos entre partidarios y adversarios locales del tirano de Damasco.
Además, el libro que estoy leyendo, La mujer de papel, de Rabih Alameddine, transcurre en Beirut.
Mañana, martes 29, por la tarde, el escritor libanés Alameddine estará en la madrileña Casa Árabe presentando esta novela. No es un thriller, sino la historia de Aaliya, una septuagenaria que vive sola y dedicada obsesivamente a la lectura y la traducción. Es un libro estupendo que, en lo que hace al soliloquio de Aaliya, puede recordar a Juanita Narboni, del tangerino Ángel Vázquez, y en lo relativo a la reseña literaria al Don Quijote cervantino.
Pero la historia de Aaliya transcurre en Beirut y, claro, buena parte de su trasfondo son los largos años de guerras civiles libanesas (1975-1990) y su tremenda resaca.
En realidad, no hay modo humano de escribir algo sobre Beirut que no sea novela negra.
“En el invierno de 1986, Beirut vivía una de sus numerosas fases dedicadas a despojarse de su humanidad y de sus seres humanos», recuerda Aaliya en La mujer de papel. «La guerra hacía estragos, las sectas se mataban entre sí, las milicias estrangulaban a la población, y mi madre estaba preocupada por una gata”.
Viví en Beirut aquel invierno de 1986 y un par de años más. Mi gente sabe que no me gusta hablar demasiado de ello. Pasé mucho miedo y fui muy feliz. Cada día era una aventura.