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El Constitucional y la vergüenza torera

El pasado domingo, tres colegas del Tribunal Constitucional –el «progresista» Manuel Aragón y los «conservadores» Ramón Rodríguez y Guillermo Jiménez- fueron a los toros en Sevilla. No querían perderse la última corrida de la Feria de Abril, la de los Miura.

Allí fueron fotografiados, fumándose un puro tan contentos en un burladero. Tres caballeros maduros y orondos, tres buenos aficionados a los toros, tres defensores inquebrantables de la sagrada unidad de la patria.

El día siguiente, lunes, la presidenta del Tribunal Constitucional, Maria Emilia Casas, denunció la «intolerable campaña de desprestigio» padecida por esa institución.

¿Se refería la señora Casas a la actitud de sus colegas sorprendidos en ferial compadreo en La Maestranza? Por que si no era a esto a lo que aludía, sus palabras resultan incomprensibles.

El Tribunal Constitucional se está desprestigiando aún más a sí mismo al no hacer lo que debería hacer si tuviera vergüenza torera: declararse incompetente en el asunto del Estatut de Cataluña y solicitar al Parlamento su urgente renovación.

Es un tribunal caducado en una tercera parte. ¿Imaginan ustedes la que se armaría si un Gobierno o un Parlamento siguieran gobernando o legislando sobre asuntos gravísimos dos años después de la expiración de sus mandatos?

Esta situación de provisionalidad en la que está el Constitucional apenas le permite eso que los franceses llaman «gérer les affaires courantes», esto es, tramitar asuntos de poco calado. Decidir en sus circunstancias sobre un tema de tanto alcance constitucional como es el Estatut resulta, como mínimo, pintoresco.

Y, además, ya lleva más de tres años dándole vueltas al caso. Sin que, dicho sea de paso, nadie perturbe sus reuniones. Es absurdo ese llamamiento rutinario, ese latiguillo de poco fuste que pide que se deje trabajar al Constitucional. Como si sus miembros no se citaran cuando quisiera, no hablaran en privado y en completa libertad y seguridad de lo que quisieran y no decidieran –o mejor dicho, dejaran de decidir- sobre lo que quisieran.

Me sorprende que juristas a los que se suponen tan altos vuelos ignoren la máxima elemental de que una justicia que no es rápida no puede ser llamada justicia. ¿Cómo podrían anular ahora un Estatut que, amén de haber sido aprobado por los Parlamentos de Cataluña y España y por el pueblo catalán en referéndum, ya lleva más de tres años funcionando, sin, por lo demás, haber provocado el menor problema? Porque, francamente, yo no he visto que España se haya roto en este trienio largo.

No sé si este tribunal es legal y legítimo. Puede que sí. Lo que no tiene, en cualquier caso, es «auctoritas», esto es, ese prestigio moral que se deriva de un comportamiento irreprochable.

En cuanto al tema de fondo, la constitucionalidad del Estatut, resultaría llamativo que estos magistrados discreparan de los criterios de los Parlamentos de Cataluña y España, donde se sientan numerosos juristas y que son asesorados por numerosos juristas. O quizá no sería tan sorprendente: es probable que los conservadores del Constitucional y su amigo Aragón se atengan a la letra de la Carta Magna, cuando los Parlamentos de Cataluña y España tuvieron más bien presente su espíritu.

Aferrarse a la letra, cual fundamentalista musulmán a las suratas del Corán, es un modo abominable de convertir nuestra Constitución en una cárcel para el desarrollo de las libertades y los derechos en España, en vez de en una ventana abierta para ese desarrollo. Por ejemplo, ¿por qué el Estatut no puede emplear el término «nación» al referirse a la Cataluña cuando la Constitución habla de «nacionalidad»?

Cuánta razón tiene Joan Saura cuando recordaba ayer en El País lo explosivo que sería que un TC semejante declarara que el marco para la inserción de Cataluña en la España democrática deseado por la mayoría de los catalanes no es constitucional.

Entretanto, señores Aragón, Rodríguez y Jiménez, los miuras bien, ¿no?

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