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Faltan ideas, sobra partidismo


Hace un año yo criticaba a Zapatero por negarse a pronunciar la palabra «crisis»… y eso no me convertía en un militante, simpatizante o votante del PP. A lo largo del otoño y el invierno pasados seguí reprochándole una reacción insuficientemente enérgica y socialdemócrata ante la gravedad de la situación… y eso seguía sin convertirme en uno del PP.


Ahora lamento que algunos sean tan reacios a aceptar la idea de que lo peor de la crisis podría ir quedando atrás –y en consecuencia, a asumir el espíritu y las medidas que se precisan para fortalecer y ampliar los llamados «brotes verdes»-… y eso no me convierte en un agente del PSOE. Si pienso que estamos en el ecuador -no digo al final, digo en la mitad- de la crisis es en función tan sólo de mis modestos conocimientos de economía, mis propias vivencias y mis conversaciones con gente. Y, por supuesto, puedo estar equivocado.


Pero hoy no quiero hablar de cuanto falta o deja de faltar para el final de la crisis, quiero hablar de otra cosa. Y es que en España se ha instalado una lectura sañudamente partidista de las posiciones adoptadas por cualquier ciudadano. Es una de las consecuencias del excesivo peso de los partidos en nuestro sistema democrático y de la debilidad de las organizaciones y los movimientos cívicos, sociales, sindicales. Aún más, esa visión se ha convertido con el paso de los años, y el ascenso de la crispación y polarización, en estrictamente bipartidista: cualquier cosa que diga uno tiene que servir al PSOE o al PP.

Aquí sobra partidismo (esto es, politiquería y electoralismo) y falta auténtico debate político e ideológico. Resulta casi imposible que uno se defina como progresista sin que se le atribuya de inmediato una vinculación al PSOE. Aunque nunca haya sido militante de ese partido, aunque no siempre le haya votado, aunque discrepe de muchas de sus políticas pasadas o presentes, aunque tan sólo le guste un tercio de la composición del actual Gobierno, aunque piense –y diga en voz alta- que Zapatero no corresponde plenamente a sus expectativas… Y supongo que lo mismo pasará en el campo conservador.


En mi caso, nunca he tenido el menor problema en proclamarme progresista (o, si lo prefieren, de izquierdas o rojo). Desde mi primera juventud antifranquista hasta hoy han pasado bastantes lustros y en ese período me he ido construyendo mi propio cocktail de ideas progresistas: unas libertarias, otras socialdemócratas, algunas europeístas e internacionalistas, republicanas las de más allá, no pocas ecologistas… Francamente, no pretendo que nadie comparta al 100% un cocktail tan absolutamente personal… y tan alejado de la ortodoxia de este o aquel partido.


Pero en la España actual cuando uno, a partir de su propio juicio y en ejercicio de su libertad de expresión, dice tal o cual cosa sobre política o economía no tarda en ser señalado por un dedo inquisidor: «Ah, claro, es que éste es del PSOE… o del PP». Semejante actitud me parece un síntoma manifiesto de pobreza intelectual. Porque no se discute –y eventualmente se rebate- la idea; se la estigmatiza al acusarla, sentenciarla y condenarla de golpe como partidista.

Encasillar sumariamente al otro consume, sin duda, menos materia gris que escuchar lo que tiene que decir y comentarlo, corregirlo, ampliarlo, mejorarlo o, si es menester, refutarlo argumentadamente. En fin, debe ser aquello de que cree el ladrón que todos son de su condición.

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