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Sí, Estados Unidos puede preferir a Obama

 

Estados Unidos parece estar a punto de darnos la gran noticia que deseamos todos sus amigos en el exterior: la de que sigue siendo un país con capacidad para abandonar un camino erróneo y emprender otro completamente distinto, un país donde siempre es posible un nuevo comienzo.

En los últimos ocho años, casi todo lo que ha procedido de allí ha sido horrible: los atentados del 11-S, la guerra de Irak, Guantánamo, Abu Ghraib, el huracán Katrina, la matanza en la universidad Virginia Tech, las hipotecas basura, el desplome del sistema financiero… Nacido con la vocación de proyectar luz en el mundo, Estados Unidos se estaba convirtiendo en un lugar sombrío. Y sus dirigentes, una alucinante combinación de arrogancia, belicismo, ultraliberalismo económico, integrismo moral, estupidez personal e incompetencia profesional, habían pasado al imaginario colectivo global como una amenaza para la libertad y la seguridad de todos y cada uno de nosotros.

Desde que, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, Estados Unidos emergió como un gran protagonista de la escena mundial, jamás su prestigio político y moral había estado tan por los suelos en todas partes como bajo la presidencia de George W. Bush. Estados Unidos se había convertido en una fuente de problemas, no de soluciones; en un factor de caos, no de estabilidad; en un campeón de la guerra, no de la paz; en un generador de miseria, no de riqueza. El sueño americano se había transformado en la pesadilla americana.


Muchos, sin embargo, pensábamos que del seno de Estados Unidos emergería el movimiento autocrítico que pusiera fin a este dislate. Las elecciones legislativas del otoño de 2006, con la victoria de los demócratas frente a los republicanos, enviaron la primera señal de que no estábamos equivocados. El Estados Unidos de Jefferson, Lincoln, Roosevelt, Kennedy, Martin Luther King, Bill Clinton y tantos otros grandes políticos, empresarios, escritores, cineastas, músicos e inventores progresistas no estaba muerto, tan sólo aletargado por el miedo y el patrioterismo, las armas de envenenamiento mental masivo utilizadas por Bush tras el 11-S.


Y luego llegó Obama. Era luz después de la oscuridad, optimismo después del miedo, cultura después de la brutalidad, diálogo después del monólogo… Parecía demasiado perfecto para poder ganar. ¿Serían capaces los norteamericanos de votar a alguien que era negro, aunque no iba de resentido; que se había opuesto a la guerra de Irak; que deseaba establecer en su país algún tipo de asistencia sanitaria pública y universal; que apreciaba a los europeos y quería colaborar con ellos; que proponía la diplomacia y no las bombas para embrollos como el de Irán; que pensaba subir los impuestos a los ricos para instaurar un mínimo de justicia social…?


Cuando la candidatura de Obama empezó a cuajar, cuando vimos que millones de estadounidenses se unían a la bandera del cambio y se entusiasmaban con el Yes, we can, cuando el senador de Illinois lograba derrotar a la mismísima Hillary Clinton, cuando tantos norteamericanos a los que adoramos, desde Paul Auster a George Clooney, pasando por Toni Morrison, se sumaban a su causa, entonces, vimos que no nos habíamos equivocado, que Estados Unidos sigue siendo mucho Estados Unidos.

Obama ha hecho una campaña técnicamente impecable, la mejor que he visto jamás. Pero muy por encima de eso está el hecho de que nos ha reconciliado con el Estados Unidos que nos gusta. Si el próximo martes, la mayoría de sus compatriotas le vota, como dicen las encuestas, un gran país habrá resucitado de entre los muertos. Sí, ellos pueden.

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