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El Marruecos español / Reportaje para El País Semanal

El Marruecos español

 

JAVIER VALENZUELA, El País Semanal, 3 agosto 2003

Entre el café de París y el hotel Minzah, en el meollo del Tánger colonial, sigue abierta la pastelería La Española. Como en los tiempos en que allí iba a surtirse Juanita Narboni, el prodigioso personaje literario de Ángel Vázquez, el rótulo está escrito en castellano, el local presenta un aspecto atildado y sus dulces son vistosos, suculentos y demasiado azucarados. Desprende La Española una elegancia antigua, provinciana y remilgada que sigue siendo muy del gusto de los marroquíes, y que fue muy del gusto de los miles de españoles que vivieron en Tánger entre los años veinte y sesenta del pasado siglo. Así que resulta fácil comprender por qué a la neurótica, la cursi, la perversa Juanita Narboni le gustaba tanto esta pastelería. En uno de los momentos de ese largo soliloquio que constituye la novela La vida perra de Juanita Narboni, la protagonista dice con su incomparable estilo: «Iré a La Española y te traeré unos bizcochitos de plantilla, mañana si Dios quiere, te lo prometo, lo bueno».

Hay muchos lugares en los que Tánger transmite una intensa y casi mágica impresión de tiempo detenido. Tanto en la ciudad colonial como en los tradicionales zocos morunos, numerosos cafés, bares, restaurantes y pensiones ostentan los letreros en castellano de hace medio siglo, un claro testimonio de cuáles eran las actividades a las que se dedicaban sus residentes españoles en los tiempos en que ésta era una ciudad cosmopolita, con tres religiones levantando iglesias, mezquitas y sinagogas, además de nueve potencias protectoras, infinidad de consulados y legaciones, tres servicios de Correos y cuatro divisas. También conservan los nombres que les dieron sus fundadores españoles algunas pastelerías y peluquerías, pero las últimas, como el Salon de Coiffure Pepita, con su toque pretendidamente parisiense. En cambio, y éste es otro signo del reparto de tareas durante la época internacional, las viejas farmacias -y también las nuevas- están en francés.

Hoy como ayer, el castellano compite muy dignamente con el francés y, en menor medida, con el inglés por el papel de lingua franca de Tánger. Por ejemplo, Mohamed Chukri cuenta que, hace muchos años, él le dictó en la lengua de Cervantes su primera novela al norteamericano Paul Bowles, y lo cuenta, faltaría más, en fluido castellano. Chukri había redactado El pan desnudo en su árabe particular, y Bowles la transcribía en inglés, pero los dos empleaban el español para entenderse y trabajar.

En Rostros, amores, maldiciones, su última obra, Chukri escribe: «Tenía un amigo que opinaba que aquel que no supiese soñar su vida debía venir a Tánger». Es un consejo excelente. Décadas después del fin de su periodo cosmopolita, en un Marruecos que no acaba de emerger hacia la democracia, el desarrollo económico y la justicia social, en un mundo donde suenan tambores de yihad y de cruzada frente a una España que envía legionarios a un islote poblado por cabras, Tánger, incluso muy venida a menos, mantiene el milagro de hacer soñar que allí es posible una nueva vida. Todavía es un polo magnético, un sitio especial, un lugar donde pasan cosas muy raras: cosas buenas y cosas malas. Tánger es blanca, hermosa y abierta, y también sucia, canalla y misteriosa. Uno puede abandonarla flotando en las nubes o hundido en la más profunda miseria: no hay término medio. Y nadie cuenta Tánger tan bien como ese gran bebedor y desvergonzado narrador que es Chukri.

Una vez, Chukri, que ahora está combatiendo con estoicismo una grave enfermedad, me regaló un llavero de metal con el rostro de Abdelkrim, el caudillo rifeño que aplastó a las tropas coloniales españolas en Annual, en julio de 1921. «Un gran tipo», me dijo. «Sí», apostilló, «un tipo que fue la pesadilla de los españoles en la época de mis abuelos y del que pocos se acuerdan ahora en España».

Pero qué desmemoriada es la España de hoy! Cuando enseñé en Madrid el llavero regalado por Chukri no faltó quien me preguntara si ese personaje enturbantado y barbudo era Bin Laden. Es patético lo poco que sabe la mayoría de los españoles de esos tiempos no tan remotos en que su país, tras librar una larga y sangrienta guerra con los rifeños de Abdelkrim, ejerció el protectorado de la zona septentrional de Marruecos y compartió con otras potencias occidentales la tutela de Tánger como ciudad internacional. En cambio, qué fascinante resulta viajar por el norte de Marruecos y comprobar que el tiempo y la incuria de los Gobiernos que desde entonces se han sucedido en Madrid y Rabat no han logrado aún desvanecer todas las huellas de esa presencia española, ni en los paisajes urbanos, ni en el habla y las costumbres, ni en el corazón de las gentes. Y qué enternecedor es el que tantos marroquíes guarden un recuerdo positivo de aquella presencia. En esto, como en tantas otras cosas, la relación entre los dos países ribereños del Estrecho se asemeja a la de un amor – el que tienen por España muchos vecinos de Tánger, Arcila, Larache, Alcazarquivir, Tetuán o Xauen – no correspondido.

Pongamos otro ejemplo: la cineasta Farida Benlyazid habla un excelente castellano, tiene muchos amigos españoles, viaja con frecuencia a España y – lo afirma ella, con esa voz y esa mirada de ingenuidad infantiles tan suyas – quiere a España. En este verano de 2003, Farida prepara desde Tánger su próximo salto al otro lado del Estrecho -a San Sebastián, donde formará parte del jurado del festival de cine- y sigue trabajando en el proyecto de llevar a la gran pantalla La vida perra de Juanita Narboni. «Ya no vamos a poder rodar este año», dice, «pero acabamos de conseguir el apoyo marroquí e, Insh’Alá, si Dios quiere, lo haremos en la próxima primavera».

Juanita Narboni, el personaje entre imaginario y autobiográfico de Ángel Vázquez, no ha llegado a morir nunca por completo. En los últimos cinco lustros, el texto que cuenta la vida de esta española solterona de Tánger ha sido una obra de culto. En cuanto a Ángel Vázquez, fue un formidable escritor de pocas obras y un individuo tan neurótico como Juanita Narboni. Nacido en 1929 en el Tánger internacional y fallecido en una pensión de Madrid en 1980, Ángel Vázquez era un ser tímido, acomplejado, triste, homosexual, alcohólico y de poca vida social y literaria.

Ahora, Farida Benlyazid quiere sacar del coma la obra maestra de este escritor español de Tánger tan poco conocido. En su versión, la ciudad norteafricana, de la que Juanita Narboni dice que es «como una caracola que va recogiendo los peores ruidos del mundo», es tan protagonista como la clienta de la pastelería La Española. Es el Tánger de entre los cuarenta y setenta del pasado siglo, el periodo de su fascinante cenit y su rápida decadencia.

Sobre esto reflexiono en el restaurante El Dorado, bajo la reproducción contemporánea de un cartel propagandístico de los años treinta del siglo XX que presenta una deliciosa imagen de Tetuán pintada por Mariano Bertuchi y el lema «Protectorado de la República Española en Marruecos». En El Dorado – donde el plato del día es cuscús los viernes y paella los domingos, toda una exhibición de ecumenismo – hablo en castellano, como casi en todas partes. Uno puede pasarse días en Tánger no hablando otro idioma, y, de hecho, su dominio es un buen instrumento para diferenciar a los marroquíes de pura cepa tangerina de los recién llegados desde regiones más meridionales del país. Muchos tangerinos lo hablan desde niños, como herencia de la presencia colonial española; otros, por los estudios que han efectuado en la Universidad de Granada o en otras españolas; los más, y sobre todo los jóvenes, gracias a la televisión. Públicos o privados, los canales españoles se ven en Tánger y en todo el norte de Marruecos sin mayores problemas, y constituyen un factor decisivo en que la lengua de Cervantes se haya conservado en el antiguo Protectorado.

También hay españoles que se siguen considerando tangerinos, hijos exiliados de una ciudad en la que vieron la primera luz o pasaron sus mejores años. Los escritores Sanz de Soto, Haro Tecglen y Ramón Buenaventura son de esa tribu perdida. Como también lo es Shlomo Ben Ami, judío tangerino e hispanista, que fue embajador en Madrid y ministro laborista del Estado de Israel. Y en Tánger escribió Juan Goytisolo su Reivindicación del conde don Julián, obra en la que levantó el estandarte del denostado don Julián de los romances, el noble que, en el año 711, ayudó a una coalición de árabes y bereberes a cruzar el Estrecho y ganar buena parte de la península Ibérica para el islam.

Gibraltar o Yebel Tarik, en el lado europeo, y Yebel Musa, en el africano, son las dos columnas de Hércules que delimitan el Estrecho. «Estamos quizá ante el cruce de caminos más trascendental de la historia, porque en él, precisamente, se juntan Europa y África, el Mediterráneo y el Atlántico», escribe Alfonso de la Serna en su Al sur de Tarifa. «Es», prosigue el diplomático, «el lugar del mundo donde se han encontrado, en grado superlativo, el Oriente y el Occidente, el Norte y el Sur, no ya como simples puntos cardinales, sino como categorías históricas, políticas, culturales y económicas». Está muy bien dicho. Separados en el estrecho de Gibraltar por apenas 14 kilómetros de distancia, España y Marruecos son dos países tan diferentes en la actualidad como emparentados desde siempre.

Para los españoles de hoy, el viaje por el antiguo Protectorado es aún más alucinante que lo fue para los soldados que, en los años veinte del siglo pasado, lo conquistaron a sangre y fuego. Las diferencias entre ambos países – sobre todo desde la plena incorporación de España al mundo democrático europeo – son más abismales que lo eran hace ocho décadas. En su Del Rif al Yebala, Lorenzo Silva recoge ese estupor ante las vivas, laberínticas y abigarradas medinas medievales; los coloristas mercados de sabrosas frutas y verduras; los cafés donde los hombres se entregan al flemático ritual del té con hierbabuena y los restaurantes donde la mugre esconde bocados exquisitos; la persistencia de los viejos caftanes y chilabas; la supervivencia de los burros como vehículos de carga o transporte; el peso de la religión en la vida cotidiana; la conservación tenaz de costumbres y tradiciones como el regateo comercial, la ley de la hospitalidad, la libertad dada a los niños y el respeto debido a los ancianos. También subraya Lorenzo Silva «la belleza de las moras» con las que se cruza, unas con la cabeza cubierta y otras descubierta, unas con chilabas y otras con pantalones o faldas ajustadísimos; mujeres de piel clara y ojos oscuros, tan hermosas como fuertes.

En ese viaje por las dos regiones que formaron el Protectorado, Yelaba al oeste y Rif al este, el viajero español encuentra muchísimos vestigios de su país. Unos son debidos a sus compatriotas judíos y musulmanes que fueron expulsados de la península Ibérica por la intransigencia católica e implantaron en el Magreb lo andalusí como canon de belleza y refinamiento en la arquitectura, la decoración, la artesanía, la comida y la música. Ellos, los exiliados de Al Andalus, fueron los que fundaron o engrandecieron localidades como Tetuán y Xauen, que formarían parte del Protectorado español, o Fez, que quedaría en el lado francés. Y esto es lo que hace que el recorrido por mezquitas, museos, palacios, jardines, barrios y viviendas marroquíes suponga en muchas ocasiones un viaje en el tiempo, hasta aquella época en que Toledo, Zaragoza, Valencia, Sevilla, Córdoba y Granada eran así.

Otros vestigios proceden directamente de la época del Protectorado: fueron erigidos por bisabuelos, abuelos y hasta padres de los españoles de hoy día. Son la plaza de toros de Tánger y su Gran Teatro Cervantes, de arquitectura modernista y que sigue cayéndose a pedazos, pese a toda la palabrería oficial sobre su rehabilitación; los cafés Central y Fuentes, en el tangerino Zoco Chico, ocupados en sus mejores tiempos por dos clientelas rivales: franquistas y republicanos; la circular plaza de España de Larache, que, junto a sus blancas fachadas hispano-moriscas y sus enhiestas palmeras, mantiene ese nombre; los rótulos, en árabe y castellano, de muchas calles del viejo Larache y el cementerio español de esa localidad, donde terminó siendo enterrado el escritor francés Jean Genet; el hotel Parador de Xauen; las catedrales católicas de Tetuán y Tánger… Y también decenas de colegios, institutos y hospitales, todavía llevados en muchos casos por españoles: monjas, curas o funcionarios del Gobierno.

El estado de ese patrimonio es desigual. En el caso del Mercado Central de Larache, la Junta de Andalucía y el Departamento de Cooperación dependiente del Gobierno central han hecho un buen trabajo de rehabilitación. La Junta de Andalucía parece estar tomándose en serio lo que ocurre al sur de su territorio, y ha firmado con Marruecos un programa de desarrollo transfronterizo para cooperar en la promoción del norte del país magrebí; una zona, según Manuel Chaves, «de interés estratégico para Andalucía por múltiples razones, entre ellas los fuertes vínculos culturales e idiomáticos». En cambio, en el caso del Gran Teatro Cervantes, propiedad del Estado español, el abandono es insultante. En medio, entre el Mercado Central de Larache y el Gran Teatro Cervantes, predomina el tente mientras cobro.

Por múltiples razones, que incluían su francofilia y su rencor hacia los insumisos rifeños, Hassan II despreció el norte de su país durante su largo reinado. Ello produjo el efecto de reforzar en las regiones del Rif y el Yebala el buen recuerdo de la presencia española. «Los españoles no eran arrogantes como los franceses; eran casi tan pobres como nosotros y se mezclaban con los marroquíes», dice Chukri. El autor de El pan desnudo recuerda que, excepto unos cuantos funcionarios y profesionales acomodados, la población española de Tánger estaba constituida por albañiles, zapateros, fontaneros, taberneros, maestros, propietarios de pensiones baratas, pequeños comerciantes y prostitutas. «La mayoría de las putas de Tánger», dice Chukri, que conoció a muchas, «eran españolas. Cobraban menos que las francesas y estaban a nuestro alcance».

En general, Marruecos vive con mayor intensidad y cariño que España la larga historia que comparten ambos países. En el país magrebí hay mucha gente que se apellida Pérez, Vargas, Venegas, Páez, Núñez o Torres. Son los descendientes de los cientos de miles de musulmanes andalusíes que se refugiaron al sur del Estrecho cuando la presión inquisitorial se hizo insoportable en la península Ibérica, o cuando, como en el caso de los moriscos a comienzos del siglo XVII, fueron expulsados sin ambages. Esta gente es el legado humano de los ocho siglos en que ambas riberas del Estrecho pertenecieron a una única civilización: la arábigo-musulmana.

Pero a partir de la toma de Granada, en 1492, la correlación de fuerzas se invirtió definitivamente a favor del norte europeo y cristiano. Las empresas africanas de los Reyes Católicos y sus sucesores sembraron el Magreb de posiciones militares españolas, una situación de la que son herederas Ceuta y Melilla. Más tarde, ya en el siglo XIX, se produjo la primera intervención militar de la España contemporánea en Marruecos: la guerra de África de 1859-1860, reinando la castiza Isabel II, presidiendo el Gobierno el general O’Donnell y liderando la vanguardia expedicionaria el general Prim. Aquella campaña produjo la conquista y breve ocupación de Tetuán, y la también breve conversión en iglesia de su mezquita principal. De ello nos quedan testimonios literarios como el Diario de un testigo de la guerra de África, de Pedro Antonio de Alarcón, y sobre todo el episodio nacional Aita Tettauen, de Benito Pérez Galdós. Uno de los personajes secundarios de esta última novela, el viejo Ansúrez, hace unas reflexiones que hoy encontrarían pocos oídos amistosos en España. «El moro y el español», dice Ansúrez, «son más hermanos de lo que parece. Quiten un poco de religión, quiten otro poco de lengua, y el parentesco y aire de familia saltan a los ojos. ¿Qué es el moro más que un español mahometano? ¿Y cuántos españoles vemos que son moros con disfraz de cristianos? En lo del celo por las mujeres y en tenerlas al por mayor, allí se van unos con otros; que aquí el que más y el que menos no se contenta con la suya y corre tras la del vecino».

La expedición colonial de 1859-1860 fue tan sólo el preludio del Protectorado, en el que España se embarcaría por intereses económicos – las minas del Rif y la pesca en el Atlántico – e invocando una «misión civilizadora». En 1912 se firmó el tratado internacional que repartía el alicaído Reino de Marruecos: la zona septentrional, el Rif y el Yebala, quedaba para España, con la excepción de Tánger, convertida en ciudad internacional; las zonas centrales y meridionales, el Marruecos fértil de Fez, Mequinez, Rabat, Casablanca y Marraquech, para Francia. El colonialismo español era de segunda mano, motivado esencialmente por el deseo británico de que Francia no se hiciera con todo Marruecos, y no resultó fácil de imponer. Los indómitos rifeños le opusieron una feroz resistencia liderados por Abdelkrim, que hablaba castellano, había sido en Melilla redactor de El Telegrama del Rif y funcionario de la Oficina de Asuntos Indígenas, y mantenía una relación de amor y odio con España.

Veinte mil soldados españoles murieron, resultaron heridos o fueron capturados en los áridos y ardientes barrancos rifeños, en el llamado desastre de Annual, en julio de 1921. Sobre aquella derrota de un ejército supuestamente moderno frente a unos guerrilleros con chilabas y viejos fusiles ha publicado Lorenzo Silva una excelente novela, El nombre de los nuestros, que entronca con otras dos escritas en la época: La forja de un rebelde, de Arturo Barea, e Imán, de Ramón J. Sender. Uno y otro bando exhibieron una crueldad extrema, y así lo explica Lorenzo Silva: «Como los rifeños, los españoles eran orgullosos e indisciplinados, pero sabían soportar la adversidad, y contra ella eran capaces de un sacrificio ingente. Puede que aquella guerra fuera tan terrible y larga precisamente por eso. Porque cruzamos el Estrecho, y en aquellos montes como los de Almería, en aquellos llanos como los de Ciudad Real y sobre aquellos matorrales que huelen como los de Málaga nos enfrentamos a nosotros mismos».

España necesitó cinco años, el uso de armas químicas, el desembarco en Alhucemas y la ayuda del ejército francés para terminar con la República del Rif fundada por Abdelkrim. La paz duraría en el Protectorado desde 1927 hasta la independencia de Marruecos, en 1956, aunque en medio el general Franco utilizaría el territorio norteafricano como base de partida de su rebelión contra la II República, y allí reclutaría entre 60.000 y 90.000 mercenarios. ¿Por qué se alistaron tantos marroquíes del Protectorado en las filas golpistas? En parte a la fuerza y sobre todo por hambre, señala María Rosa de Madariaga en su Los moros que trajo Franco. Tras la brutal campaña para aplastar a los rifeños y tras años de sequía y magras cosechas, aquella gente se apuntaba a la cruzada por «dos meses de paga anticipada, cuatro kilos de azúcar, una lata de aceite y panes diarios según el número de hijos».

Ésta es la historia muy presente al sur de Gibraltar. Y que los marroquíes cuentan en castellano. En Nueva Revista, Lola Infante cifró en 2001 en «tres o cuatro millones» el número de hispanohablantes en Marruecos. Y señaló que además hay más de 1.500 hispanismos en el habla diaria marroquí, en árabe dialectal o en bereber.


Existe incluso una literatura y un periodismo marroquíes escritos directamente en castellano. En la orilla del río Lucus, en Larache, vive Mohamed Sibari, cuya última obra es un libro de cuentos costumbristas llamado Pinchitos y divorcios. Y en Rabat trabajan periodistas procedentes del norte -Said Jedidi, que también publica ficción en español, es uno de los más veteranos – que llevan la edición en español del diario oficialista Le Matin o los programas en esa lengua de la radio y la televisión públicas marroquíes. Said Jedidi es de Tetuán o Aita Tettauen (Los Ojos del Manantial), una ciudad andaluza, o, si lo prefieren, andalusí. Desde su nacimiento, hace siete siglos, Tetuán ha conocido presencia española: la de los moriscos expulsados del reino de Granada, la de las tropas ocupantes del general Prim de 1860 y, a partir de 1913, la de los militares y funcionarios del Protectorado, que aquí estableció su capital.


De la andalusí Tetuán es también el pintor Ben Yessef, afincado en Sevilla desde hace lustros y que tiene su estudio en la calle Mesón del Moro. Y también el periodista Ali Lmrabet, condenado a tres años de cárcel por practicar la libertad de prensa, y cuya huelga de hambre tuvo una amplia cobertura en los medios de comunicación españoles. Lmrabet, que vivía y trabajaba en Rabat antes de ser encarcelado, no escribe en castellano, pero lo habla con total fluidez. Y en esta lengua contó un día su tristeza ante el hecho de que Tetuán se haya convertido «en un inmenso hangar que alberga a todos los que desean irse del país, una ciudad llena de aspirantes a la travesía». Sí, ahora por razones económicas, España continúa siendo un imán para los marroquíes, y lo suyo sería que Marruecos lo fuera, por razones culturales, para los españoles. Allí palpita buena parte de nuestra historia.


 

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