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¿Somos europeos los turcos? / Reportaje en Estambul y Anatolia / Turquía / EP(S)

EL PAIS SEMANAL
19 de Enero de 2003

¿Somos europeos los turcos?

Por JAVIER VALENZUELA

En 1826 el sultán Mahmud II prohibió que los varones turcos se cubrieran la cabeza con un turbante. Hijo de Aimée, una francesa que había sido secuestrada en el Mediterráneo por corsarios al servicio de la Sublime Puerta y entregada al harén del sultán Abdulhamid, Mahmud II era un reformista. Hablaba francés, comía platos franceses, compraba a precios disparatados lujosos muebles franceses y admiraba a los filósofos ilustrados franceses. Tras fracasar en sus intentos de conquistar Viena en 1529 y 1683, el decadente imperio otomano afrontaba grandes dificultades para oponerse al empuje expansionista de las potencias europeas. Influenciado por una madre que adoraba, Mahmud II decidió que la Sublime Puerta debía ponerse al día y comenzó por abolir el tradicional turbante y establecer la obligatoriedad del fez, el sombrero de fieltro rojo en forma de cono truncado. Le parecía más moderno, más europeo.

Así que los varones turcos se tocaron con fez durante un siglo, hasta que en 1926 Mustafá Kemal Ataturk prohibió su uso. Tras perder la I Guerra Mundial, en la que se había alineado con Alemania, el imperio otomano estaba deshecho y el general Ataturk intentaba construir sobre sus despojos una nación turca que fuera moderna, europea. Para empezar, ilegalizó el fez y ordenó reemplazarlo por cualquier tipo de sombrero, gorro o boina empleado en Occidente. Luego decretó que las mujeres no podían cubrir sus cabellos con el velo islámico en las universidades, el Parlamento y, en general, los edificios propiedad de la recién nacida República de Turquía.

Como el invierno de Estambul es muy frío, la mayoría de sus habitantes masculinos se protege la cabeza con alguna prenda. Ninguno, eso sí, emplea el turbante proscrito por Mahmud II o el fez repudiado por Ataturk. En cuanto a las mujeres, las que llevan velo islámico, que aquí se llama «türban», son minoritarias en la antigua capital del imperio otomano, a excepción de los suburbios pobres donde se aglomeran los campesinos y pastores recién emigrados desde las estepas de Anatolia. Tanto por el legado de déspotas ilustrados como Mahmud II y Ataturk como por decisión propia, los vecinos de Estambul votan con sus tocados a favor de ser modernos, europeos.

«Los turcos sabemos que nuestro amor por Europa no es correspondido», dice Fatma Mansur Cosar en su apartamento de Taksim, donde ha invitado a tomar café al reportero de EPS. «En la época gloriosa del imperio otomano, el estereotipo europeo nos presentaba como ricos, crueles y lujuriosos; ahora solo nos considera pobres y bárbaros». Descendiente por parte de padre de generales otomanos y por parte de madre de judíos rusos de ideas socialistas; nacida en 1924 en la Palestina bajo mandato británico; educada en un colegio francés de Beirut; licenciada en la London School of Economics y doctorada en Ciencias Políticas en Harvard, Cosar ha sido catedrática durante décadas en la Universidad de Ankara y es autora de siete libros sobre la Turquía contemporánea. De cabello blanco, ojos azules, memoria prodigiosa y mente despierta, la catedrática sorbe delicadamente su café antes de confesar: «Yo creo que lo civilizado es el Mediterráneo y aquellas zonas que fueron romanizadas, y que todo el resto, incluidos la Europa septentrional y Estados Unidos, es más bien bárbaro».

Cosar es una gran dama de la sociedad intelectual de Estambul, un baluarte de un cosmopolitismo que la milenaria ciudad se resiste a perder. En su salón no se habla este invierno de otra cosa que de Europa. En su cumbre de Copenhague la Unión Europea (UE) acaba de aplazar hasta el 2005 el comienzo de las negociaciones para una eventual incorporación de Turquía. Cosar no está muy segura de cómo terminará la cosa, pero, entretanto, encuentra muy positivo el proceso. «La perspectiva europea», dice, «nos obliga a hacer reformas. Ya ha sido abolida la pena de muerte, se ha iniciado una campaña contra las torturas, se ha instaurado la independencia del banco central y se han dado algunos pasos para permitir el uso de la lengua kurda en escuelas y medios de comunicación. Son pasos beneficiosos». De hecho, explica, lo mejor de la historia turca de los dos últimos siglos –el reformismo de sultanes como Mahmud II y el republicanismo de Ataturk- siempre ha tenido el mismo origen: «La constatación de nuestra debilidad y la voluntad de superarla importando los progresos de Europa».

Según Cosar, la Turquía actual es débil y eso explica un apoyo tan masivo –tres cuartas partes de los 70 millones de turcos quieren entrar en la UE- al sueño europeista. «Por mi parte», explica, «la principal razón por la que deseo la entrada en el club es para escapar a nuestra condición de colonia norteamericana. Como miembro de la OTAN, Turquía fue el jenízaro de Estados Unidos en la guerra fría contra la Unión Soviética y ahora puede volver a serlo en la absurda guerra que los norteamericanos han decidido librar contra Irak». Lo paradójico, le subraya el periodista, es que EE UU presiona a la UE para que incorpore a Turquía en pago por su fidelidad a la OTAN; algunos europeos miran con sospecha la candidatura turca, precisamente, por el padrinazgo estadounidense. «No hay razones para preocuparse», responde la catedrática. «Turquía no será un caballo de Troya de EE UU en Europa. Aquí no amamos a los norteamericanos».

Tras unos días de nevadas y vientos siberianos, el sol luce hoy sobre Estambul y penetra a raudales en el estudio de Orhan Pamuk, también en el barrio de Taksim. El escritor acaba de regresar de un viaje a Nueva York y tiene necesidad de emborracharse con la impresionante vista de Estambul que disfruta desde el balcón de su estudio. El balcón da directamente a la cúpula y los dos alminares de la vieja mezquita de Cihangir, moteados de blanco por los restos de nieve y tras la que se despliega el Bósforo, el estrecho que separa Europa de Asia. A la derecha queda el casco histórico de esta ciudad llamada Constantinopla, Bizancio y Estambul, con el palacio de Topkapi, Santa Sofía, la Mezquita Azul, el Gran Bazar y el Cuerno de Oro; a la izquierda, los nuevos barrios de los ricos y los pobres; enfrente, Asia y unas lejanas montañas coronadas de blanco. En las aguas del Bósforo hormiguean buques de todos los tamaños y nacionalidades.

«¿Somos los turcos europeos?», se pregunta Pamuk. Y responde sin pausa: «En parte sí y en parte no. Nuestra identidad siempre ha estado marcada tanto por Oriente, de cuyas estepas asiáticas comenzamos a huir en el siglo XI, como por Occidente, hacia donde siempre hemos caminado. Recuerde que el imperio otomano tenía un pie en Oriente Próximo y otro en la Europa oriental, en Grecia y los Balcanes, en un territorio en el que hay más de diez países europeos». Autor de «El libro negro» y «La vida nueva», Pamuk es uno de los mejores escritores vivos del planeta. Tiene 50 años, es alto y con un rostro infantil comido por una densa cabellera entrecana y unas anticuadas gafotas, y remata muchos de sus comentarios con una carcajada, como disculpándose de su inteligencia y profundidad.

«No es la religión, el dilema entre laicismo e islamismo, lo que hoy divide a los turcos», explica. «En este país la principal fractura interior es la muy injusta distribución de la riqueza. Aquí hay una minoría escandalosamente rica y una mayoría pobre o muy pobre. Los ricos, al igual que el Estado republicano fundado por Ataturk, son claramente prooccidentales, pero incluso los pobres no quieren ser palestinos o egipcios, saben que no hay futuro en el Este. Los pobres saben cómo es Europa por los más de tres millones de inmigrantes que tenemos en Alemania y sueñan con ser europeos. Por razones económicas, porque la renta per capita europea es diez veces superior a la turca, y por razones de dignidad. Nuestro Estado trata a la gente como animales y los turcos están hartos. Quieren un Estado eficaz, honesto y que les trate con dignidad».

Si se les da la oportunidad, los turcos «serán europeos entusiastas», cree Pamuk. «Aunque», añade, «comprendo que algunos europeos tengan miedo a incorporar en su seno a un país musulmán. Pero si se ve Europa como un club regido por la ilustración y los derechos humanos, entonces tengo que decir que no deberíamos tenerle miedo a ninguna religión. Lo que debe dar miedo no es la religión, sino el que la mayoría de la gente sea pobre. Con un nivel de vida como la media europea, los musulmanes turcos serían tan felices y pacíficos como los católicos españoles o los protestantes holandeses».

Solicitada oficialmente en 1987, la demanda de adhesión de Turquía a la UE está obligando a las dos partes a interrogarse sobre su identidad. Y si Turquía debe decidir qué desea conservar del Oriente de donde procede y qué desea asimilar del Occidente hacia el que camina, Europa comienza por preguntarse dónde terminan sus fronteras. Si Turquía se suma al club, ¿por qué no podrían hacerlo también Ucrania, Georgia, Rusia, Israel o Marruecos? Cierto es que el Estambul histórico y su región están físicamente en Europa; son la Tracia oriental. Pero el problema estriba en que esta zona solo representa el 3 por ciento de los 780.000 kilómetros cuadrados del territorio turco. Anatolia, la vasta meseta asiática, constituye el 97 por ciento restante. Aunque también puede argüirse que el territorio asiático de Turquía no es, en absoluto, ajeno a Europa. Anatolia, también llamada Asia Menor, fue uno de los pilares de la cultura griega clásica.

Es posible que, como dice Pamuk, las fronteras de Europa no deban definirse por criterios geográficos e históricos, sino por un conjunto de valores compartidos. Y aquí es donde Turquía aún está lejos de aprobar el examen. Desde que Ataturk terminara en 1923 con el imperio otomano, Turquía es una república tan beligerantemente laica y jacobina como medianamente democrática. Su sistema de partidos es imperfecto, la corrupción administrativa y la actuación de las mafias son alarmantes, las torturas son corrientes en comisarías y cuarteles, los sistemas públicos de educación y sanidad dejan mucho que desear y los kurdos, unos 15 millones de personas, están muy lejos de tener algo parecido a un estatuto de autonomía. En cuanto al Ejército de Ataturk, es el gendarme del sistema, y en menos de medio siglo ha protagonizado cuatro golpes de Estado: 1960, 1971, 1980 y 1997. En el último, que aquí llaman «golpe postmoderno», depusieron al Gobierno del Refah, el islamista Partido del Bienestar, que había ganado las elecciones.

Pero quizá la discusión sobre si los turcos son o no europeos sea bizantina; quizá lo importante es que los turcos quieren ser europeos. En decenas de conversaciones sostenidas en Estambul, Ankara y Konia, el reportero comprueba que los argumentos de Cosar y son compartidos por pobres y ricos, hombres y mujeres, laicos e islamistas, incluyendo entre los últimos a dirigentes y votantes del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), el vencedor en las legislativas del pasado noviembre. «Avrupa» (Europa) es la palabra más empleada en los diarios, las televisiones y las conversaciones. «Me siento europeo en un sentido español, es decir, un europeo distinto, de la periferia», declara Ercihan Memir, un joven empresario del textil que acaba de regresar de una gira por Granada y Málaga, donde visitó a más de cuarenta clientes. Memir, que conversa con el periodista en un hotel de Bakirkoy, al borde del mar del Mármara, cree que Estambul «está lista para entrar en la UE», pero no así grandes partes de Anatolia, «donde son precisas enormes inversiones en educación y creación de empleo». Lo malo, explica, es que el Ejército se lleva «más del 40 del presupuesto del Estado».

. «No queremos ser Oriente Próximo, queremos ser Europa», sentencia Ebru Civaoglu, una joven arquitecta que solo llamaría la atención en París o Nueva York por su belleza de pelo castaño, ojos verdes, piel clara y sólida complexión. Civaoglu hace cola frente al Alkázar Sinemasi, de la calle Istiklal, para ver «Konus Onunla» («Hable con ella»), la película de Almodóvar, que compite en las carteleras de Estambul con las últimas entregas de James Bond, Jackie Chan, «Harry Potter» y «El señor de los anillos». La entrada cuesta siete millones de liras turcas –en este país de enloquecida inflación crónica todo el mundo es millonario-, o sea, el equivalente a unos cuatro euros y medio.

La calle Istiklal, que termina en la plaza de Taskim, es el corazón comercial de los barrios de Pera y Gálata, donde en la época otomana vivían griegos, armenios, judíos, italianos y franceses. Los viernes y sábados por la noche los muchos bares de copas de la zona rebosan de una juventud de ambos sexos que por su aspecto físico, vestimentas, gustos musicales, consumo de alcohol y cigarrillos y pasión por los teléfonos móviles es tan europea como la española. Y cualquier día, en horarios comerciales, Istiklal es un bazar en el que se suceden galerías de arte contemporáneo, salones de té, los centros culturales francés y español, puestos de «doner kebap» de cordero y pollo, tiendas de las marcas internacionales de ropa de moda y de lencería femenina, vendedores de lotería con premios cifrados en billones de liras y puestos de música donde «Aserejé» alterna con los temas de Tarkan, las seductoras Nez y Sezen y otras estrellas del pop turco.

Erdogan Kahyaoglu es el gerente de «Literatür», la última aportación a las muchas buenas librerías del barrio. En sus estanterías cohabitan el «No logo» de Naomi Kleen y lo último de Paul Auster, Michael Ondaatje y John Grisham con «Kar» (Nieve) de Orhan Pamuk y «Aldatmak» (Traición), la novela de Ahmez Altan que ha levantado todo un tabú en Turquía al contar la historia de una adúltera. La librería cuenta con cuatro plantas abiertas al público y en la quinta, la de las oficinas, parapetado tras un ordenador portátil, está Kahyaoglu. Cuenta que nació hace medio siglo en Yugoslavia, donde había emigrado su padre, carpintero de profesión, y que siempre ha sentido «más próximo a Grecia y los Balcanes que a Arabia Saudí e Irán».

«Es obvio», dice Kahyaoglu, «que Turquía aún necesita más tiempo para estar preparada para su entrada en Europa. Pero lo importante no es esto, lo importante es la dirección hacia la que caminamos: hacia el Oeste. Y esa dirección es irreversible. Lo que Europa debería comenzar a hacer», concluye el librero, «es ver el lado positivo de la incorporación de Turquía: la aportación de una población joven, dinámica y ambiciosa».

dinamismo, el tirar siempre hacia delante, y la poca importancia acordada al pasado».

Y parlanchina, con muchas ganas de contarse. La cafetería de la facultad de Económicas de Estambul, al lado de la mezquita de Soleimán, es como el interior de un frigorífico en esta mañana invernal. La calefacción no funciona –las Universidades públicas andan escasas de fondos, a diferencia de las privadas, las que se pagan directamente en dólares- y los estudiantes toman té y fuman sin quitarse gorros, bufandas, abrigos y guantes. El reportero conversa con un grupo de chicos y chicas de veinte y veintiún años, sentados en una mesa, bajo unos carteles de propaganda izquierdista con retratos de Ataturk y el Che Guevara. «Nosotros conocemos bien Europa; en las escuelas se nos enseña quiénes fueron Cervantes, Shakespeare, Moliere y Goethe y de mayores nos aficionamos a Almodóvar y Michel Houellebeq, pero los europeos no saben nada de nosotros», protesta Alpay Ayain, un chaval alto con coleta y barba negras, enfundado en un abrigo de cuero. Ayain cuenta que pasó en Italia las últimas vacaciones de verano –»tuve que hacer cola durante cinco días y presentar cantidad de papeles para obtener el visado»- y que allí gastó mucha saliva en explicar que los turcos no son árabes.

Su condiscípula Evrim Cosicun, una chica de piel blanca y pelo rojo que viajó una vez a Amsterdam, se muestra más comprensiva con los europeos y, en particular, con sus reticencias sobre Turquía. «Nunca nos van a aceptar», dice, «si seguimos teniendo una tasa de crecimiento demográfico tan alta, un desempleo tan feroz y una distribución de la riqueza tan brutal, porque en Estambul hay médicos que ganan cien mil euros al año y en Anatolia campesinos que ganan quinientos euros al año».

En la cercana facultad de Ciencias Políticas tampoco se ve una sola mujer con el velo islámico, proscrito en la Universidad desde tiempos de Ataturk. A Belgin Ozturk, una circasiana de veinte años, pelo rubio y piel rosada, nacida en el seno de una familia de comerciantes conservadores, esta prohibición le parece antidemocrática. «Yo llevaría velo si me dejaran, soy musulmana practicante y me siento desnuda con la cabeza descubierta. ¿Se imagina usted a una estudiante expulsada de una universidad norteamericana porque lleva una cadena con una cruz o una estrella de David?» En cambio, a su amiga Ozden Uras, de la misma edad, hija de unos profesores republicanos del centro de Anatolia, de pelo negro teñido con henna y ojos azules, le parece bien que el «türban» esté proscrito. «Ésta», dice, «es una República laica».

Las posiciones de Ozturk y Uras convergen, sin embargo, al reivindicar la igualdad de la mujer establecida por Ataturk. «Las turcas», dice con orgullo Ozturk, «tenemos derecho de voto desde 1934, antes que en muchos países europeos, y somos mayores de edad a los dieciocho años». ¿Salen y se casan con los chicos que ellas quieren? «Por supuesto», afirma Uras. Y tras una pausa matiza: «Al menos en las ciudades». ¿Pueden las mujeres presentar solicitudes de divorcio? «¡Claro!», contesta Ozturk, escandalizada por la estupidez de la pregunta. «Y tomar anticonceptivos, abortar, trabajar en cualquier empleo o ser diputada. ¡Si hasta tuvimos una jefa de Gobierno (Tansu Ciller)!»

Konia está a 660 kilómetros de Estambul, pero eso no es lo más significativo. Esta ciudad, situada en el corazón de la asiática Anatolia y de setecientos mil habitantes, pertenece a otro mundo. Rodeada por una aridez esteparia cubierta de blanco, que atraviesan de cuando en cuando rebaños de ovejas y en cuyas profundidades aúllan los lobos; soportando, a doce grados bajo cero, una intensa nevada, Konya, fea, grandota, de bloques baratos de apartamentos, parece pariente de la chechena Grozny. En relación a la calle Istiklal, de Estambul, el paisaje humano ha cambiado por completo, se ha hecho oriental. En el bazar la mayoría de las mujeres llevan el velo islámico y no pocos hombres lucen bigotes o barbas. Los rostros son más oscuros, más campesinos; las ropas, más modestas y anticuadas; los coches, más viejos y destartalados; los móviles, rarísimos; los productos de las tiendas, más primarios, menos lujosos.

Hoy es el día que Konya celebra el aniversario de la muerte de su vecino más ilustre, el poeta y místico sufí Jalaledim Rumi, también llamado Mevlana, que aquí vivió y abrió escuela en el siglo XIII. Al lado del bazar está la mezquita de hermosa cúpula acanalada con azulejos color turquesa que guarda los restos de Mevlana. Ante estos restos, depositados en un sarcófago cubierto con terciopelo bordado en oro y rematado por dos turbantes, desfilan hoy miles de turcos de Anatolia, con los zapatos en las bolsas de plástico que les han sido entregadas a la entrada. Las mujeres, con los cabellos cubiertos con pañuelos multicolores y pantalones bombachos, son las más fervorosas. Se recogen ante el sarcófago de Mevlana hasta que los vigilantes les obligan a moverse, para dejar paso a otros fieles; luego se arremolinan en torno a una vitrina que protege un cofre de marfil con pelos de la barba de Mahoma; muchas tocan el cristal con la punta de los dedos; las más osadas le estampan un beso. Cientos de velas iluminan el interior de la mezquita y suena una música de flauta de caña de gran espiritualidad.

La mezquita, que la República laica de Ataturk ha rebautizado como Museo Mevlana, es antigua, simple y hermosa. Rezuma autenticidad; la autenticidad de este viejo, heterodoxo, tolerante y en muchas ocasiones perseguido islam sufi, que rinde culto a los poetas y abre sus puertas a los extranjeros; en las antípodas del islam seco, airado, iconoclasta y radicalmente monoteísta de Bin Laden y otros fundamentalistas. Una y otra vez, en decenas de las lenguas del planeta, se lee en este lugar la clásica cita de Mevlana: «!Ven! No importa lo que seas. Puedes ser un infiel, un pecador o un idólatra. ¡Ven! Nuestra casa no es la de la desesperación. Aunque rompas tu promesa cientos de veces, puedes volver a venir».

Horas después, en la gélida noche de Konya, miles de personas se congregan en el Pabellón Deportivo Ataturk para la sagrada ceremonia que culmina la celebración del aniversario de la muerte de Mevlana: el baile de los derviches giróvavos. «Venid, venid como sois», insiste, en turco y en inglés, la presentadora, con el cabello negro descubierto y un traje chaqueta gris con la falda a la altura de la rodilla. Y salen a la cancha los derviches, con sus sombreros de lana en forma de cono truncado y sus hábitos blanquísimos, y comienzan a girar como los planetas y las estrellas y la velada se llena de una magia que el reportero no sabría describir.

Al término de la ceremonia, la realidad regresa en forma de unos flamantes autobuses Mercedes que esperan a parte del público. Lucen las siglas del AKP, el partido que gobierna Turquía, y fotos de su líder, Tayip Erdogan. Y es que Konya no solo es el santuario del centenario islam sufí, sino también la cuna del contemporáneo islamismo político turco. Aquí triunfó en los años noventa el Refah que pronto sería proscrito por los militares, y aquí surgió su heredero, el AKP.

Con el 34% de los votos en las legislativas del pasado noviembre, el AKP obtuvo mayoría absoluta en el Parlamento. Sabiéndose vigilado muy de cerca por el Ejército de Ataturk, el AKP ha comenzado a gobernar de modo moderado, con astucia y cautela en sus dirigentes y disciplina y paciencia en sus militantes. Se ha olvidado de los aspectos más controvertidos de su programa, y, por ejemplo, no insiste en reivindicar el derecho a que las mujeres puedan llevar el cabello cubierto en la Universidad, el Parlamento y los edificios gubernamentales. «La legalización del velo islámico», afirma Erdogan, «no es una de las prioridades del Gobierno; lo es, en cambio, la incorporación a la UE».
Un hombre de treinta años, prematuramente calvo y con una corta perilla, farmacéutico de profesión y vestido con traje chaqueta es el portavoz del AKP en Konya, «No pretendemos imponer nuestra fe a los otros turcos», dice Mehmet Ozilham, «lo único que deseamos es aplicar nuestros valores morales y religiosos -la honradez, la protección de la familia y la atención a los más débiles- a la gestión política». Ozilham añade entonces la idea que Erdogan repite ante sus interlocutores occidentales: «Somos como los democristianos europeos». ¿Qué opina el AKP del general Ataturk, que, considerando que el islam era la causa de la decadencia turca, abolió el califato y los tribunales religiosos, cambió el calendario lunar musulmán por el solar gregoriano, reemplazó la escritura árabe por la latina, trasladó la fiesta semanal desde el viernes al domingo y prohibió la poligamia, el sombrero fez y el uso del velo femenino en los edificios oficiales? «Nosotros», contesta diplomáticamente Ozilham, «admiramos el republicanismo de Ataturk; el resto es una cuestión entre él y su Creador».

Orhan Pamuk ni se cree ni se deja de creer los buenos propósitos del AKP. «Son fundamentalistas, pero practican muy bien el arte de la «taquía» o disimulo. Van, como todos los políticos, donde están los votos. Y los votos en Turquía no están hoy a favor de la implantación de una república islámica como la iraní, sino a favor de la integración en Europa». Esta vez, la carcajada con la que el escritor culmina su declaración encuentra eco en los graznidos de las gaviotas que juguetean en torno a los alminares de la mezquita de Cihangir. Fatma Mansur Cosar tiene una visión semejante. «Hay que reconocer», dice, «que el AKP fue el único partido que se presentó a las últimas elecciones con un programa reflexionado y coherente. Pero no llegan ni al 10 por ciento los turcos que quieren de verdad un régimen islámico intransigente. El islam tradicional turco, nacido de los derviches alevis, es sincrético, ilustrado, tolerante y nada misógino, y eso explica el que judíos, católicos, ortodoxos y armenios pudieran vivir durante siglos bajo dominio otomano. Ahora la mayoría de nuestro pueblo, y pienso en la gente de Anatolia, lo que quiere es más salud, más educación y más honestidad política, y casi el 80 por ciento cree que todo eso puede llegar con la entrada en Europa».

Estambul cuenta con un mínimo de doce millones de almas. Es una metrópolis que se desparrama durante kilómetros y kilómetros a ambas orillas, la europea y la asiática, del Bósforo, y a la que cada día llegan miles de nuevos inmigrantes procedentes de Anatolia. Murat Ulusoy, de 30 años, su esposa rusa Handan, de 32, y sus dos hijas viven en el barrio de Günesli, a treinta kilómetros de Santa Sofía. Son las 16.45 horas de un domingo, el sol se acuesta a toda velocidad y la llamada del almuédano a la oración parece el único signo de vida en esta zona de bloques colmena sin ascensor, calles embarradas, escaso o nulo alumbrado público y poquísimos coches aparcados o en circulación. Como los Ulusoy, las familias pasan el último tramo de este invernal fin de semana viendo la televisión. Todo el mundo ha dejado los zapatos en las puertas de sus viviendas, porque los turcos mantienen la costumbre de descalzarse en el hogar.

Hace siete años Murat Olosoy conoció a Handan, que entonces se llamaba Marina, en la ciudad rusa de Rostov, en el norte del Cáucaso, donde él trabajaba como albañil emigrado y ella, natural del lugar, como profesora de inglés. A los nueve meses de noviazgo se casaron –ella, que nunca fue una persona religiosa, tuvo que adoptar el islam y cambiar su nombre- y se trasladaron a Estambul. Ahora Murat trabaja como repartidor de una editorial y Handan da clases de inglés en una escuela pública. Entre los dos ganan unos cuatrocientos euros al mes, de los que cien se les van en el alquiler del piso. «Y somos afortunados», dice Handan, «porque la mayoría de las familias de Günesli tienen que apañárselas con unos doscientos euros al mes».

Las dos niñas Ulusoy acuden a una escuela pública gratuita –el Estado turco garantiza en teoría ocho años de educación primaria y secundaria-, pero la mayor, que tiene anginas, espera desde hace cinco meses para ser operada en un hospital público. En Turquía la asistencia médica no es universal, aunque los trabajadores en nómina, como Murat, están afiliados a una especie de Seguridad Social que ofrece ambulatorios y hospitales espantosos y listas de espera eternas. «Los médicos de la Seguridad Social», cuenta Handan, «nos dicen que podríamos operar ya a nuestra hija si fuéramos a sus clínicas privadas y pagáramos en dólares o en euros». Por lo demás, los Ulusoy viven diariamente aterrorizados ante la idea de que Murat caiga enfermo o sea despedido. En Turquía no hay pensiones de enfermedad, invalidez o desempleo, y la de jubilación solo se cobra si se ha trabajado un mínimo de treinta años.

De cabello encanecido prematuramente, Murat se declara creyente y poco practicante, de los que siguen el Ramadán y rezan de vez en cuando. Nunca se le ha ocurrido pedirle a su esposa que se cubra el cabello. «Esa», dice, «es una decisión suya». En las últimas elecciones, Murat votó al AKP, «harto de la ineficacia y la corrupción de los Gobiernos anteriores» y pensando que los islamistas van a ser «más honestos, menos ladrones, porque temen a Dios». A Murat le influyó mucho el buen trabajo realizado por Erdogan al frente de la alcaldía de Estambul. Si el AKP fuera un hada madrina y Murat pudiera formularle tres deseos, éstos serían: «Que cree un verdadero sistema de salud pública, que establezca un seguro de desempleo y que desarrolle Anatolia para terminar con la permanente emigración a Estambul».

Cuando el reportero, que ha sido obsequiado con mucho té y abundantes pastelitos, sale del piso de los Ulusoy y recupera sus zapatos en el descansillo, se da cuenta de que no le ha hecho al repartidor la pregunta que lleva días formulando a todos sus interlocutores turcos. ¿Se considera europeo este votante del AKP? Murat mira a los ojos de su esposa rusa y encuentra allí una respuesta: «Sí» ¿Por qué? Esta vez la contestación tarda más en llegar y Murat la encuentra solo, en su cerebro, su alma o su corazón. «Por elección», dice. Tal vez sea ésta el alma de Turquía: la permanente elección de un pueblo nómada de proseguir su camino hacia el Oeste.

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