Categorías
articulos

Argelia tras el vendaval / Reportaje para El País Semanal

Argelia tras el vendaval

 

JAVIER VALENZUELA, Argel

EL PAÍS SEMANAL, 15 diciembre 2002

 

Tras una década larga de exilio en París, Cheb Mami ha regresado a su país natal y está rehabilitando en Argel una vieja villa morisca. En su jardín, tomando café bajo una palmera, mientras decenas, cientos de golondrinas alborotan alrededor en este atardecer de un día de otoño -«trae buena suerte que las golondrinas vivan en tu casa»-, la estrella de la música rai deja caer esta sentencia: «Lo peor ha pasado».

Sí, lo peor ha pasado. Lo prueba el que las barbas masculinas y los velos femeninos sean ahora mucho menos abundantes en las calles de Argelia que unos pocos años atrás. Lo prueba el que laicos e integristas comiencen a aprender a tolerarse. Lo prueba el que pueda deambularse por Argel u Orán con mayor seguridad que en Johanesburgo o Caracas, y el que jóvenes y adultos salgan de nuevo a bailar. Y lo prueba la libertad con la que se expresa la prensa escrita. Tras un vendaval atroz, un vendaval de crisis política y socioeconómica en los años ochenta y de la más sucia y feroz guerra civil en los noventa, Argelia comienza a respirar de nuevo, recupera la esperanza.

Es cierto que la guerrilla islamista continúa matando en zonas montañosas del país y que el Ejército no termina de acabar con los restos del Grupo Islámico Armado (GIA) y del Grupo Salafista para la Predicación y el Combate (GSPC), por falta, según un alto responsable de sus servicios de inteligencia, de ese material sofisticado prometido por norteamericanos y europeos. También es verdad que las reformas deseadas por el presidente Abdelaziz Buteflika parecen atascarse frente a la ingente cantidad de problemas, que se agudiza la protesta bereber de la Kabilia, que el desempleo es enorme y la mayoría de la gente vive en la estrechez, que persiste eso que los argelinos llaman la nomenklatura o la Mafia, un magma que define a los militares y altos cargos del viejo Frente de Liberación Nacional (FLN) convertidos en millonarios por sus papeles al frente de las empresas públicas y los negocios del Estado, y que se alzan voces para pedir un golpe militar. Todo esto es cierto, pero para aquel que haya conocido Argelia a finales de los ochenta y a lo largo de los noventa lo de ahora es casi milagroso. Incipiente y frágil, pero milagroso.

La impresión de milagro comienza con la primera escena de mi estancia en la superpoblada Argel. En la terraza del hotel Al Jazair, el antiguo Saint Georges, perfumada por el jazmín, se reúnen en torno a una mesa una docena de mujeres; unas cubren sus cabellos con velos, otras no; unas van vestidas a la occidental, otras con hábitos musulmanes. Debaten sobre los problemas de medio ambiente de Argelia. ¿Sobre medio ambiente? Sí, responden de modo casi coral, imponiéndose al murmullo de las fuentes.

Debaten, explican, sobre la contaminación que arroja sobre Annaba la fábrica metalúrgica de Asmidal, sobre cómo salvar especies en peligro como el ciervo de Berbería, sobre cómo relanzar una agricultura que en su etapa más soviética el régimen del FLN sacrificó en aras del petróleo, el gas y la industria pesada, sobre cómo limpiar las playas de la mucha basura, sobre cómo rehabilitar un patrimonio histórico también desdeñado por el FLN desde la independencia… En una mesa cercana degusta un té a la menta el filósofo francés André Glucksmann, que participa en Argel en un cónclave internacional sobre el terrorismo islamista.

Quizá sea esta terraza del Al Jazair un mero oasis, pero vale la pena detenerse en él y pregunto por qué en este coloquio sobre medio ambiente que se celebra en el hotel sólo participan mujeres, exclusivamente profesionales femeninas de la ingeniería, la medicina, la economía, la cultura, la animación social y la Administración pública. «Porque las mujeres han sido las más valientes durante nuestra guerra y ahora son las más valientes para afrontar la posguerra», responde Fatiha Benanoum, una pelirroja con gafas y delgada en un traje de chaqueta occidental. «Porque las mujeres somos siempre las más interesadas en la cultura de la paz», añade Fatiha Larinouna, que cubre su cabello con un pañuelo amarillo, y su cuerpo, desde el cuello hasta los tobillos, con una especie de gabardina.

Las mujeres han sido las grandes víctimas de la guerra civil argelina, que, tras matar a unas 100.000 personas, parece dar sus últimas boqueadas. Y no sólo en el sentido genérico de que las mujeres, los niños y los ancianos son las principales víctimas de todas las guerras. No, en este caso es que los integristas iban a por ellas, a por cualquier mujer que no se plegara al papel callado y sumiso que estos malos lectores del Corán quieren atribuirle. Por ejemplo, Maissa Bey, que no lleva el hiyab o velo islámico ni nunca lo ha llevado, que se maquilla y fuma en público y nunca ha dejado de hacerlo.

Bey, que participa en el coloquio sobre medio ambiente, es una mujer madura, de pelo corto y un hermoso rostro mediterráneo. Reside cerca de Orán; es escritora, con dos novelas publicadas en Francia, y lleva años amenazada de muerte por los islamistas. «Cuando todo empezó», dice, «nos quedamos petrificadas, no sabíamos qué estaba ocurriendo. Luego vino el grito, el intento de alertar a los otros, pero pocos nos escucharon. Y al fin llegó el sobresalto vital, el periodo en el que estamos ahora. Mucha gente se dijo: ‘No podemos seguir viviendo así, estamos autodestruyéndonos’. Y empezó a salir de nuevo a la calle, a restaurantes, a lugares de baile, a las playas. Y los chicos y las chicas volvieron a ir juntos y cogerse de las manos. Lo que ha pasado en Argelia», concluye Bey, «no ha sido una guerra civil, ha sido una guerra contra los civiles».

Oscila Argelia entre la extrema melancolía y la extrema embriaguez, como si viviera impulsada por esa popular y dulcísima canción de cuna bereber llamada Amina. El ascenso a la presidencia de la República, en abril de 1999, de Buteflika marcó el comienzo del fin de la guerra civil. Buteflika propuso la «concordia civil» y esbozó una transición hacia la democracia para la que muchos de sus colaboradores buscan pistas en el modelo español.

La economía, tan soviética en los primeros cinco lustros del FLN, ya había comenzado a liberalizarse, con apertura a los productos comerciales y las inversiones del extranjero y algunas privatizaciones. Buteflika comenzó bien y la historia dio el 11 de Septiembre un giro a favor de Argelia, cuando Estados Unidos sintió en carne propia el azote que el país magrebí llevaba tiempo padeciendo. Apestada en los noventa, Argelia comenzó su regreso a la escena internacional de la mano de Washington. Por último, las elecciones legislativas del mayo de 2002, ganadas por el renovado FLN de Alí Benflis, fueron limpias, según los observadores internacionales, y situaron la fuerza de los partidos islamistas legales y moderados en un 20% del electorado.

Las cosas, sin embargo, están lejos de ser de color de rosa en otoño de 2002. La participación electoral apenas alcanza el 50%, en un signo claro de poco entusiasmo por la política, y los periódicos traen casi a diario noticias de matanzas en zonas como Tenés, y cifran en 1.300 el número de muertos por el terrorismo islamista en los 10 primeros meses del año.

En la muy empinada calle de Franklin Roosevelt, frente al palacio del Pueblo, se manifiesta en este segundo día de mi viaje argelino un amplio grupo de mujeres con atuendo islámico que exhiben fotos de barbudos. Son algunos de los 7.000 desaparecidos durante la feroz represión militar del no menos feroz alzamiento islamista. Pero salvo esta protesta, pacífica y vigilada calmosamente por la policía, la normalidad reina en el centro, en la calle Didouche-Mourad, en el bulevar Pasteur, en la plaza de la Grande Poste.

La pelirroja Jalida Toumi es la voz y el rostro de la nueva Argelia. Ministra de Cultura y Comunicación y portavoz del Gobierno, la independiente Toumi afirma que la guerra ha terminado -«el pueblo argelino es demasiado mediterráneo para aceptar el modelo de vida de los talibanes», sentencia – y que la transición democrática está en marcha. Lo dice desde la autoridad de ser una de las pioneras del feminismo y el movimiento por los derechos humanos en Argelia, y una de las mujeres que en los noventa más combatieron a los islamistas sin por ello arrojarse en brazos de los militares.

Almorzando una fritura de pescado en el restaurante Le Bardo, Toumi cita al poeta francés René Char para augurar el futuro de su país: «Nuestra herencia no ha sido precedida de ningún testamento». Y se explica: «En la Francia de Char nadie había previsto ni Vichy ni la Resistencia, del mismo modo que en la Argelia actual nadie había previsto el alzamiento islamista y la resistencia civil espontánea que se le enfrentó. Así que no tenemos ningún guión escrito, todo está por hacer y todo es posible». Amenazada de muerte por los islamistas ilegales y denostada en los diarios islamistas moderados como Chourouk y El Biled, Toumi es también criticada en otros periódicos por sus ex compañeros de la oposición democrática. Le reprochan que trabaje ahora con convicción en el proyecto de Buteflika, que incluye la integración de los integristas que tengan las manos limpias de sangre. «Además de hidrocarburos, lo que este país tiene en abundancia es libertad de expresión», dice la ministra. «Desde que Buteflika está en la presidencia ni un solo diario ha sido cerrado y ni un solo periodista ha sido detenido. Toleramos incluso a esa parte de la prensa que incita al golpe militar con titulares como: ‘Mi general, actúe».

A Toumi le parece normal la fiebre infantil de la prensa argelina, que confunde información con opinión y noticias con rumores. «Es algo», reflexiona, «por lo que tenemos que pasar hasta que se impongan criterios profesionales. Pero yo, que he vivido décadas de partido único con el antiguo FLN, creo soñar de felicidad todas las mañanas cuando me desayuno leyendo en nuestros diarios ataques furibundos contra la ministra portavoz del Gobierno».

De momento, los islamistas han perdido la segunda batalla de Argel. Se nota en el restaurante Sultán Ibrahim, donde, en la noche del jueves, hombres y mujeres de todas las edades riegan mariscos y pescados con cervezas Tango y botellas de whisky o vino blanco. Hay música en directo y la pista se llena cuando la cantante interpreta un alegre tema de Salim L’Ahlali, un judío de Bel Abés, cuyo estribillo reza: «Lígala, viejito, lígala. Trabajarás para ella y ella para ti. Ahí, aquí, ahí mejor que aquí». Con los brazos caracoleando y las caderas serpenteando, ellos y ellas se entregan a la sensualidad de la música y la picardía de la letra. Escenas semejantes se producen esa noche en otros locales donde acude la llamada juventud tchi-tchi, los jóvenes empresarios de la liberalización y los hijos de la nomenklatura o la Mafia. Discotecas como Zoom, Les Mille et Une Nuits o Le Pachá, donde los varones van con gorras de béisbol, y las hembras, con escotes, ombligos al aire y prendas ceñidísimas.

El reverso de la medalla se encuentra en Bentalha, un pueblo destartalado y polvoriento de la periferia de Argel. En la noche del 27 de septiembre de 1997 fueron allí asesinados, a tiros, puñaladas y hachazos, 400 vecinos sobre un total de 8.000. Mucho se discute aún en Argelia sobre los autores de la matanza. ¿Fue el GIA, como afirman las autoridades? ¿Fueron escuadrones de la muerte vinculados al Ejército, como sospechan algunos? Es el famoso ¿Qui tue qui, quién mata a quién?, que caracterizó la guerra civil argelina y hoy sigue atormentando la conciencia del país.

De los supervivientes de Bentalha, niños y mujeres que presenciaron la matanza de 1997 y perdieron padres y esposos, se ocupa Mostefa Jiali, un pediatra delgado y vivaracho, y su organización no gubernamental Forem. La organización de Jiali, que obtiene sus magros fondos de la Unión Europea, Kuwait y los Emiratos Árabes Unidos, tiene un centro de atención a las víctimas en las afueras del pueblo, con un competente equipo de médicos y psicólogos. Allí reciben cuidados decenas de chavales. Sus problemas son: mutismo, retraso escolar, agresividad y tendencias a la toxicomanía, la delincuencia, la prostitución. Jiali no hace la menor distinción entre hijos de islamistas abatidos por policías o soldados e hijos de personas abatidas por los islamistas. «Los niños», dice, » nunca son culpables de los actos de sus padres».

La guerra ha dejado en Argelia más de 200.000 huérfanos y un millón de niños traumatizados, según datos oficiales. Así que el centro de Forem en Bentalha es, como dice el pediatra, «una gota de agua en un desierto de dolor». Pero donde antes había sacos terreros y blindados listos para disparar, hay ahora niños que sonríen, que vuelven a sonreír. Y aulas, sala de ortofonía para los chavales que perdieron la palabra tras la masacre, una pequeña clínica construida con fondos europeos, un cibercafé y hasta un joven dromedario que se ha convertido en la mascota de los pequeños.

En presencia de la psicóloga Suhila Zemirline, converso con varias mujeres que perdieron maridos o hijos en septiembre de 1997. Tienen aspecto modesto, llevan caftanes tradicionales y cubren sus cabellos con velos. «La noche comenzó con aullidos de chacal», recuerda Jadiya, cuyo marido, un bebedor que ya había sido amenazado por los islamistas, murió degollado. «No sabemos quiénes eran, ni por qué lo hicieron; pero no, no eran buenos musulmanes; los musulmanes no hacen eso», dice la señora Tual, que perdió un hijo. «No quiero seguir viviendo aquí, pero ¿dónde puedo ir? En ninguna parte hay trabajo», añade Nasera Tuya, que resultó herida de arma blanca. «Aquí no puedo dormir», prosigue, «incluso de día cualquier ruido de petardos, cualquier corte de electricidad me vuelve loca. Esto, lo de Argelia, no es como lo de Palestina. Es casi peor. Nosotros no sabemos quién es el enemigo. Los enemigos son gente nuestra».

Al abandonar Bentalha, escoltado por policías armados hasta los dientes,me detengo en el cementerio que tuvo que ser improvisado al borde de la carretera, en septiembre de 1997, para dar sepultura a las 400 víctimas de la carnicería. El día es gris y sucio, como es gris y sucio el color de los corderos que pastan no lejos del cementerio y como es gris y sucio el ánimo de cualquiera que visite Bentalha.

Tras arrancar la independencia de Francia, el FLN impuso en Argelia un modelo de partido único, economía soviética, industrialización forzosa e ideología tercermundista. En 1988, ese modelo, que había desenraizado el país de su base agrícola y su tolerante islam magrebí, estalló en pedazos cuando la juventud argelina, harta de ineficacia, paro y corrupción, salió a la calle, rompió todo lo que encontró a su paso y sólo fue aplastada por el despliegue de los tanques. El entonces presidente, Chadli Benyedid, inició un proceso de apertura política y económica, pero los islamistas del FIS ganaron las legislativas de 1991. Con el apoyo económico saudí, la colaboración de predicadores wahabíes y de los Hermanos Musulmanes egipcios, la experiencia de muchos de sus cuadros en Afganistán y una activa política de asistencia social, el FIS se había hecho fuerte en numerosos barrios y pueblos de Argelia. El resultado fue que el Ejército depuso a Benyedid, anuló las elecciones, se hizo cargo directamente del poder, el FIS pasó a ser el GIA y comenzó la guerra civil.

¿Qué fue de los tres millones de argelinos que votaron al FIS en 1991? Quizá la mayoría de ellos se alejaron de esa opción política al ver cómo acabó la cosa, el nivel de violencia salvaje que practicó el GIA. El islamismo, no obstante, sigue siendo un componente importante de la vida de este país magrebí. En Bab el Ued, un barrio popular de Argel, se ven aún bastantes hombres con barba a lo afgano, kamis o chilaba blanca o gris y gorrito en la coronilla, y cabe reconocer que seguir luciendo esta especie de uniforme implica cierto coraje. Pero en esta mañana del viernes, festividad religiosa musulmana y día no laborable en Argelia, esos islamistas, sus compañeras veladas, los chicos con prendas del Real Madrid y el Barcelona FC y las chicas con ropas ajustadas cohabitan sin tensiones aparentes en el barrio.

En las fachadas de Bab el Ued, blancas, con ventanas y persianas azules, inevitablemente decrépitas desde la independencia, las antenas parabólicas crecen como una metástasis. Marruecos le gana ampliamente a Argelia en el número de teléfonos móviles por habitante, pero Argelia le gana a Marruecos en parabólicas, y esto no es fácil. Ver los canales franceses de televisión a través de satélite y con tarjetas pirateadas es la principal diversión de millones de argelinos.

También en Bab el Ued, donde el ambiente es el de cualquier barrio popular árabe: tiendas de ropa abiertas pese al carácter festivo de la jornada, algunas con lencería femenina de lo más sexy; venta de cigarrillos por unidades; cafetines mugrientos que sirven un té y un café excelentes; varones adultos que juegan en las aceras al dominó o las damas, y niños y adolescentes que libran partidos de fútbol a tiro de piedra del mar, soñando con su compatriota Zidane. Pero se acerca el mediodía, la hora de la plegaria, y es como si la atención del vitalista y zarrapastroso Bab el Ued, donde el agua sale de los grifos un día sí y otro no y donde comer carne es toda una fiesta, fuera concentrándose en torno a la mezquita El Sunna.

Aquí nació el FIS en los ochenta, de la mano de un joven y carismático predicador llamado Alí Benyach, un Savonarola musulmán en prisión desde hace años. Y aquí sigue viviendo su espíritu, bajo discreta vigilancia policial. En este viernes, que alterna las lloviznas con los claros soleados, la mezquita El Sunna se abarrota como en los mejores tiempos de Benyach, y muchos fieles deben quedarse fuera, con sus alfombrillas de oración desplegadas en un solar colmado de ladrillos rotos, botellas vacías de plástico y bolsas de basura destripadas por los gatos. Pero, a diferencia de Benyach, el imam de hoy no menciona la política y se limita a hablar del Ramadán, que no está el horno para bollos.

Al término de la plegaria, cuando la feligresía comienza a dispersarse, aparecen como por arte de birlibirloque inmensas cacerolas de cuscús en los alrededores de la mezquita. En torno a las cacerolas, posadas en el suelo, se arrodillan muchos fieles hambrientos, aunque Hadj Slimane Bouyema no es de ellos. Él es un próspero comerciante de 60 años que ha peregrinado a La Meca, luce una barba afgana casi tan blanca como su chilaba y tiene en el centro de su oscura frente un callo evidente, una muestra de su piedad, el fruto de la gran cantidad de veces que ha inclinado su cabeza y tocado el suelo ante la grandeza de Alá. Bouyema no tiene reparo en conversar y contar que para él sólo hay un partido: el partido de Dios. Y a buen entendedor bastan pocas palabras. También emplea pocas, pero claras, Mohamed Mokrani, de gorrito blanco, barba entrecana y chaqueta caqui sobre la chilaba. Mokrani, profesor de inglés y usuario avanzado de Internet, afirma lacónicamente: «El islam es la síntesis de las religiones. La tesis es el judaísmo, la antítesis el cristianismo y la síntesis el islam. Y ahí está todo lo que el ser humano necesita».

Días después, un coronel de los servicios de inteligencia del Ejército, que pedirá permanecer en el anonimato, hará el siguiente análisis: «La guerra contra el terrorismo (expresión que en Argelia, como en Estados Unidos, significa ahora esencialmente el terrorismo islamista) no se puede resolver sólo por medios policiales y militares, ni aquí ni en el conjunto del planeta. Hacen falta profundas reformas políticas y socioeconómicas». El coronel confirmará lo evidente: una parte de la prensa argelina, la vinculada a un partido bereber de la Cabilia y a ex comunistas, pide al Ejército que deponga a Buteflika, asuma el poder y devuelva el combate contra los islamistas a su pasado nivel de brutalidad. «Pero el Ejército», afirmará con una sonrisa, «no escucha los cantos de sirenas de esos sectores que se dicen demócratas y que si hacemos lo que nos piden se exiliarán en París para denunciar la junta militar. El Ejército va a dejar que Buteflika termine su mandato y se vuelva a presentar en 2004 si lo desea. El Ejército apoya la política de concordia civil de Buteflika».

Argelia ha sufrido mucho en la guerra civil y, como les ocurre a los individuos, eso la ha humanizado más. Ahora hay menos arrogancia respecto al extranjero y más tolerancia respecto al compatriota. Exangües, casi todas sus facciones aceptan convivir, al menos temporalmente, las unas al lado de las otras. Lo malo es la situación económica, con un paro que, según reconoce el Gobierno, alcanza el 32%, un porcentaje que es muy superior, dado que las estadísticas oficiales no incluyen a las mujeres con estudios que deben quedarse en casa. Un dato más claro es que de los 30 millones de argelinos sólo cinco millones tienen empleo fijo, y de ellos, la mayoría en la desmesurada burocracia estatal o en empresas públicas. Argelia importa prácticamente todo lo que consume; crece a un ritmo del 3% anual, cuando necesitaría un 7% para enjugar el paro, y sólo parece sostenerse gracias a su gallina de los huevos de oro, el monocultivo del gas y el petróleo, que representa el 97% de sus exportaciones.

Brahim Hayas tiene 57 años; empezó en los negocios vendiendo cacahuetes por las calles en su Constantina natal, labró luego su fortuna con el textil en Mauritania, vive ahora entre Palma de Mallorca y Argel, y es el presidente del primer banco privado de negocios abierto en Argelia, la Union Bank, «una incubadora de empresas» lo llama él. Su modelo favorito es España, «que ha conseguido ser un país que funciona sin renunciar a su forma gozosa de vivir». Pero Hayas es consciente de que «la transición democrática es más fácil en un país que ya tenía una economía capitalista, como en la España de Franco, que en uno como Argelia, que vivía en el modelo soviético».En su despacho en Argel, Hayas es entrevistado por un equipo de la televisión argelina interesado en la importante línea de crédito que el banquero acaba de conseguir de un organismo oficial de Washington y que confirma la apuesta norteamericana por el futuro de este país magrebí. «Lo importante», dice a la televisión, «es terminar con ese espíritu pesimista y de autodestrucción tan argelino; en el extranjero empieza a haber más confianza en nuestro país que la que tenemos nosotros». De rostro oliváceo atravesado por un mostacho y pelo peinado hacia atrás, Hayas señala que el principal problema del inversor extranjero en Argelia es la arbitrariedad burocrática. «Aquí», dice, «se ha construido un laberinto sin plano; ni los propios dirigentes saben cómo funciona la Administración. Por eso este país no tiene porvenir sin un Estado de derecho».

En las calles estrechas, oscuras y grasientas de la antigua judería de Orán se respiran los olores y se viven las escenas de un zoco magrebí. Los vendedores ofrecen huevos, dátiles, frutos secos, plátanos, limones, pimientos, berenjenas, patatas, sémolas, aceitunas y otros productos de alimentación; los transeúntes circulan con trozos de carantica o pizza oranesa en las manos; los niños alborotan jugando al fútbol, y, en un cafetín improvisado en plena calle, con cartones para sentarse y mesitas bajas para depositar el té o el café, bajo una pintada que dice «FLN oui», una veintena de adultos recitan suras del Corán en memoria de un vecino que acaba de fallecer. El ambiente es relajado, la presencia policial escasa, la gente que habla o chapurrea el castellano abundante. Dominada por el viejo castillo español de Santa Cruz, Orán, que los islamistas llaman Sodoma y cuya música rai tildan de «coro del diablo», es la más liberal de las ciudades argelinas, la que mejor resistió la marea teocrática de los noventa.

Tal vez por eso se hace hoy aquí el mejor diario del país, el más equilibrado y el más vendido. Es Le Quotidien d’Oran, nacido en 1994, animado por una sociedad anónima en la que figuran industriales, profesionales y universitarios, ejecutado por una treintena de jóvenes periodistas y orientado por el principio editorial de la defensa de la Argelia democrática. Su redactor jefe es Azzedine Seyal, un hombre de gafas y bigote entrecano, de 42 años, casado y con dos hijos, que lleva poco tiempo en el periodismo. Economista de formación, Seyal trabajaba antes en una empresa de exportación de productos siderúrgicos a España y otros países. «Es la escritura la que me ha traído al periodismo», cuenta. «En los años más duros de la guerra empecé a escribir poesía, como un refugio frente a la muerte que me rodeaba por todas partes. Luego empecé a hacer crónicas de televisión para este diario, pasé pronto a escribir cosas de política y economía y no sé muy bien cómo terminaron reclutándome y haciéndome redactor jefe». Amenazado por los islamistas en una ciudad en la que fueron asesinados los periodistas Jamal Zaiter y Bajti Benauda, Seyal practica diversas medidas de seguridad, empezando por la de no informar a desconocidos de cuál es su oficio. Otra, adoptada por la totalidad del diario, es la de tener su sede en la calle Uld Tayeb, justo enfrente de la fortaleza color crema de la Policía de Orán.

En el séptimo día de mi estancia en Argelia, Farid Tualbi, director de Radio El Bahya, asegura: «Ahora podemos respirar, estamos pasando página, los integristas han perdido». Abierta en 1992 en el seno de la radio pública argelina, Radio El Bahya, en FM, es el equivalente a lo que fue Radio 3 en los comienzos de la transición democrática española. Pone música argelina -andalusí, chaabi, rai y rap-, y su espíritu es tan joven y alegre como el grupo de colaboradores que rodea a Tualbi, chavales y chavalas de veintipocos años como Naila, Yahida, Nabila, Cherida, Sofien, Lofti, Tarek, Inez…»Gracias a Dios estamos vivos», dice Tualbi, señalando el techo de su despacho. «Pero durante muchos años lo pasamos muy mal en esta emisora. En los noventa yo dormía en la radio, no tenía horarios fijas, iba por la calle mirando a todos lados, revisaba el coche a fondo antes de arrancarlo, cambiaba constantemente de números de teléfono… Recibía llamadas amenazándome de muerte a mí y a mi familia. Los integristas odiaban nuestra emisora. Lo que ellos decían al pueblo argelino era: ‘Quedaos en casa, no escuchéis música’. Y lo que nosotros le decíamos era: ‘Escuchad música, salid a la calle, divertíos, intentad ser felices’. Pero ganamos nosotros. Los argelinos no pueden vivir en una sociedad cerrada, sin posibilidades de expresarse, de divertirse; son demasiado mediterráneos, demasiado calientes».

Nacido hace 35 años en Saida, al lado de Orán, Cheb Mami, la estrella del rai, no puede sino estar de acuerdo con ese análisis. Mami define al rai como «una mezcla de música árabe, africana y española, que habla del amor y el alcohol en árabe dialectal y de un modo explícito». En los ochenta, recuerda, este género era mal visto por el régimen del FLN por la sinceridad de sus letras, que expresaban el profundo descontento de los jóvenes. «Yo empecé casi clandestino, sin posibilidad de sonar en la radio y televisión públicas, difundiendo mi música a través de casetes más o menos piratas». Pero Mami, como Jaled, conquistó pronto a la juventud argelina de su país y a la que vive en Francia. Y justo entonces llegó la hora del FIS y la persecución del rai se acentuó. «Los integristas», dice, «sabían que para romper un país hay que comenzar por su cultura, y por eso quisieron quitarnos el oxígeno de la música, el teatro, el cine y la literatura». Mami es optimista, y por eso ha vuelto a Argelia y se está haciendo una Alhambra en la villa morisca que está rehabilitando. «Argelia», afirma, «ha encontrado con Buteflika, como mínimo, al buen doctor. El doctor ha hecho un buen diagnóstico y ha prescrito un buen tratamiento, pero para que ese tratamiento haga efecto serán precisos varios años».

Alto, fuerte, vehemente, Dilem, el caricaturista más popular del país, discrepa por completo de Mami. En la última página del diario Liberté, Dilem, de 35 años, fustiga al presidente casi a diario. Es un ejercicio que sería imposible en Marruecos con la persona de Mohamed VI, y, sin embargo, Dilem asegura tajantemente que Argelia es «una dictadura». ¿Por qué? «Porque el pueblo argelino no ha tenido la oportunidad de escoger libremente a sus dirigentes desde 1962». ¿Cómo es posible entonces que él pueda satirizar al presidente? «Bueno», responde, «quizá la dictadura esté adoptando la forma de un despotismo ilustrado». Conversando con el caricaturista en la noche del noveno y último día de mi estancia en Argelia, constato que Dilem le tiene verdadera manía a Buteflika. «Ese señor», dice, «es un enfermo, debería hacerse tratar. Ha insultado a su pueblo al llamarle miserable, ha reivindicado a un partido como el FIS que causó decenas de miles de muertos, no nos ofrece otro futuro que ponernos en cola ante los consulados occidentales para pedir visados». Es ese el punto de vista de muchos argelinos que comienzan a exasperarse ante un poder al que no niegan buena voluntad, pero que no consigue sacarles de las miserias cotidianas.

Así es la Argelia de finales de 2002. Un país plural, apasionado y problemático; un país que, al mismo tiempo, debe superar una guerra civil, hacer una transición democrática y pasar de la economía soviética a la de mercado. Pero también un país con unas enormes ganas de dejar atrás el sombrío pasado y de conseguir un modo de vida en el que coexistan pacíficamente sus muy variadas sensibilidades; un país que se parece más a la diversidad y complejidad de España que a la Francia unitaria, centralista, cartesiana y jacobina que continúa sirviendo de modelo a sus élites. Un país que conoce en carne propia lo que es librar una guerra al integrismo. Y que quizá la ha ganado.

 

© Diario EL PAÍS S.L. – Miguel Yuste 40 – 28037 Madrid [España] – Tel. 91 337 8200
© Prisacom S.A. – Ribera del Sena, S/N – Edificio APOT – Madrid [España] – Tel. 91 353 7900

Esta web utiliza cookies propias y de terceros para su correcto funcionamiento y para fines analíticos. Contiene enlaces a sitios web de terceros con políticas de privacidad ajenas que podrás aceptar o no cuando accedas a ellos. Al hacer clic en el botón Aceptar, acepta el uso de estas tecnologías y el procesamiento de tus datos para estos propósitos. Configurar y más información
Privacidad