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El drama de los árabes laicos

El antiamericanismo y la islamización ahogan a los intelectuales progresistas de Egipto

JAVIER VALENZUELA, ENVIADO ESPECIAL – El Cairo – EL PAIS/ 05/11/2001

En plena plaza de Al Tahrir, cerca del mastodóntico Ministerio del Interior y no lejos de la máscara de Tutankamon, la momia de Ramsés II y otras maravillas faraónicas del Museo Egipcio, la Universidad Americana de El Cairo es un oasis de calma, frescura y racionalidad. Pero sólo eso: un oasis, un espacio pequeño en un desierto ardiente. Liberales o de izquierdas, las posiciones ilustradas están siendo aún más ahogadas en Egipto por la crisis internacional abierta por los atentados del 11 de septiembre. Entre la condena de la benevolencia estadounidense con las agresiones de Ariel Sharon, que comparten, y la acelerada islamización de la sociedad egipcia, que padecen, poco espacio queda para los laicos.

Mohamed Ahmed Nasr, un médico que tiene una columna de opinión en The Egyptian Gazette, es una excepción en este otoño egipcio. Nasr condena los atentados del 11 de septiembre sin los paliativos que añaden tantos periodistas, escritores, politólogos y profesores universitarios del mundo árabe y musulmán. ‘No hay la menor relación justificable entre el terrorismo y la lucha por una causa justa’, dice, en alusión a cualquier intento de encontrarle eximentes a Bin Laden en los sufrimientos de los palestinos y los iraquíes o la sesgada política norteamericana en Oriente Próximo.

De modo valiente para los tiempos que corren en el valle del Nilo, el doctor egipcio va más lejos. ‘Los talibanes y sus semejantes’, dice, ‘son un peligro, están confundiendo el islam con el contexto social en que apareció hace 14 siglos. Ser un buen musulmán no significa ponerles a las mujeres los velos que llevaban en La Meca en la época de Mahoma, ni practicar los castigos corporales de entonces’.

No lo ve así el movimiento integrista, que, en la versión moderada de los Hermanos Musulmanes o en la violenta de la Yihad de Ayman al Zawahri, lleva más de dos décadas imprimiendo su sello a la sociedad egipcia. Ni tampoco el islam oficial de los ulemas de la mezquita de Al Azhar, que, a cambio de su apoyo al régimen de Mubarak, aprieta cada día más las tuercas de la censura de toda actividad que no sea canónica. ‘La inquisición ha regresado a Egipto, indaga en las universidades, golpea en las puertas de las casas e interroga los cuerpos y las almas’, escribe en el diario londinense Al Hayat el intelectual liberal Hazem Saghiya.

Por sus 16 millones de habitantes y el mantenimiento de márgenes de libertad bastante superiores a los de Riad, Bagdad o Damasco, El Cairo sigue siendo la Nueva York del mundo árabe. Pero la disidencia política, intelectual y artística es cada día menor, como lo son las mujeres sin velo, los bares que sirven alcohol, los cabarés con danza del vientre y los libros y películas que no les gustan a los ulemas de Al Azhar. Allí sigue viviendo el premio Nobel de Literatura Naguib Mahfuz, pero encerrado en su casa y bajo protección policial desde que los integristas intentaran asesinarle.

‘Egipto’, señala Saghiya, ‘ya no es lo que fue en la primera mitad del siglo XX, cuando cualquier árabe interesado en lo nuevo en prensa, literatura, cine, baile o poesía iba a El Cairo’. Y Alejandría está a años de luz de aquella ciudad de ‘cinco razas, cinco lenguas y una docena de creencias’ descrita por Lawrence Durrell. ‘Ahora el principal producto de exportación intelectual de Egipto es el jeque Yusef al Qaradawi, un líder espiritual de los Hermanos Musulmanes’, remata Saghiya con amargura.

‘La culpa la tiene en buena parte EE UU’, denuncia Max Rodenbeck, un periodista y escritor estadounidense asentado desde su infancia en El Cairo, en cuya Universidad Americana enseñó su padre. Desde el apoyo a la violenta represión de Israel hasta su alianza con los corruptos saudíes, pasando por el castigo a la población civil de Irak, Washington, según Rodenbeck, no hace sino dificultar la vida a los progresistas y darles argumentos a los integristas.

‘Unos integristas con los que EE UU se acostó en la fase final de la guerra fría, cuando pensaba que eran útiles para combatir a los soviéticos en Afganistán y para imponer conservadurismo en el norte de África, Oriente Próximo y Asia Central’, señala Nabil Abdel Fattah, del Centro de Estudios Estratégicos del diario Al Ahram. Es éste un comentario que se escucha con frecuencia en El Cairo, donde muchos intelectuales de izquierdas también lamentan asimismo que EE UU, por su alianza con Israel, combatiera tan sañudamente el panarabismo de Gamal Abdel Nasser, que, entre otras cosas, prohibió los Hermanos Musulmanes, metió en cintura a los ulemas de Al Azhar y quiso incorporar Egipto al tiempo de las luces.

‘Estados Unidos’, dice el escritor Gamal Badawi, ‘no ha dado precisamente lecciones de democracia y derechos humanos al mundo árabe, sino de duplicidad’. Ahora más que nunca, el principal prisma con el que los egipcios y los árabes, sean laicos, meros practicantes musulmanes o militantes integristas, miran a la superpotencia es el drama de los palestinos. ‘Y el único modo que tiene EE UU de detener el resentimiento y recuperar credibilidad es forzando el nacimiento de un Estado palestino’, afirma Mohamed Sabreen, redactor jefe del diario Al Ahram.

En este clima, la Universidad Americana de El Cairo vive sus horas más bajas. Los policías y arcos detectores de metales de su entrada recuerdan las amenazas cotidianas que pesan sobre esta institución, fundada en 1919 por estadounidenses y, como su homónima de Beirut, faro del racionalismo occidental en Oriente Próximo. Estudian allí, a precios elevados, 4.900 chicos y chicas, en su mayoría los hijos de la burguesía egipcia. Las chicas van con el cabello descubierto en su gran mayoría y los chicos con vaqueros, camisetas y gorras de béisbol.

Empiezan a amarillear los carteles que anuncian fiestas de Halloween, pero no los que anuncian la última versión de Windows o los cursos de televisión en el estudio de la Universidad. El inglés es allí la lengua dominante, y en ella se expresa un joven cristiano copto que estudia Química y no quiere que su nombre sea citado. ‘Con lo del bombardeo de Afganistán’, dice, ‘no es fácil proclamar en El Cairo que uno es alumno de una universidad que lleva en su título la palabra ‘americana’. Sin desmentir este comentario, una profesora de nacionalidad británica, que también prefiere guardar el anonimato, opta por ver las cosas de otra manera: ‘Bueno, nos sentimos aquí más seguros que a bordo de un avión’. Magro consuelo para los progresistas de una ciudad y un país que estuvieron a punto de ser el centro de una reforma modernizadora del islam y ahora caminan hacia atrás.

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