Gore reconoce a Bush como presidente
Llamamientos a la reconciliación nacional en los discursos del triunfador y el derrotado
JAVIER VALENZUELA, Washington / El País, 14 Diciembre 2000
«Sé que Estados Unidos quiere reconciliación y unidad, sé que los estadounidenses quieren progreso», declaró a las cuatro de la madrugada de hoy, hora peninsular española, Georges W. Bush, en su primer discurso a la nación como presidente electo. Una hora antes, Al Gore había aceptado con deportividad su derrota en las elecciones y había reconocido al líder republicano como el próximo titular de la Casa Blanca. Los dos discursos fueron nobles, moderados y cargados de espíritu conciliatorio. «Comprendo lo difícil que debe ser este momento para Al Gore y su familia», dijo Bush en su primer mensaje como presidente electo.
«Gore tiene un historial distinguido de servicio a este país como congresista, senador y vicepresidente», añadió el ya 43º presidente de EE UU en un mensaje a la nación desde la Cámara de Representantes de Tejas. En una conversación telefónica anterior a sus respectivas comparecencias televisivas, los dos políticos que han librado el combate electoral más salvaje de la historia norteamericana acordaron reunirse la próxima semana en Washington.
Bush invitó a demócratas y republicanos a «cicatrizar» las heridas del pulso electoral, «trabajar juntos en beneficio del pueblo» y buscar «consensos constructivos». «Tenemos que dejar atrás la amargura y el partidismo de los últimos tiempos», declaró. Bush ofreció comenzar el trabajo de cicatrización con un programa que puede ser compartido por las dos grandes fuerzas políticas norteamericanas, y que cifró en la mejora de las escuelas públicas, la salvación del sistema de pensiones de jubilación, la cobertura farmacéutica para todos los ancianos y un recorte de impuestos. La rendición de Gore se había hecho inevitable tras la sentencia del Tribunal Supremo de EE UU, que declaró anticonstitucionales los recuentos manuales impulsados en Florida por el candidato demócrata.
A ese veredicto, adoptado por siete votos frente a dos, se añadió otro, de cinco magistrados conservadores frente a cuatro centristas y liberales, que dio por terminado el plazo para proseguir el litigio electoral en Florida. En un vertiginoso desarrollo de los acontecimientos, la sentencia del Supremo fue seguida por el abandono de Gore y la ascensión de Bush a la Casa Blanca. El presidente electo se entrevistará antes de finales de esta semana con Bill Clinton.
A las tres de la madrugada de hoy, hora peninsular española, Al Gore puso punto final a la batalla por la Casa Blanca más larga y feroz de todos los tiempos. Dirigiéndose a través de la televisión a decenas de millones de norteamericanos, Gore aceptó sin ambages su derrota electoral y pidió unidad nacional en torno a George W. Bush, al que llamó presidente electo y futuro 43º presidente de Estados Unidos. «El partidismo debe dar paso ahora al patriotismo», dijo Gore en el discurso más difícil y el mejor de sus 24 años de carrera política. Horas antes, había ordenado el cese de todos sus esfuerzos para obtener un nuevo recuento manual en Florida y se había despedido de sus abogados.
Y desde Irlanda del Norte, Bill Clinton había dado instrucciones a la Casa Blanca para que facilitara la transición hacia el próximo Gobierno de Bush y había expresado su disposición a entrevistarse esta semana con el líder republicano.
El discurso de Gore zanjó 36 días de un contencioso poselectoral que colocó a EE UU al borde de la crisis constitucional y sumió al mundo en el estupor. Con su noble aceptación de la derrota, Gore confirmó que Bush, hijo del presidente del mismo nombre y hasta ahora gobernador de Tejas, será el 43º titular de la Casa Blanca. «Que el mundo no se equivoque: este combate no ha probado la debilidad de EE UU, sino la fortaleza de nuestra democracia», dijo. «Ahora debemos unirnos en torno a nuestro nuevo presidente», añadió.
En la mañana de ayer, decenas de colaboradores de Gore rompieron a llorar cuando el líder demócrata ordenó suspender todas las actividades del llamado Comité Recuento 2000. Gore también se despidió de los más de 30 miembros de su equipo legal en Florida. «Menuda noche electoral», les dijo. Y anunció que, en unión de Joseph Lieberman, transmitiría un mensaje televisado a la nación a las 9 de la noche, hora atlántica de EE UU, seis más en la Península Ibérica. Éste se produjo desde el despacho en Washington del vicepresidente de EE UU, cargo que Gore ocupará hasta el 20 de enero.
Fue un momento escalofriante que Gore resolvió con extraordinaria dignidad. Subrayó que está «en desacuerdo con la sentencia del Tribunal Supremo de EE UU» que detuvo su cruzada, pero añadió que la «acepta». Y declaró que solo lamenta una cosa: «no poder luchar en los próximos años por el pueblo norteamericano». Pero la expresión de su lealtad a Bush, al que había felicitado por teléfono minutos antes, fue clara y la aceptación de su derrota sin la menor ambigüedad. Gore le rindió un gran servicio a su país e hizo una sabia inversión en su futuro político.
Una hora después, a las 4 de la madrugada, hora peninsular española, Bush compareció por primera vez en las pantallas de televisión como presidente electo. Lo hizo desde el hemiciclo de la Cámara de Representantes de Tejas y, en un claro gesto conciliatorio, fue presentado al pueblo estadounidense por un parlamentario demócrata. Hasta entonces, Bush, el segundo hijo de un presidente que conquista la Casa Blanca había guardado un respetuoso silencio, al igual que la mayoría de líderes republicanos. Se trataba de darle a Gore tiempo para digerir la derrota inevitable a la que le abocó la sentencia del Tribunal Supremo de EE UU.
Consciente de que su victoria es la más ajustada y dudosa en los últimos 124 años de historia norteamericana, Bush hizo un llamamiento a la reconciliación nacional y prometió que gobernará de modo bipartidista, intentando incluir en su equipo a militantes demócratas. Bush accede a la Casa Blanca sin ganar la mayoría del voto popular en todo el país, donde Gore le saca algo más de 300.000 sufragios. Su victoria se debe al mecanismo del Colegio Electoral, donde ha conquistado 271 de los 538 compromisarios, y ello merced a la conquista de los 25 correspondientes a Florida, por apenas 537 papeletas. Pero sobre todo, Bush gana por una mayoría de un solo voto en el Supremo de Estados Unidos.
En una sentencia larga, farragosa y repleta de opiniones particulares, el máximo organismo judicial del país estranguló las aspiraciones de Gore. Siete de sus nueve componentes (cinco conservadores y dos liberales) expresaron su inquietud por la dudosa constitucionalidad de los recuentos manuales autorizados en Florida, a petición de Gore, por el Supremo de ese Estado. La discrepancia de criterios en esos recuentos a la hora de discernir una papeleta válida y el hecho de que se efectuaran en condados de mayoría demócrata violaban el principio de igualdad de los votos, según esa clara mayoría de magistrados.
Pero fueron cinco de esos siete jueces, los más conservadores, los que dieron la puntilla a Gore y las llaves de la Casa Blanca a Bush. Ese grupo sentenció que no había tiempo para que Florida estableciera un único criterio constitucional de escrutinio manual de los votos rechazados por las máquinas, puesto que el plazo para elegir su 25 compromisarios en el Colegio Electoral venció el martes. Muchos demócratas reaccionaron indignados porque fue esa misma corta mayoría conservadora la que el sábado paralizó los recuentos que ya estaban en marcha por orden del Supremo de Florida.
El Supremo de EE UU tenía una misión imposible: terminar de modo ecuánime con cinco semanas de agonía poselectoral. Dividido y politizado como el resto de la nación, el Supremo adoptó una confusa y supuestamente salomónica solución, que, en la práctica, paralizó los esfuerzos de Gore y favoreció a Bush, el candidato que, desde el primer día, tenía ventaja oficial en Florida. Muchos norteamericanos creían anoche que fue lo mejor para la estabilidad del sistema político del país.
«Este es el jaque mate para Gore», declaró el congresista demócrata James Moran al conocer el pronunciamiento del Supremo. Pero el hombre que desde que nació sueña con la Casa Blanca se reservó el derecho a dedicar varias horas a mirar una y otra vez el tablero y convencerse de que era así. Entretanto, algunos de sus propios correligionarios le indicaron que no tenía otra salida que la aceptación deportiva de la derrota. El senador demócrata Robert Torricelli, Edward Rendell, presidente del Partido Demócrata, Laurence Tribe, su abogado ante el Supremo de EE UU, y el congresista Moran fueron de los primeros en solicitarle que no le buscara tres pies al gato.
Horas después, los moderados del Partido Demócrata, como el senador por Luisiana John Breaux, comenzaron a pedir a sus correligionarios lealtad al presidente electo Bush y a los republicanos modestia a la hora de administrar su pírrica victoria presidencial. Pero la amargura en el ala izquierda del Partido Demócrata, la que sostuvo la cruzada de Gore con más entusiasmo, era enorme.
Ayer mismo comenzó el análisis de la dramática derrota de Gore. Este político tan increíblemente dotado ya falló en su campaña, al no convertir en aplastante mayoría la estupenda herencia económica de los ocho años de Clinton. Él y su abogado estrella David Boies también pincharon en la batalla legal de Florida, al no librarla desde el primer momento de un modo claro a favor de recuentos manuales con un único patrón en todo el Estado. Por ahí le pilló el toro del Supremo de EE UU.
Así que el 20 de enero terminarán así ocho años de presidencia demócrata y se producirá una especie de restauración republicana. No sólo de color político, también familiar. La dinastía Bush ha conseguido lo que hasta ahora solo habían logrado los Adams: colocar a dos de los suyos en el 1.600 de la avenida de Pennsilvania, en Washington.
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EL DRAMA DE GORE
El político de Tennessee se queda sin trabajo tras haber conseguido la mayoría del voto popular
JAVIER VALENZUELA, Washington / El País, 14 Diciembre 2000
En el otoño de 1999 Daniel Patrick Moynihan, el veterano senador neoyorquino cuyo escaño ocupa ahora Hillary Clinton, declaró: «No apoyo a Al Gore, porque jamás podrá ganar las presidenciales». Moynihan apostó, pues, por sostener la candidatura del ex baloncestista Bill Bradley en las primarias presidenciales del Partido Demócrata. Fue toda una premonición. Gore, el hombre que nació para ser presidente de EE UU, el político inteligente y preparado, el leal y eficaz vicepresidente de Bill Clinton durante 8 años, el esposo y padre ejemplar, no sucederá a su jefe en la Casa Blanca el 20 de enero.
Aún más, Gore se quedará, literalmente, sin trabajo. Lleva 24 años desempeñando cargos -congresista, senador y vicepresidente- de elección popular y ahora no tiene ninguno. ¿Qué hará? ¿Volverá al periodismo, la profesión que ejercía en Nashville (Tennessee) antes de lanzarse a su primera campaña electoral? ¿Se incorporará a una Universidad? ¿Se dedicará a los negocios? Y sobre todo, ¿aspirará en 2004 por la candidatura demócrata a la presidencia? ¿Le aceptará entonces su partido?
Si Gore hubiera ganado en Tennessee, el Estado del que procede su familia, en el que vive su madre y en el que tiene su casa de campo, sería el 43 presidente de Estados Unidos. Pero el 7 de noviembre Gore perdió en Tennessee, y, curiosamente, también en Arkansas, la patria chica de Bill Clinton. Sus esperanzas quedaron depositadas en la larga y salvaje guerra de trincheras contra Bush que ha librado en Florida durante más de un mes.
Lo que le ha ocurrido a Gore es todo un drama. Cuando nació en Washington hace 52 años, hijo del senador por Tennessee Albert Gore, se puso en marcha una formidable maquinaria familiar para convertirlo en el perfecto candidato a la presidencia de EE UU. Demasiado perfecto para el gusto de más de la mitad de los 103 millones de norteamericanos que votaron el 7 de noviembre. Por maquinal, pedante y exagerado no conquistó el corazón de muchos de sus compatriotas. Por oportunista perdió el voto de muchos de los 2´7 millones que optaron por el ecologista Ralph Nader. Por darle la espalda a Clinton durante la campaña no entusiasmó por completo a los fieles militantes demócratas.
Y, sin embargo, Gore consiguió el mayor número de sufragios de cualquier candidato demócrata en la historia de las presidenciales norteamericanas, 50 millones. Solo un candidato, el republicano Ronald Reagan, había obtenido más. Y Gore le ganó en voto popular, por una diferencia de 300.000 en todo el país, al gobernador de Tejas. Pero eso no le sirvió para nada, porque lo que cuenta para conquistar la Casa Blanca es el Colegio Electoral, decidido Estado por Estado. Y en el Estado clave, Florida, Gore, según ha quedado sentenciado tanto por el Ejecutivo como por los tribunales, perdió oficialmente por unos cientos de papeletas.
Drama sobre drama, es horroroso para Gore que ese puñado de votos podrían haber sido contrarrestados y superados si miles de jubilados no se hubieran equivocado en Palm Beach optando por el ultraderechista Buchana en vez de Gore, a causa del célebre diseño confuso de las «papeletas mariposa». O si en otros condados muchos demócratas hubieran presionado a fondo las cartulinas.
En el último mes de batalla por Florida, Gore exhibió lo mejor y lo peor de sí mismo. A diferencia de Bush, trabajó de sol a sol en su cruzada y dirigió personalmente sus más mínimos detalles legales, políticos y propagandísticos. Defendió su posición de modo berroqueño, jamás mostró duda o debilidad. Pero todo esto acentuó su aspecto de robot en cuyo sistema operativo nadie ha escrito la opción de la derrota. Al final, parecía Hal, el ordenador del filme «2001, Odisea del Espacio», y el 60% de sus compatriotas pedía que alguien lo desenchufara.
No es seguro que el Partido Demócrata le elija de nuevo dentro de 4 años como su candidato a la presidencia. De momento, Gore pasa a la historia como el político en el poder que no transformó en mayoría aplastante en las urnas la mejor situación de paz y prosperidad de la historia norteamericana. Y también como el perdedor que prolongó agónicamente una batalla electoral. ¿Resucitará Gore? Todo es posible. Pero en el fondo del escenario norteamericano empieza a dibujarse la posibilidad de oponer a la restauración dinástica de los Bush otra de los Clinton a través de Hillary, el más claro ganador de los electrizantes comicios del 2000.
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A ritmo de «country» hacia la Casa Blanca
Gore recupera en Nashville su autenticidad y el populismo de su padre
JAVIER VALENZUELA, Nashville (Tennessee) / El País, 24 Septiembre 2000
«Cuenta atrás hacia la victoria: 46 días». Así rezaba el viernes un letrero en el cuartel general de Al Gore, en Nashville, la capital de Tennessee. En Nashville lo tienen claro: Gore comenzó a ganar la carrera hacia la presidencia de Estados Unidos el día que trasladó su cuartel general desde Washington a esta tierra de whisky «bourbon» y música «country», de vaqueros y cultivadores de tabaco. Al volver a sus raíces, recuperó vigor, autenticidad y el populismo de su padre, el senador por Tennessee Albert Gore.
Tennessee es más bien republicano –su gobernador y sus dos senadores en Washington son conservadores-, pero el viernes reinaba un clima de euforia en el cuartel general de Gore ante la última encuesta que da al candidato presidencial demócrata una ventaja de 12 puntos frente a George Bush en este Estado. «Tennessee no va a fallarle a Al», dijo Dagoberto Vega, portavoz de Gore para medios hispanos.
Situado en una gran planta industrial de las afueras de Nashville, abierto 24 horas al día y 7 días a la semana, dotado de estudios propios de radio y televisión, con sus correspondientes antenas de satélite, y de cientos de líneas telefónicas y ordenadores conectados por alta velocidad a Internet, el cuartel general de Gore es una impresionante máquina de fabricación de un presidente. Nadie sabe con exactitud cuanta gente trabaja allí, pero Vega aventura un mínimo de 175 personas a sueldo y otras tantas voluntarias.
Todo se puede visitar, excepto la llamada «War Room», la sala donde un reducido equipo analiza las noticias, prepara respuestas rápidas a los acontecimientos de la campaña y ultima la estrategia del tramo final de la carrera hacia la Casa Blanca, incluidos los tres decisivos debates de octubre entre Gore y Bush. Pero desde que Gore trasladó su portaviones a su patria chica el mensaje que emite «War Room» es: «Luchamos por el pueblo, no por los poderosos».
Afincarse en Nashville ha permitido a Gore emanciparse de Bill Clinton y desmarcarse de lo que María Soto, otra veterana de la Casa Blanca que ahora trabaja para el candidato, llama «la fiebre del Potomac», la visión distorsionada que tiene la clase política de Washington de los asuntos norteamericanos. En Nashville la campaña de Gore respira el aire saludable de la cercana granja de Cartaghe, donde vive la madre del candidato y donde sus ancestros, de origen norirlandés protestante, criaron ganado vacuno y cultivaron tabaco hasta que un cáncer de pulmón segó la vida de la hermana de Al. En Nahsville Gore recupera con naturalidad el populismo de su padre, un senador demócrata impregnado del espíritu progresista de la era de Franklin Roosevelt, y el orgullo proletario de su madre, que fue camarera del Andrew Jackson Hotel.
Nashville es popular y auténtico. Decenas de hombres y mujeres de todas las edades formaban falanges en la noche del viernes en la pista del Wildhorse Saloon bailando canciones «country» que hablaban de amores perdidos. Llevaban botas, pantalones y sombreros vaqueros, como los que Gore luce cuando viene por aquí, y los más eran blancos, rubios, de ojos azules y aire sano y algo palurdo. Y es que más del 80% de los habitantes de Nashville son blancos de origen inglés, escocés o irlandés; campesinos y ganaderos que crearon la música country y, a través de Elvis Presley, otro hijo de Tennessee, ayudaron a alumbrar el rock.
Rodeados de la madera del Wildhorse Saloon, añeja y empapada de cerveza y bourbon, los parroquianos, en movimientos bien coreografiados, avanzaban, retrocedían, giraban a la derecha, a la izquierda y daban media vuelta al son de «Kiss An Angel Good Morning», de Alan Jackson. Con el entusiasmo local y repitiendo un lema que el reportero había leído y oído decenas de veces desde su llegada a la ciudad, Roy Atkins, el encargado del salón, dijo: «Nashville es la capital mundial del country».
A esas alturas, el reportero ya había visitado el Country Music Hall of Fame, deteniéndose en dos piezas: un precioso «jukebox» de la marca Wurlitzer que emitía el tema «Honky Tonkin», de Hanks Williams, y el Pontiac Bonneville de 1962 del cantante Webb Rice, blanco y decorado con pistolas, rifles y cuernos de vaca. Y sabía que Grand Ole Pry, nacido en Nashville en 1925, es el programa de radio más antiguo de EE UU, y también que esta ciudad es la cuna de la guitarras Gibson. Y aunque ajenos a la música vaquera había rendido homenaje a otros dos monumentos locales: una réplica en el cementerio de la tumba de Napoleón y otra réplica en un parque del Partenón ateniense, obra realizada a tamaño real en 1897 por el arquitecto y coronel W. C. Smith.
¿Pero y Gore? ¿Se pasa Gore por el Widhorse Saloon cuando está en la ciudad? «Oh, sí, hombre», replicó Atkins arrastrando las palabras a la sureña. «Aquí organizó el pasado año su principal acto de recogida de fondos en Tennessee». «Y si no es indiscreción, ¿cuánto recaudó?», preguntó el reportero. «No es ningún secreto», respondió Atkins, «recaudó 1´6 millones de dólares en una noche».
Aunque nacido en Washington, Gore es tan producto de Nashville como los maravillosos carteles de música que sigue imprimiendo con instrumentos del siglo XIX el Hatch Show Print. O como el «Tennessean», diario al que telefoneó desde Washington el 31 de marzo de 1948 el senador Albert Gore para informar del nacimiento de su primogénito. «No quiero que la noticia esté escondida en páginas interiores, la quiero en primera plana», dijo el senador, y así salió el día siguiente. Así que aquí estará Gore en la noche del 7 de noviembre. «Para celebrar la victoria», dice Dagoberto Vega, no sin antes tocar madera. «¿Con mucho country?» «Con mucho country», promete Vega.
FRANK GIBSON, JEFE DE POLÍTICA DEL «TENNESSEAN»
«GORE APRENDIO DEL PERIODISMO LA PASIÓN POR EL DETALLE»
J.V., Nashville (Tennessee)
«La pasión del político Gore por investigar a fondo cada asunto y hacerse con todos los detalles procede de sus tiempos de reportero en este periódico», dice Frank Gibson, jefe de Política del «Tennessean». Hace cinco lustros, Gibson fue compañero y amigo de Gore en la sección local del diario de Nashville, que, según dice, «era entonces más liberal que ahora, como casi todo en esta vida, incluido el Partido Demócrata».
Gibson está en pleno cierre pero acepta de buen grado conversar con EL PAIS sobre los tiempos de periodista de Gore. Pero con el cinismo del viejo profesional explica de inmediato sus razones. «Vamos a la calle», dice, «y así puedo fumar». Y es que en las instalaciones del «Tennessean» está prohibido hasta encender una cerilla.
De pie en la puerta de este diario que vende cada día 180.000 ejemplares y 280.000 los domingos, encadenando cigarrillos, Gibson cuenta la anécdota del primer encargo que recibió Gore en el «Tennessean». «Se le puso en la sección de necrológicas y enseguida recibió una llamada telefónica de una funeraria de Carthage diciendo que el célebre ginecólogo sueco Trebla Erog acababa de morir. Cuando Gore puso manos a la obra, recibió otra llamada diciendo que la esposa del doctor Erog había fallecido de una crisis cardíaca al ver el cadáver de su esposo. Gore escribía una necrológica conjunta cuando le llamó la policía para contarle que los dos hijos del matrimonio Erog habían muerto en un accidente de tráfico de camino a la funeraria. Gore salió disparado hacia el redactor jefe para decirle que aquello no era una necrológica, sino una historia de primera plana. Sonriendo, el redactor jefe le dijo: «Al, pon el nombre Trebla Erog al revés». Gore se cayó entonces del guindo. Era la tradicional broma de la redacción a los novatos».
Gore ha confirmado en alguna ocasión la veracidad de esa historia, añadiendo que aquella fue la primera lección que le dio el periodismo: «No te creas todo lo que te cuenten». Gibson afirma ahora que, superada la novatada, el hijo del senador Albert Gore se convirtió en un «buen periodista». Pero no cita como sus mejores trabajos los artículos de investigación sobre corrupción municipal en Nashville, sino su cobertura de un desfile de Navidad, en forma de diálogo entre el reportero y los personajes infantiles. «Es», dice Gibson, «el punto de vista más original que jamás he visto para resolver una tarea tan banal».
¿Había fumado Gore marihuana cuando escribió ese reportaje? La leyenda del «Tennessean», jamás desmentida por el interesado, cuenta que el posible futuro presidente de EE UU se fumó aquí más de un canuto con Gibson y otros colegas. El jefe de Política del «Tennessean» se ríe cuando se le pregunta por el asunto y dice: «No diré si lo hizo o no, pero si lo hizo no me parece ningún delito».
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PERFIL DE AL GORE
GORE, EL PRINCIPE DEMOCRATA
JAVIER VALENZUELA, Los Ángeles / 20 de Agosto 2000
En los últimos dos años, Al Gore se ha entrenado físicamente a diario para la actual campaña presidencial. Largas carreras matutinas, severos ejercicios de musculación y una dieta rigurosa han preparado su corpachón para estos meses de desplazamientos incesantes a lo largo y ancho de este país de dimensiones continentales llamado Estados Unidos. Así es Gore: previsor, concienzudo y disciplinado.
Alto, macizo y de ojos azules, Gore irrumpe ahora en los mitines corriendo y braceando como un gladiador sobrexcitado. Palmea a todo el mundo, al estilo de los jugadores de baloncesto, y comienza a predicar: «¡Voy a luchar por vosotros, voy a luchar por las familias trabajadoras de América, voy a luchar por el pueblo y no por los poderosos!». Eso también está en el guión: sus asesores le han dicho que debe ser más viril y menos intelectual en su estilo de campaña.
Antes de la recién clausurada Convención Demócrata de Los Ángeles, George Bush le sacaba a Gore unos 10 puntos en intenciones de voto, una ventaja que todo el mundo consideraba excesiva. Dado el saludable estado de la primera economía del planeta, Gore, vicepresidente en ejercicio, no debería tener tantos problemas para ganar en noviembre. Pero, bueno, el discurso de Gore en la clausura de Los Ángeles fue bastante mejor de lo que cabía esperar. Arrancó una carcajada al decir: «Conozco mis imperfecciones, sé que la gente dice que soy demasiado serio y hablo demasiado de temas profundos». Y, haciendo de la necesidad virtud, propuso que la batalla electoral se libre en el terreno de su programa moderadamente progresista frente al atractivo personal de Bush. Si la respuesta es positiva, cabe imaginar que Gore va a recortar la diferencia. Entonces, lo suyo sería que el combate entrara en una situación de empate que solo despejarían, y por corta diferencia, los electores.
Los debates televisados de octubre pueden ser decisivos. Es ese un terreno que maneja muy bien Gore. En 1993 ganó su cara a cara con el multimillionario Ross Perot a propósito del Tratado de Libre Comercio con México. Y en 1996 aplastó al candidato republicano a la vicepresidencia, Jack Kemp. En ambos casos usó datos irrefutables y una agresividad controlada. Todo estaba bien ensayado. Antes del debate con Kemp, Gore se hizo construir en un hangar de Florida una replica exacta del estudio televisivo donde iba a vérselas con el republicano. Conociendo su carácter puntilloso, sus colaboradores se habían asegurado que la decoración, los muebles, las luces, el tamaño, todo fuera igual que iba a serlo en la realidad. Gore los sorprendió cuando, muy seriamente, dijo: «Supongo que la temperatura será la misma».
Demasiado perfecto. Ese es el principal problema electoral de Gore, la causa de que no termine de conectar con sus compatriotas. Todo el mundo sabe que es un marido fiel y padre cariñoso de cuatro hijos, bautista devoto, muy leído, de tremenda capacidad intelectual y laborioso a más no poder. Pero los norteamericanos quieren seres humanos, gente como ellos, en la Casa Blanca, y Gore es muy robótico en público. Incluso sus actuales ejercicios de exhuberancia física, calor en el trato y combatividad en el mensaje parecen los de un autómata programado para actuar así.
En una parodia difundida recientemente por «The Saturday Night Show», el personaje que imita a Gore dice, grita más bien: «¡Yo fumé marihuana¡ ¡Yo también fumé marihuana¡» Y el público responde: «!No! ¡Imposible! ¡No nos lo creemos!» En esa misma línea, se cuenta en Washington que fue el propio Gore el que filtró a la prensa que sus notas en la universidad de Harvard no fueron tan buenas. Necesitaba humanizar su personaje, probar que no es un frío empollón.
Y es que Gore encarna una curiosa contradicción. Nació para ser político, y concretamente presidente de EE UU, pero, a sus 52 años, todavía no es un buen político. Al lado del maestro Bill Clinton ha aprendido muchos trucos. Pero eso: trucos. A diferencia de Clinton, no es capaz de improvisar, de orientarse de inmediato a favor de la dirección del viento, porque las cosas no le salen de las tripas sino del cerebro. Afronta la política como una ciencia y no como un arte. Quizá tenga razón James Bennet cuando escribe en «The New York Times»: «El principal problema de Gore es que en el fondo sospecha que ser político es algo deshonroso».
Y sin embargo, Gore nació el 31 de marzo de 1948 en Washington, a una docena de manzanas de la Casa Blanca, hijo del senador por Tennessee Albert Gore, y de Pauline LaFon Gore. Sobre su cuna se posó una hada madrina que dijo: «Este niño será presidente de EE UU», y para ese destino lo educaron sus padres. Albert Gore, un granjero de Tennessee convertido en senador, le transmitió sus valores liberales de demócrata de la era de Franklin Roosevelt, y también su formalismo; Pauline, que se había pagado estudios de abogacía trabajando como camarera, la cautela y el espíritu analítico.
Aunque de orígenes modestos, la familia Gore ganó algo de dinero con el trabajo político de Albert y pudo mejorar su granja de Carthage, a una hora en automóvil de Nashville. En esa granja, según la serie biográfica «El Príncipe de Tennessee», publicada por «The Washington Post», Albert Gore le dijo a su hijo un día de la Navidad de 1986: «Quiero verte elegido presidente de EE UU antes de morir». El ex senador tenía entonces 78 años.
Gore estudió en Harvard y compartió dormitorio con el hoy actor Tommy Lee Jones; observó desde la acera las manifestaciones juveniles de los sesenta; se presentó voluntario para la guerra de Vietnam; se casó con Tipper Aitcheson, a la que había conocido cuando él estudiaba en Harvard y ella en la Boston University; vivió con amargura la derrota electoral de su padre en 1970; trabajó como reportero de investigación en el «Nashville Tennessean», y en 1976 se presentó por primera vez a unas elecciones. Eran para un escaño en la Cámara de Representantes y las ganó. De esto hace 24 años y Gore ya nunca ha dejado de correr hacia la Casa Blanca.
La derrota electoral de su padre en 1970 fue una de las tres grandes desgracias de la vida de Gore, siendo las otras la muerte de cáncer, en 1984, de su hermana Nancy, lo que le convirtió en un cruzado contra los cigarrillos, a pesar de que en la granja familiar siempre se había cultivado tabaco, y el accidente de automóvil sufrido en 1989 por su hijo Albert. De la derrota paterna, Gore sacó lecciones decisivas para su porvenir político.
El senador Gore perdió porque se había distanciado de sus electores por su oposición a la guerra de Vietnam y sus actitudes liberales. De esa experiencia, su hijo aprendió la necesidad de estar en sintonía política con la base, lo que le convirtió en el demócrata centrista que es. También, la importancia de competir con mucho dinero a las espaldas, lo que explica el espíritu insaciable y la tremenda eficacia con la que recauda fondos electorales. «No cabe duda de que una de las razones de la derrota de mi padre fue que Nixon, con sus trucos sucios, inyectó ilegalmente millones de dólares en la campaña republicana de 1970», declaró recientemente a «Los Angeles Times».
Vietnam fue un momento crucial de la vida de Gore y uno que revela la precocidad de su espíritu calculador. Ahora recuerda que él fue a Vietnam mientras Bush, gracias a un enchufe de su padre, se alistaba en la Guardia Nacional de Tejas. Pero Gore, según todos sus biógrafos, le dio muchas vueltas a la posibilidad de escaquearse, como lo hizo Clinton. Coincidía con su padre en que aquella guerra era «una locura», pero en 1969 alcanzó la «conclusión razonada» de que tenía que ir. En primer lugar, para no dañar al senador Albert Gore, que debía enfrentarse el año siguiente a las elecciones que terminaría perdiendo. Pero también porque, como le contó a su amigo Paul Zofnass, «no tenía otro remedio que alistarse», dado que algún día también él se dedicaría a la política.
Así que Gore se presentó voluntario, comenzó su entrenamiento en Alabama y, el 19 de mayo de 1970, en un permiso, se casó en la Catedral Nacional de Washington con Tipper. En otro gesto destinado al futuro, vistió de uniforme militar. En enero de 1971, dos meses después de la derrota electoral de su padre, Gore viajó al complejo militar Bien Hoa, cerca de Saigon. Allí pasaría 5 meses, trabajando como reportero del diario de la 20 Brigada de Ingenieros. Nunca participó en combates ni su base fue tiroteada o bombardeada. Pero Vietnam, en sus propias palabras, le dio la oportunidad de «efectuar una sistemática exploración de las estructuras de lo correcto y lo erróneo».
A su regreso a EE UU, Gore ingresó en el diario «Nashville Tennessean». Desde 1971 a 1976 fue periodista de investigación y, aplicando al oficio su espíritu sistemático y su moralismo, consiguió primeras planas, como una sobre un concejal sorprendido en el flagrante delito de aceptar un soborno. En aquellos tiempos, y antes en Vietnam, Gore, según cuenta él mismo, se fumó «uno o dos canutos».
El último viernes de febrero de 1976, Gore sorprendió a Tipper diciéndole que se presentaba a las elecciones legislativas. Luego, según la leyenda familiar, se tiró al suelo y se puso a hacer flexiones. De este modo terminó la vida con la que Tipper había soñado: ella fotógrafo y él escritor. El destino presidencial augurado por el hada madrina retomó sus derechos; el periodismo, como dice Frank Sutherland, que fue colega suyo en el «Nashville Tennessean», solo había sido «una etapa sabática».
Desde entonces, Gore siempre ha ocupado un cargo de elección en Washington: ocho años en la Cámara de Representantes, ocho en el Senado y ocho en la vicepresidencia. No es extraño que los norteamericanos lo asocien con el desacreditado «establishment» de la capital y que por ahí le ataque Bush, que solo lleva seis años en política, tras haberse dedicado, con resultados más bien mediocres, al negocio petrolero. La paradoja es que Bush, que se presenta como la alternativa populista a la élite washingtoniana, sea hijo de un presidente.
Primogénitos de senador y de presidente, Gore y Bush son «príncipes» de dinastías políticas. Pero las semejanzas se detienen ahí. Los Bush pertenecen a la aristocracia WASP (blanca, anglosajona y protestante) de Nueva Inglaterra, con sus ramificaciones en Tejas; los Gore arrancaron como humildes granjeros del Sur, de origen escocés-irlandés. Los primeros siempre han sido republicanos, los segundos, demócratas. Los Bush exudan confianza en sí mismos y no tienen sentimientos de culpa por su riqueza, pero no los Gore, reconcomidos por la mala conciencia. El historiador Jim Chapin cree que «la falta de autenticidad de Gore procede de las inseguridades de su padre».
«El nuevo Gore», «Reinventándose a sí mismo» y «¿Cuál es el auténtico Gore?» son el tipo de titulares que la prensa de EE UU dedica al candidato presidencial demócrata. Él mismo dijo a comienzos de esta semana que el «principal objetivo» de la convención de Los Ángeles era que los norteamericanos descubrieran «al verdadero Gore», reconociendo que hay muchos. Mientras que Bush es transparente en su simplicidad, Gore, tras 24 años en la escena política, sigue siendo opaco.
En cierta medida se debe a lo mal que maneja ese principio que tiene asumido racionalmente de la necesidad de ajustarse a los humores de los electores. Cuando fue miembro de la Cámara de Representantes, no se alejó jamás de la base conservadora de su distrito electoral, y se expresó contra el aborto –»los tribunales no han encontrado el equilibrio adecuado entre la libertad de la mujer y el derecho a la vida del feto», dijo- y contra el control de las armas de fuego. Dos posiciones de las que ahora reniega. Meses atrás, apoyó la permanencia de Elián González en EE UU y su motivación electoralista –cortejar a los cubanos de Miami- fue demasiado obvia. Está claro que los políticos cambian mucho de opinión, lo que ocurre con Gore es que se le nota demasiado porque trasluce su mala conciencia.
No es esta la primera vez que Gore se presenta a las presidenciales. Tras pasar de la Cámara de Representantes al Senado con toda naturalidad, consideró en 1998 que había llegado el momento de cumplir su destino. Tenía 39 años, fue triturado en las primarias demócratas por Michael Dukakis, encajó el golpe y en 1991 el suyo fue uno de los pocos votos demócratas que aprobaron en el Senado la Guerra del Golfo, otra decisión que adoptó pensando en el currículo de un futuro inquilino de la Casa Blanca. Un año después, Clinton le citó en un hotel de Washington para sondear la posibilidad de que fuera su candidato a la vicepresidencia. El encuentro duró más de tres horas y selló la alianza entre los dos políticos sureños con botas vaqueras.