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Judíos y Palestinos: historia de dos familias  

JAVIER VALENZUELA, Jerusalén, EL PAÍS SEMANAL, 14 de enero de 1996
 

A sus 22 años de edad, Hagit Frankel no tiene esposo o novio y vive con sus padres y sus cinco hermanos en un chalé de dos plantas de la colonia judía de Beit-El. «Aunque estoy rodeada de árabes que pueden apedrearme, apuñalarme o secuestrarme, me considero una privilegiada por poder llevar una vida basada en mis ideales religiosos», dice Hagit en inglés. La muchacha estudia Biología en la Universidad Hebrea de Jerusalén.

Siete años mayor que Hagit, Ahmed Diab se pregunta cada mañana cómo alimentar a esa familia, compuesta por su madre, su esposa y sus siete hijas, que se amontona en una planta baja del campamento de refugiados palestinos de Jalazoun. «Me alegra que los soldados israelíes se hayan ido, pero lo que me preocupa ahora», dice en árabe, «es saber si Arafat va a poder crear puestos de trabajo». Ahmed es empleado temporal de la limpieza en el Centro de Rehabilitación de la vecina Ramala.

En 1970, David y Toba Frankel, los padres de Hagit, emigraron voluntariamente a Beit-El desde el barrio neoyorquino de Brooklyn. «Somos judíos ortodoxos y nos movía el impulso de vivir en la tierra que nos dio la Biblia«, afirma Toba Frankel, psicoterapeuta en una yeshiva o escuela religiosa de la colonia. En 1948, Abelhalim y Safie Diab, los padres de Ahmed, abandonaron precipitadamente su hogar y sus tierras en Jaffa para refugiarse en Jalazoun. «Teníamos miedo de que nos mataran los judíos», recuerda Safie, viuda desde hace una quincena de años.

Beit-El y Jalazoun están a tiro de piedra, a uno y otro lado de una estrecha carretera, la Nablus-Ramala. Ese tiro de piedra separa dos mundos absolutamente distintos. Sólo la creencia a pie juntillas en lo que dice la Biblia supera en casa de los Frankel al entusiasmo por los ordenadores. Es la angustia por la supervivencia inmediata lo que ensombrece en la de los Diab a la alegría por la reciente liberación del campamento.

Una barrera de sangre derramada convierte en irreconciliables a esos dos mundos. Y, sin embargo, están obligados a coexistir en virtud de los acuerdos de paz firmados por el asesinado Isaac Rabin con Yasir Arafat. Pese a la extensión de la autonomía palestina a la mayoría de Cisjordania, Beit-El sigue ahí, una fortaleza en lo alto de la colina protegida por las armas de muchos de sus 4.000 habitantes y por las de los soldados del vecino cuartel del Ejército israelí. Al otro lado de la carretera, en una depresión del terreno, los 10.000 vecinos de Jalazoun se aprestan a votar en las primeras elecciones palestinas mirando de reojo a los colonos de arriba.

Es día de fiesta en el hogar de los Frankel. De doble fiesta: se celebra el duodécimo cumpleaños de Aharon y los abuelos maternos, los padres de Toba, acaban de llegar desde Nueva York. Hagit, la segunda de los seis hermanos, ayuda a su madre en la cocina. La muchacha extiende una gruesa capa de nata sobre la tarta de cumpleaños y la espolvorea con almendras picadas. En un rincón del amplio salón-comedor, el pecoso Aharon, kipá sobre la coronilla, como todos los varones de la casa, juega con su padre un partido de béisbol en el ordenador. Aharon representa al equipo de Baltimore, que va perdiendo frente al de Houston. En el sofá, Nati, de siete años, el pequeño de la familia, no levanta los tirabuzones de la cabeza de su consola de Nintendo. A su lado, su abuela lee la copia del ejemplar del día de The New York Times obtenida a través de Internet.

Tres prohibiciones pesan sobre esta casa. Toba, la madre, recuerda la primera: «No tomar otra alimentación que la kosher, o sea, nada de mezclar carne con productos lácteos». David, el padre, informa de la segunda: «Todos los avances de la tecnología son bienvenidos, excepto la televisión». ¿Por qué? «Porque está repleta de pornografía». Pero también Internet, ¿no? «Si, eso es un grave problema». En cuanto a la tercera, el abuelo es la gran víctima. Único fumador en la familia, este septuagenario hombre de negocios neoyorquino, cuya primera preocupación al llegar a la casa ha sido conocer el último cambio entre el dólar y el shekel (1 por 3,08), debe salir fuera a consumir su pitillo.

Son las seis de la tarde y la oscuridad es total en el exterior. Barridas por un viento helado y lavadas por una fina lluvia, las calles de Beit-El, la Casa de Dios, están vacías. La presencia humana se adivina en las luces interiores de las viviendas, todas semejantes a la de los Frankel: chaletitos de dos alturas, con pequeños jardincillos en los que crecen algunos raquíticos olivos y naranjos. La mayoría de los padres están regresando a la colonia desde sus trabajos en Jerusalén o Tel Aviv; las madres, tras haber recogido a sus muchos hijos de las yeshivas, preparan la cena. Terminado el pitillo, el abuelo vuelve a entrar en casa. Antes de cruzar el umbral, besa la mezuza colocada en el marco de la puerta.

Hagit ha terminado la tarta del cumpleaños de Aharon y habla de pie por ese teléfono inalámbrico que, para efectuar o contestar llamadas, los Frankel se pasan constantemente de uno a otro. La muchacha cubre su corpulento cuerpo con un jersey de lana roja, una falda vaquera que le llega a los tobillos y unas gastadas zapatillas de deportes. Con el pelo castaño y corto, los ojos azules e inocentes tras unas gafas redondas, algunos granitos en un rostro relleno y sonrosado y las uñas de las manos mordidas a conciencia, su aspecto es inequívocamente americano.

Con una cámara de vídeo lista para filmar cómo Aharon apaga las velas, el grande y también miope Shmaya irrumpe en el salón. Es el tercero de los hermanos, tiene 18 años y, en cuestión de días, va a comenzar sus tres años de servicio en el Ejército israelí. Toba y David están orgullosos de ello, como lo están de que las dos hijas mayores, Avital y Hagit, esgrimieran razones religiosas para no incorporarse al Ejército. «Las chicas judías», explica Hagit, «sólo pueden dejar el hogar y la jurisdicción del padre para pasar al hogar y la jurisdicción del marido». Tal y como autoriza la ley israelí, Avital y Hagit prestaron un servicio civil; Hagit, en la inserción de judíos etíopes.

«¡Aba, vamos a comer la tarta!», grita Hagit. El aba y Aharon siguen enganchados en el ordenador y tardan unos minutos en sentarse a la mesa. Cuando lo hacen, David Frankel, ojos que pasan del recelo a la benevolencia tras las gafas, larga y afilada barba castaña, sonríe triunfalmente. Nacido en Brooklyn en el seno de una familia de judíos ortodoxos originaria de Europa oriental; comprometido con su esposa desde que a los 15 años la conoció en una manifestación a favor de los correligionarios rusos; emigrados ambos al territorio palestino que Israel había conquistado en la Guerra de los Seis Días de 1967; padre de seis hijos nacidos en Beit-El, y director de una de las yeshivas de la colonia, el aba, jugando con el equipo de Houston, ha ganado el partido informático de béisbol.

Es la hora del almuerzo y Fauzía y sus siete hijas se sientan en un trapo colocado sobre el suelo de cemento de la cocina. En el centro hay platos con aceitunas, patatas cocidas y laban o yogur líquido, que la mujer y las niñas cogen con trozos de pan árabe. Sentada en un taburete de plástico, Safíe, la suegra, un punto azul tatuado en el entrecejo, los ojos cerrados para siempre y dos zarcillos de oro en las orejas, sonríe dulcemente. Su ceguera le impide ver la escena, pero escucha los gritos de júbilo de las pequeñas: Safar, Riham, Olfat, Manar, Sanaa, Aleh y Waad. Safar, la mayor, tiene 11 años; Waad, la menor, un año. Todas han heredado los ojos negros y pícaros de su madre. Ésta, cubierto el cabello con un pañuelo negro y vestida con un traje tradicional palestino con bordados en el pecho, se levanta para coger una fuente de clementinas.

Fauzía ha servido antes el mismo almuerzo a su esposo Ahmed y algunos vecinos y parientes varones. Pero no en la cocina, sino en la pieza que hace de salón, comedor y sala de estar. La agitación de las niñas y la necesidad de colocar los platos sobre sillas y taburetes — no hay mesa — han complicado la tarea. En la pieza, de muros manchados de humedad, hace un frío que no logran combatir ni las jarapas del suelo ni la flamante estufa Superser de butano que constituye el único electrodoméstico de los Diab. Bueno, no el único. Un viejo televisor emite borrosas imágenes de actuaciones folclóricas de un canal jordano.

Sentado en un desvencijado sofá, Ahmed explica: «Todas las niñas, menos la pequeña, van a la escuela de la UNRWA, pero hoy los profesores están en huelga para pedir un aumento de salario». La escuela y el dispensario médico de la UNRWA —la Organización de las Naciones Unidas para la Ayuda a los Refugiados Palestinos— constituyen desde 1948 los únicos servicios sociales de los que dispone el campamento de Jalazoun. Ahmed también fue a esa escuela, pero tuvo que dejarla cuando, a la muerte de su padre, tuvo que cuidar de su madre. Luego se casó con Fauzía, hija también de refugiados de Jaffa instalados en el campamento, y pronto empezaron a venir las niñas en cascada.

Tiene Ahmed el pelo negro y liso, las cejas espesas y un cepillo de bigote cruzando su oscuro rostro. Viste cazadora de plástico negro, pantalón de tergal y zapatillas de deporte tan gastadas como las de Hagit, su desconocida vecina del otro lado de la carretera. Contrastando con el permanente jolgorio de las mujeres de la casa, su aire es taciturno, su sonrisa difícil, sus ojeras consistentes y sus ojos tristes. Ni el final de los 28 años de presencia militar israelí en el campamento, ni el comienzo de la autonomía palestina en los núcleos urbanos de Cisjordania, ni la fiesta popular que ha acogido en Nablús la llegada de Arafat, ni la inminencia de las primeras elecciones de su vida, le despiertan mucho entusiasmo. «Que los soldados no vengan por aquí», dice, «es una buena cosa. Pero ello no mejora nuestra situación económica. Lo importante sería que Arafat creara puestos de trabajo, pero no veo cómo puede hacerlo».

El trabajo de limpiador de Ahmed en el Centro de Rehabilitación de Ramala no es fijo: unos días le envían un recado para que vaya y otros no. Así que sus ingresos oscilan entre los 900 shekel de un mes bueno, unas 36.000 pesetas, y los 300 shekel de uno malo, unas 12.000 pesetas. Poca cosa incluso en Jalazoun. Y luego está el orgullo doblemente herido. Abdelhalim, su padre, fue al­guien: doctor en Filosofía y Teología por la Universidad cairota de Al Azhar, propietario agrícola en Jaffa e, incluso en el exilio, imam o guía religioso en Jalazoun. Él es solo un parado que se busca la vida, y que, además, no puede llamarse abu, el padre de un primogénito varón. Fauzía sólo le ha dado niñas, esas maravillosas niñas que, tras el almuerzo, han corrido a ver a los conejitos enjaulados en el patio.

La habitación se va llenando y vaciando en cuestión de segundos. Van y vienen las niñas Diab y los niños y niñas de otras familias, que todos están en la calle merced a la huelga de profesores. Y también van y vienen hom­bres y mujeres adultos. Son parientes o vecinos que traen algún recado — ni en esta casa ni en ningún otro edificio público o privado de Jalazoun hay teléfono —, o que, pura y simplemente, vienen a pasar el rato. Fauzía trae cada dos por tres café y té y van cayendo a velocidad de vértigo los paquetes de cigarrillos Alia.

Se cuentan historias de la Intifada. La casa de al lado fue dinamitada por los soldados israelíes como represalia por la militancia de uno de sus miembros en una organi­zación de lucha armada contra la ocupación. Mustafa, un vecino joven, murió abatido de un disparo cuando pa­seaba por Ramala. A Ashraf, un sobrino de Ahmed, le hirieron de un balazo en la pierna mientras se manifesta­ba en el campamento. Otro sobrino, Isla, fue detenido por hacer propaganda nacionalista en la escuela. A Ham­za, un tercer sobrino, le dieron una paliza por subirse a un tejado a aplaudir el paso de los misiles disparados por Sadam Husein contra Tel Aviv… Y en esta misma pieza entraron los soldados.

Ocurrió al comienzo de la revuelta de las piedras. «Ah­med», recuerda Fauzia, «estaba trabajando fuera y en casa solo estábamos la abuela, Safar y Olfat, que entonces eran muy pequeñas, y yo. Unos chebab del campamento ha­bían cortado la entrada de la calle con piedras y neumáti­cos y los soldados entraron aquí para qua alguien quitara la barricada. Me cogieron por los pelos y me arrastraron a la calle. Dejaron aquí a la abuela, ciega, y a las niñas. Cuando estaba saliendo, el último soldado cogió una granada de gas lacrimógeno y la arrojó en medio de la habitación. Sólo la ayuda de los vecinos les salvo de mo­rir asfixiados. ¡Al hamdulilà!  iAlabado sea Dios!».

Hagit está sentada sobre el colchón de goma espuma de su dormitorio, en el piso de arriba. Ni ella ni ninguno de sus parientes pisa la cercana Ramala desde el comien­zo de la Intifada, hace ocho años. Antes iban de vez en cuando a hacer compras, pero ya no. En cuanto al cam­pamento de Jalazoun, los Frankel no han puesto jamás los pies allí. «Lo que me angustia», dice, «es que en Beit-­El vivo como en una especie de encierro. Cada vez que entro o salgo de aquí estoy en tensión. Los árabes de los alrededores me pueden apedrear, apuñalar o secuestrar. Es muy duro. No puedo olvidar lo que le ocurrió a Hiyam Misraji».

Hace un año, Misraji, un vecino de los Frankel, pagó con su vida el haber cruzado la carretera Nablus-Ramala para comprar huevos en una tienda palestina, que los vendía más baratos que en la colonia. Fue mortalmente apuñalado. Otros habitantes de Beit-El han sido heridos por pedradas o cócteles molotov. La propia Hagit ha sido lapidada un par de veces cuando, en un automóvil con los vidrios reforzados y en compañía de otros estudiantes de Beit-El, recorría los 28 kilómetros que separan la colonia de la Universidad Hebrea de Jerusalén.

Todo ello no hace sino reforzar la determinación de estos militantes del Eretz Israel, el Gran Israel de los textos sagrados. Muchos de los hombres de Beit-El sólo abandonan el revólver o el fusil para dormir, y aún entonces lo dejan en la mesita de noche. Antes solían entrenarse en los campos de tiro de la colonia, el espacio público más importante tras las sinagogas y las yeshivas, pero ahora el Gobierno laborista israelí se lo tiene prohibido. David Frankel no va armado, pero comparte la fe de sus vecinos.

Tras leer en la copia de Internet de The New York Times la noticia de que los blancos de Suráfrica empiezan a abandonar el país dado el alto índice de criminalidad allí existente, dice: «Nosotros no nos vamos. Rabin pensaba que al darles la autonomía a los palestinos los colonos nos largaríamos corriendo, pero no lo vamos a hacer. Ésta es nuestra tierra. Es la tierra que Dios dio en propiedad al pueblo judío a través de la Biblia, ¡Que se vayan los árabes!».

Liquidada su tarta de cumpleaños, Aharon ha vuelto al ordenador para jugar un nuevo partido de béisbol, esta vez contra su hermano Shmaya. Hagit ha subido a su cuarto y el pequeño Nati sigue enfrascado en su consola. Su madre, Toba, va limpiando los platos y colocándolos en un aparador del salón-comedor donde hay expuestos una menorá o candelabro de siete brazos, una estatuilla en bronce de David enfrentándose a Goliat y varias botellas de vino kosher. En la estancia, caldeada, como todas las de la casa, por radiadores eléctricos, destaca un recuadro de la pared que no ha sido pintado y en cuyo interior hay una pequeña cerámica que representa el muro de las Lamentaciones. La tradición establece que las casas judías no deben ser terminadas, como recuerdo de la destrucción del templo de Jerusalén.

David Frankel departe con los abuelos en torno a la mesa del comedor. En inglés de Brooklyn — todos los Frankel hablan inglés y hebreo, pero mientras que para los abuelos y los padres el inglés es su primera lengua, para los hijos lo es el hebreo — les explica que el asesinato de Rabin fue «una conspiración del Gobierno laico y socialista para criminalizar a la derecha nacionalista y religiosa». Los abuelos dan por buena esa teoría y pasan a preguntar por la recién nacida autonomía palestina en Judea y Samaria, es decir, Cisjordania. «Es», responde el yerno, «como la solución de Salomón de partir el niño entre las dos mujeres que decían ser su madre. No podía funcionar. El niño tenía que ser para su verdadera madre. Aquí hay una sola tierra y dos pueblos que la reclaman. Los acuerdos de Rabin y Peres con el terrorista Arafat pretenden dividirla, pero eso no puede funcionar. Esta tierra es indivisible y tiene que ser para su verdadero dueño».

Toba se incorpora a la conversación. «La vida en Judea y Samaria», dice, «va a ser un infierno con Arafat. Va a ser terrible para nosotros, pero peor aún para los árabes. Arafat es un asesino que ha matado a muchos judíos y a muchos más árabes. ¿Qué está ocurriendo en Gaza? Allí sólo hay terrorismo y represión». David sentencia: «La cultura árabe está basada en el robo y la violencia. Incluso cuando un árabe te ofrece su hospitalidad, no puedes estar seguro. Está pensando en cómo robarte».

Cuando termine Biología, Hagit quiere trabajar en un laboratorio o, en su defecto, como profesora. La biología es su gran pasión, seguida por la informática, la lectura de libros de historia o novelas de intriga — ahora está terminando Patriot Games — y el cine — en Beit-El no hay ninguna sala, pero puede ver películas en Jerusalén y la última ha sido The Net —. Pero por encima de todo está su familia y su religión. «A pesar del sentimiento de claustrofobia», dice, «me siento una privilegiada por vivir aquí. Soy judía practicante y mis padres me han dado la oportunidad de vivir de acuerdo con mis ideales religiosos. Beit-El no es para laicos, ateos o materialistas».

Declina la tarde en Jalazoun, un desorden de plantas bajas hechas con bloques de hormigón sin lucir, que se levantan entre montones de basura, algunas chumberas y unos cuantos olivos y naranjos tan raquíticos como los de Beit-El. Ahmed tiene que salir a dar algunos recados y camina por calles embarradas en las que chapotean un sinfín de niños y niñas, mugrientos y simpáticos chavalines que se entretienen, los más pequeños, recogiendo agua de los riachuelos con vasos de plástico o, los más mayores, jugando a las canicas. Pintadas de la OLP y Hamás por doquier constituyen la decoración del campamento.

Ahmed se detiene en el cafetín situado frente al monumento erigido en «memoria de los mártires«, los vecinos abatidos por los israelíes en la represión de la Intifada, una pieza de mármol coronada por un reloj que no funciona y una bandera palestina con sus franjas horizontales negra, blanca y verde y el triángulo rojo. En las paredes del cafetín campan fotos de cantantes femeninas árabes, y en las mesas, agolpadas alrededor de una estufa de leña de olivo, abuelos con kefieh juegan a las cartas o al taule zahar. A diferencia de Ahmed, que nació en el Jalazoun y nunca ha salido de allí si no es para ir a Ramala, ellos conocieron otra Palestina.

Esa Palestina está perdida para siempre. Ahmed no tiene la menor posibilidad de vivir algún día en la ciudad de sus padres, puesto que Jaffa está al lado de Tel Aviv, en el interior de las fronteras israelíes anteriores a 1967, las reconocidas por la comunidad internacional y, desde el comienzo del proceso de paz, también por Arafat. Y de alguna manera lo sabe. Dice: «No renunciaré a instalarme en Jaffa hasta que me muera; es mi sueño y también mi derecho. Pero no quiero que haya una nueva guerra por eso. Israel es un hecho que los palestinos tenemos que aceptar. Está ahí y no puede ser destruido». Se refiere al Israel anterior a 1967, no a esos 140.000 colonos judíos, como los de Beít-El, implantados desde la Guerra de los Seis Días en una Cisjordania con 1.100.000 palestinos. Ni a los soldados que siguen protegiéndoles. «Ésos tienen que irse. Al menos que nos dejen vivir aquí en paz».

Ahmed ha llegado a un punto elevado del campamento desde el que se divisa la carretera Nablus-Ramala y, al otro lado, Beit-El. «Hace unos veinte días», dice, «un colono de Beit-El mató de un disparo a un chaval de Jalazoun. Se llamaba Ahmed Ramahi y tenía 14 años. Fue allí, al borde de la carretera, al lado de aquel muro de cemento. El colono dijo que pensaba que el chaval le iba a apedrear». En alguna parte un gallo le canta al crepúsculo que se abate sobre el campamento de refugiados palestinos, el mismo que se abate sobre la colonia judía. Jalazoun y Beit-El, dos mundos tan próximos y tan distantes. Dos mundos irreconciliables.

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