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Numancia en Bosnia / Recorrido por Gorazde con Susan Sontag / Reportaje

Numancia en Bosnia

Recorrido por Gorazde, el último enclave musulmán en territorio controlado por los serbios

JAVIER VALENZUELA, Enviado Especial, Bosnia, El País, Domingo, 29 de Octubre de 1995

Golpean el blindaje con las palmas de las manos y asoman por las ventanillas sus cabezas rubias, de tez pálida y ojos claros. Gritan: «¡Míster, dame caramelos!», «míster, dame galletas!» , «! ¡míste r, dame comida!». Los 12 vehículos blindados pintados en blanco que componen el convoy de la ONU están bloqueados a la salida de Gorazde por cientos de niños que piden cualquier cosa que llevarse a la boca. Dos cascos azules, franceses como todos los soldados de la caravana, conducen el land rover en el que viajo. Detrás nos sentamos varios periodistas y la escritora norteamericana Susan Sontag. Nos miramos incesantemente a los ojos; de la desazón pasamos a la angustia.

«No les den nada», repite por enésima vez el capitán Solano. «Si no, nunca saldremos de aquí». Pero van pasando los minutos y los niños siguen ahí fuera, reforzados por mujeres con bebés a cuestas. El mismísimo capitán Solano ya no puede más. Entreabre la portezuela y reparte el contenido de una ración de combate. Todos hacemos lo mismo. En cuestión de nada, en el land rover ya sólo quedan las armas, nuestras ropas y los equipos de los fotógrafos. Lo demás -comida, bolígrafos, chicles, pañuelos de papel…- ha ido a parar a los niños de Gorazde.

«Esto es el infierno», dice Susan Sontag. La escritora no había visto nada igual en ninguna de sus ocho visitas anteriores a Bosnia. Y es que nunca había podido ir a Gorazde. De todas las ratoneras de los Balcanes, Gorazde es la peor. Peor incluso que Sarajevo. Cercada por todas partes por los serbios, Gorazde ha pasado tres años y medio ametrallada y bombardeada a diario y completamente aislada del mundo. Tan sólo el pasado 17 de octubre, cinco días después del alto el fuego, los serbios dejaron entrar en la ciudad el primer convoy de la ONU desde el estallido de la guerra en la primavera de 1992. Ahora entran uno o dos cada día con alimentos y medicinas.

Pero Gorazde sigue asediada y sin electricidad, agua corriente, gasolina y comunicación telefónica con el exterior. Es Numancia en el alba del siglo XXI. Centenares de personas -nadie sabe exactamente cuántas- han muerto allí de hambre.

Gorazde es una pura ruina. Viven aquí unas 56.000 personas, en su mayoría musulmanes. Son unas 18.000 más que al comienzo, de la guerra. Ello hace que incluso edificios sin techo, que apenas los acribillados muros exteriores en pie, exhiban ropa tendida en las ventanas. ¿En qué otra parte pueden meterse los refugiados, los musulmanes expulsados por los serbios de otros lugares de la región?

La vida ha retrocedido un siglo, en esta localidad. La principal tarea de la gente es preparar y almacenar leña. Es lo que hacen Alma Celyo y su marido, Sabaheta: cortar un tronco con una sierra al pie de su casa. Alma, una mujer de unos 50 años, era trabajadora en la papelera de Gorazde; su marido, conductor en la misma empresa. Ahora pasan sus días acarreando agua del río, cortando madera y esperando la distribución de la ayuda humanitaria.

«Esto era el hotel Drina», dice Adissa señalando un renegrido muñón. «Esto era un banco», continúa mostrando otra ruina ` Adissa, que habla un inglés aprendido a solas, nos guía a Susan Sontag y a mí por la ciudad. Tiene 15 años y desde hace tres no va a la escuela. Todas las de Gorazde fueron cerradas para evitar que los niños y los adolescentes perecieran reventados por un obús. serbio. Ahora están ocupadas por refugiados. El sueño de Adissa es ser periodista. Le pregunto por qué y me siento infinitamente estúpido al escuchar una respuesta tan evidente: «Para poder viajar y poder hablar con otra gente».

Deambulamos por las calles. Huele a basuras quemadas. En todas partes se amontona la leña. Una abuela cubierta con tina pañoleta carda lana al solecito. Caminan, armados con kalashnikov, los defensores de la ciudad. No circula un solo coche. Aquí el transporte ha vuelto a ser animal, los caballos percherones de los campesinos balcánicos, o por tracción humana, varios hombres tirando de un carro. Ondea la bandera del Estado bosnio: azul con flores de lis.

Alma, una niña de unos seis años, mocosa, cubierta de costras y con los pies descalzos, se ha agarrado a la mano de Susan Sontag, y su hermano Damir, de unos cuatro, a la mía. Vamos al río Drina. Allí las mujeres lavan la ropa; los hombres, las mujeres y los niños cargan cubos de agua y un montón de precarios molinos de agua sirven para generar un poco de electricidad. «Tuvimos que improvisar», explica Adissa.

Lo del mercado es espantoso. Se venden aquí algunas manzanas, pimientos y ajos y ropa y utensilios usados. Eso es, literalmente, todo. Bueno, no, también se venden hojas de tabaco cultivado en el lugar, a 30 marcos el kilo. De hecho, las plantas se secan en los balcones de las chamuscadas viviendas de detrás del mercado, edificios altos y feos de la época socialista. Sus vecinos usan poleas y cuerdas para subir el agua y la leña a los pisos superiores. Hay cola frente a un joven que se dedica a convertir en recargables los mecheros desechables y les pone gas de una botella que le ha regalado un casco azul . Todo es precariedad. «Antes de la llegada de la ONU», dice Adissa, «un kilo de sal costaba 100 marcos alemanes». «¿Y ahora?», «sólo. 50». Susan Sontag le compra a Alma un par de botas de plástico usadas. La niña da saltos de contento.


El convoy de la ONU ha salido de Sarajevo a las ocho de la mañana y ha tardado tres horas y media en serpentear los 80 kilómetros que le han llevado a Gorazde. Lo abría un pequeño carro de combate, que los franceses llaman saga i, con un cañón de 90 milímetros. Lo cerraba otro saga i. Ha tenido que atravesar el territorio controlado por las milicias serbias. En Rogatica, el control ha sido particularmente pesado, una parada de 25 minutos. Como dijo el capitán Solano, los serbios sólo querían demostrar que «ellos mandan aquí».

Tras la caída de Srebrenica y Zepa, Gorazde es el último bastión bosnio en el interior del territorio controlado por los serbios. Los Gobiernos occidentales parecen dispuestos a proponer que, en las conversaciones de paz que comienzan la próxima semana, el Estado bosnio renuncie a este enclave a cambio de concesiones serbias en otras partes. Pero la gente de Gorazde no ha aguantado tres años y medio para terminar aceptando semejante capitulación. Bajo una bandera bosnia y un retrato del presidente Izetbegovic, nos lo reitera en su despacho Riad Rastic, el presidente del distrito de Gorazde. «Creemos», dice, «que puede y debe encontrarse una solución política, pero, desde luego, sin renunciar a la existencia de esa Bosnia unida y multicultural por la que tanto hemos sufrido en esta ciudad».

¿Qué pasará con Gorazde? Nadie lo sabe. «Los chetniks», dice Adissa indicando las cercanas colinas, «siguen ahí». Esperando como una manada de lobos que la presa caiga en sus manos.

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