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Yasir Arafat / Perfil / Con Juan Carlos Gumucio / Palestina

YASIR ARAFAT / Perfil

El líder de la OLP es, ante todo, un hombre profundamente realista. Asumió hace tiempo que al Estado de Israel no lo borra de Tierra Santa ni el Anticristo

JAVIER VALENZUELA, JUAN CARLOS GUMUCIO / Jerusalén / El País / 5 de septiembre de 1993

Puede ser una de las grandes noticias del siglo, pero de momento es un espejismo. Ahora bien, un espejismo que ha empezado a tomar cuerpo en un coqueto chalé de Jericó rodeado de árboles frutales, el chalé de invierno de Musa al Alami, un rico palestino de Jerusalén. El espejismo es el regreso de Yasir Arafat a su tierra tras un larguísimo exilio forzoso, un regreso cuya primera escala podría ser ese chalé del hermoso oasis bíblico que Josué conquistara a golpes de trompeta hace miles de años.

Uno de los grandes tópicos del análisis político contemporáneo afirma que Arafat es un especialista en convertir sus derrotas en victorias. Los tópicos a veces son verdad y éste es uno de los casos. Al término de la petrocruzada contra Sadam Husein, Arafat parecía haber muerto políticamente por enésima vez. De hecho escribir el epitafio político de Yasir Arafat ha sido durante años un pasatiempo en todas las conversaciones de café de Oriente Próximo.

En sintonía con los sentimientos de su pueblo, había apoyado al dictador iraquí frente a una enorme coalición que incluía a la única superpotencia del final del milenio, Estados Unidos, y a países árabes como Arabia Saudí, Kuwait o Egipto, los principales apoyos políticos y financieros de la causa palestina. Arafat había vuelto a meter la pata.

Y, sin embargo, cuando  «El País» lo entrevisté en Túnez en octubre de 1991, en la víspera de la apertura de la Conferencia de Paz sobre Oriente Próximo de Madrid, a Arafat no se le despintaba del rostro su sempiterna sonrisa. Nadie le había invitado a Madrid, pero Arafat estaba convencido de que esa conferencia era solo el aperitivo de un almuerzo de la paz en el que él sería uno de los principales comensales. Israelíes y norteamericanos no tendrían otro remedio que convidarle a la hora de la verdad.

Esa hora podría haber llegado y, en efecto, Arafat afila tenedor y cuchillo. Los israelíes han terminado por descubrir lo que tantos amigos sinceros del Estado hebreo y de la paz les venían diciendo desde hacía años: más vale negociar con Arafat que dejar que la situación siga pudriéndose. Arafat puede ser ambiguo y marrullero, pero en su caso, como en el de tantos políticos colocados en situación de debilidad objetiva, esos vicios son virtudes. Arafat es ante todo un hombre profundamente realista. Asumió hace ya tiempo que al Estado de Israel nadie no lo borra de Tierra Santa.

Como la vida de este hombre está repleta de paradojas, no ha sorprendido a los que lo conocen el hecho de que la resurrección política de Arafat haya venido de la mano de Israel y haya estado basado en el hecho de que al líder de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) se le estuviera escapando a chorros el control de su pueblo. Desde finales de los sesenta la sonrisa de Arafat, enmarcada por un kefieh y una barba de vanos días, era la bandera palestina. En Jerusalén, Gaza, Cisjordania o la diáspora, los palestinos la identificaban con la seguridad en que la historia terminaría haciéndoles justicia. El signo de la victoria en los dedos de Arafat tras cada una de sus derrotas políticas, diplomáticas o militares calentaba el corazón de su pueblo.

Pero los palestinos habían empezado a desesperarse. Habían empezado a sospechar que la OLP era una locomotora que los llevaba a ninguna parte. Muchos de ellos habían decidido dejarse la barba o cubrirse el cabello con un velo, y apostar por el mensaje milenarista del movimiento islámico Hamás. Y eso fue lo que despertó escalofríos de terror en los muchos israelíes con dos dedos de frente. Arafat se convirtió en un mal menor frente a los locos de Dios, en una razonable alternativa incluso. Ya hace más de cinco lustros que Arafat no ve el paisaje de queso y miel de Tierra Santa. Lo abandonó en 1967, tras la Guerra de los Seis Días, la fulgurante operación que le permitió a Israel hacerse con lo que quedaba del antiguo mandato británico de Palestina. Dos años después, Arafat accedió a la dirección de la OLP. Desde entonces es un viajero infatigable.

No es sólo que Arafat vaya de país en país, es que incluso en una misma ciudad no duerme dos veces seguidas en la misma cama. Sus enemigos, las gentes que lo quieren matar, son innombrables y van desde el mejor servicio secreto del mundo, el Mosad israelí, a países árabes especializados, como Siria, en tirar la piedra terrorista y esconder la mano, pasando por una constelación de extremistas palestinos que incluye a los temibles Abu Nidal y Ahmed Jibril.

Así que entrevistar a Arafat supone aceptar de antemano que uno va a pasar días y días saltando de ciudad en ciudad y matando el tiempo en hoteles a la espera de una llamada telefónica. Esa llamada llegará finalmente a las tantas de la madrugada: «Vístase. Paso a recogerle. Abu Amar va a verle».

Abu Amar, el Viejo y Arafat son otros tantos nombres para uno de los personajes más públicos y al mismo tiempo más misteriosos de nuestro tiempo. No se sabe muy bien cuándo y dónde nació. Debió ser hacía 1929, en Gaza o Jerusalén. Muchos dicen que en El Cairo pero él lo niega tajantemente. Más seguro es que estudió ingeniería en la capital egipcia y que desde muy joven se labró una sólida reputación profesional. Incluso se dice que amasó una pequeña fortuna diseñando caminos y puentes en Kuwait. Su primer sueldo, anotan algunos biógrafos, se lo gastó en un Chevrolet deportivo y descapotable. A Arafat le chifla la velocidad. En dos ocasiones ha sobrevivido a terribles accidentes de tráfico.

Mucha mayor pasión,  por supuesto, invirtió en la política desde su adolescencia. Para Arafat, el nacionalismo árabe ha sido siempre un dogma de fe. Abu Amar es también un asceta y un piadoso musulmán, hábil negociador y combatiente arrojado. Si Arafat viste de uniforme y lleva pistola al cinto, no es por pose. En muchas ocasiones ha empuñado la metralleta y es un experto en el manejo de explosivos.

Durante décadas, a Arafat no se le conoció mujer. Él decía estar casado con la «revolución palestina» y sus enemigos aseguraban que sus preferencias sexuales no eran las que un conservador calificaría de ortodoxas. Pero hace un par de años Arafat se casó. Era, al menos técnicamente, la muerte de un rumor que creció gracias a más de un comentario de periodistas famosos como la italiana Oriana Fallaci. El casamiento en sí fue una historia tan oscura como el resto de las que tienen a Abu Amar como protagonista. Su esposa, Soha Tawil, una afable palestina trigueña de menos de treinta años, era una de sus principales colaboradoras políticas. Lo sigue siendo y eso es lo único que se filtra de la vida familiar de la primera pareja palestina. Inevitablemente, ya hay un rumor: madame Arafat está embarazada, e Inchá Alá dará a luz en Jericó, se dice en Jerusalén. Pero, como tantas cosas en la vida de Arafat, esto también es un enigma.

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