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El Gran Chambelán / Retrato de Balladur / Primer Ministro / París / Francia

El Gran Chambelán

Balladur, principal aspirante a primer ministro, seduce a los franceses sin concesiones a la galería

JAVIER VALENZUELA / PARÍS / EL PAIS / DOMINGO / 14 DE MARZO DE 1993

Enfundado en un abrigo loden, con los cuatro cabellos grises alborotados por el viento, la gran papada bien cubierta por una bufanda y las manos enguantadas de cuero, un sexagenario hace campaña por el mercado del bulevar de Grenelle. Va seguido por un enjambre de periodistas, fotógrafos y cámaras de televisión. Cada dos por tres, cuando los reporteros irrumpen en su espacio vital, les lanza una mirada de impaciencia y mal humor. Los reporteros se apartan como alcanzados por una descarga eléctrica.

Hay una gran agitación entre los reporteros: el candidato va a estrechar la mano a un vendedor de quesos y yogures. ¡Es la imagen de la jornada! El candidato se quita el guante de la mano derecha, lo dobla con parsimonia, lo guarda en un bolsillo del loden, tiende su diestra, sonríe para la historia y toma contacto físico con el pueblo. El apretón es flojo. Crepitan las cámaras. «Bonjour, monsieur, comment allez-vous?» (Buenos días, señor, ¿qué tal le va?), dice el candidato. Y apenas recibida la respuesta de que todo va bien, ya se está despidiendo: «Au revoir, bon courage » (Adiós, buena suerte).

El candidato es Edouard Balladur, el hombre que tiene más probabilidades de ser el futuro primer ministro de Francia. Representa en esta circunscripción del acomodado XV distrito de París a los suyos, los gaullistas de Jacques Chirac.

De Balladur podrá decirse lo que se quiera salvo que se disfraza para conseguir más votos. En este mercado cubierto por el metro aéreo, al igual que en sus viajes por la Francia profunda, Balladur no interpreta otro papel que el de Balladur. Va impasible el ademán, monótono el verbo, lentos y precisos los pasos, y suaves y autoritarios los modales. Sin esforzarse por mostrarse demasiado cordial con los desconocidos, sin volverse loco por besar a los niños, limitándose a mojarse los labios por cortesía cuando le ofrecen un vaso de vino.

«Lo mío», dice, «no es hacer el payaso en los mercados, los teatros o los estudios de televisión».

Es Balladur el fruto del buen comer, el mucho leer y los miles de horas pasados en escuelas de élite, consejos de administración y salones aristocráticos del barrio de Saint-Germain. Es regordete, de rostro redondeado, narizón puntiagudo y pelo escaso y plateado. Pero si su aspecto físico, su voz tan británica y su formalismo sugieren blandura, sabe expresar su firmeza con relampagueantes miradas o cortes verbales. The Wall Street Journal ha dicho de él: «Poco brillante, poco lustroso, poco humorístico, apegado a los hechos, serio y pesimista».

Lo sorprendente es que este hombre, que no oculta que prefiere la compañía de un banquero a la de un vendedor de quesos del bulevar de Grenelle, sea el candidato favorito de los franceses para el palacio Matignon. En todas las encuestas, Ballladur, con entre un 38% y un 45% de opiniones favorables, supera a los otros aspirantes al puesto de primer ministro. Y, cosa milagrosa, su nombre cuenta con la aprobación tanto de su padrino, Chirac, como del presidente socialista, François Mitterrand.

Unos puestos más allá, una señora se arroja entusiasmada sobre el candidato. Éste la frena y repite la ceremonia de quitarse el guante y estrechar su mano. «Monsieur le premier ministre» (Señor primer ministro), saluda la señora. Balladur rechaza el título con un gesto cardenalicio. «Non, non, madame. Monsieur le candidat» (No, no, señora, señor candidato), responde. Pero sus ojillos brillan de placer.

La señora explicará luego al periodista que piensa votar a Balladur porque es «honesto», lo que en los tiempos que corren en Francia y otros países vecinos es todo un piropazo. Y añadirá que le parece muy bien que «sepa guardar las distancias».

La fría magia de Balladur funciona muy bien en provincias. Viaja desde París en una avioneta alquilada y, cuando llega a los aeropuertos locales, va directo a la sala o al restaurante donde le esperan sus correligionarios, con multitud de banderas francesas, que hacen la V de la victoria. Allí Balladur parece sestear mientras hablan los otros oradores. Una periodista le preguntó una vez si le gustaban esos actos. «Por supuesto», respondió. «Todo esto es muy instructivo y bastante simpático. ¿Pero por qué me hacen siempre esta pregunta? ¿Tengo el aspecto de aburrirme?». En los banquetes parece más animado; sobre todo a la hora de los postres. Balladur es un goloso que nunca se cansa de engullir pasteles de chocolate.

Cuando le toca su turno, la gente le escucha con muchísimo interés. Y eso que, en teoría, sus discursos deberían provocar un bostezo unánime. Balladur nunca se ceba en los socialistas, a los que tan sólo parece reprochar haberse excedido en el déficit presupuestario. Tampoco hace promesas. Si Chirac piensa que las promesas sólo comprometen a los que las reciben, él no. Balladur repite: «Francia nunca había conocido una situación tan grave desde que terminó la II Guerra Mundial. El enderazamiento será lento y difícil. No podemos hacer milagros. Vamos a necesitar un gran esfuerzo, mucho coraje y una gran cohesión». Y arranca aplausos interminables. Así explica él este éxito: «No es el momento de las parrafadas líricas ni los insultos feroces. La gente quiere seriedad, precisión. Yo no soy un pesimista, sólo quiero despertar esperanzas razonables».

¿Quién es este hombre que oculta tan celosamente su vida privada? Sus biografías sólo dicen: «Nacido en Esmirna el 2 de mayo de 1929», pero el escritor Daniel Rondeau ha viajado a Turquía para reconstruir sus orígenes. Y ha descubierto que los Balladur eran una rica, culta y políglota familia de origen armenio protegida por la Sublime Puerta. En 1797, el sultán Selim III les declaró súbditos franceses para reforzar la seguridad de sus personas y sus bienes. Tras la revolución de Ataturk, el padre de Edouard Balladur, uno de los directores de la Banca Otomana, se arruinó, abandonó Turquía y se instaló en Marsella. El posible futuro primer ministro de Francia tenía apenas unos años de vida.

Tras estudiar el bachillerato en Marsella, Balladur viajó a París para ingresar en la Facultad de Políticas. Católico ferviente, vivió en un albergue de los padres marianistas. Más tarde entró en la Escuela Nacional de Administración (ENA), hizo oposiciones al Consejo de Estado y se casó con Marie-Josephe Delacour, que le ha dado cuatro hijos.

La ascensión de Balladur comenzó en 1963, al incorporarse al Gabinete de Georges Pompidou, entonces primer ministro del general De Gaulle. Pompidou le encargó de las relaciones con los sindicatos y le dio el siguiente consejo: «Balladur, es evidente que no puede decirse toda la verdad, pero no mienta nunca». También le dijo: «Le deseo muchos enemigos. Eso querrá decir que usted cuenta». Cuando Pompidou accedió a la presidencia, Balladur fue encargado del secretariado general del Elíseo. Allí intimó con los engranajes del aparato del Estado.

Tras la muerte de su primer mentor, Balladur rechazó la Embajada en el Vaticano y se pasó a la empresa privada. De allí le sacó Chirac, convertido en su nuevo padrino. «Mucha gente», afirma Franz-Olivier Giesbert, director de Le Figaro, «ha intentado sembrar la cizaña entre Chirac y Balladur, pero nadie ha conseguido enfrentarles de veras».

En 1983, Balladur inventó la teoría de la cohabitación de un Gobierno de derechas con un presidente socialista. Y cuando esta teoría comenzó a aplicarse en 1986, Chirac le nombró su ministro de Economía y Hacienda. Balladur condujo con mano de hierro la política de privatizaciones, suprimió el impuesto sobre las grandes fortunas, se rodeó de sus amigos banqueros y se ganó los sobrenombres de Gran Chambelán y Virrey del Perú.

Balladur disfruta del poder tanto como de los caramelos que le ofrecen las azafatas gaullistas en los actos electorales. Le encanta verse rodeado de ujieres y es muy estricto con el protocolo. Es también un gran trabajador que sabe economizar sus fuerzas. Comienza pronto, y a las siete de la tarde ya ha terminado. Aún le queda tiempo para «leer, reflexionar y estar con la familia». No practica otro deporte que las caminatas por la montaña durante las vacaciones.

Balladur está a punto de terminar con la obligación de visitar el mercado del bulevar de Grenelle. Se digna entonces dirigirse a los periodistas y les suelta lo de siempre: «Nuestro país ha entrado en una fase de recesión. El paro va a agravarse y nosotros no tenemos una varita mágica para remediarlo. Es necesario que los franceses sepan que no va a ser posible resolverlo todo de inmediato. Hay que trabajar».

Durante la campaña Balladur no se cansa de leer esta sentencia de Pascal: «Si todos los seres humanos supieran lo que dicen los unos de los otros, no habría cuatro amigos en este mundo». Así que el Gran Chambelán cree que cuanto menos se hable y menos se sepa de él, mejor.

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