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Jugando a Alí Babá / Sobre el regateo / Mundo árabe / Marruecos

Jugando a Alí Babá

JAVIER VALENZUELA, EL PAÍS, Domingo, 3 diciembre 1989

Para la gran mayoría de los occidentales, demasiado apresurados incluso cuando se trata de un viaje de placer, el regateo en los zocos árabes es un tormento, una fatigosa pérdida de tiempo. Los árabes, por el contrario, lo encuentran un juego intelectual muy divertido, que tiene la ventaja añadida de descubrir cuál es el precio justo de un producto.

    Ya a comienzos del siglo XIX, los primeros viajeros británicos por el norte de África y Oriente Próximo maldecían el regateo, una práctica que les parecía el colmo de la inmoralidad. «Si se aplicaran las leyes inglesas en Oriente», escribió en 1822 John Lewis Burckhardt en Travels in Syria and the Holy Land, «la mayoría de los comerciantes estarían expuestos a la deportación». Chocaba a los europeos que los árabes encontraran natural hacerles pagar más que a los nativos, puesto que evidentemente eran más ricos.

    La diferencia entre el punto de vista occidental y el árabe radica en el hecho de que, para el primero, el precio justo es, en principio, el precio fijo, dado que el tiempo es oro; para el segundo, el precio justo es aquél que el comprador está dispuesto a pagar y que se establece a partir de varios elementos: el coste de fabricación y comercialización del artículo, el interés del cliente y sus posibilidades económicas.

    El primer consejo que debe darse al viajero occidental es que se desprenda de cualquier idea paranoica. Por muchos cafés o tés que haya tomado con el vendedor, por mucho tiempo que éste haya perdido desplegando alfombras, nadie está obligado a comprar algo que no le satisface. Si no encuentra lo que le gusta o si el último precio del comerciante no le conviene, el viajero puede resolver perfectamente la situación con una sonrisa, un elogio de las mercancías, un apretón de manos y un efusivo chukram (gracias).

    No hay, en cambio, reglas fijas respecto a en qué proporción debe reducirse el precio de partida dado por el vendedor. En ciudades con una gran afluencia de turistas, como Tánger, Marraquech, Fez, Túnez o El Cairo, donde los chavalines saludan al extranjero con el nombre de Alí Babá, es conveniente dividir la cifra inicial por dos y a veces hasta por tres o cuatro. En Damasco, Rabat, Ammán o Kuwait hay que contar con una primera proposición algo más razonable.

    Lo importante es darle un vistazo al artículo y hacer una valoración mental de hasta cuánto puede uno pagar por él a partir del interés suscitado y del peso de la propia bolsa. Debe tenerse en cuenta que el coste de la mano de obra artesanal en el mundo árabe es sensiblemente inferior al europeo, por lo que no deben conmover demasiado las constantes afirmaciones del comerciante de que sus mercancías están hechas a mano y han requerido mucho tiempo de fabricación. El árabe sabe que ese argumento es definitivo en los países industrializados e intenta abrumar así al visitante extranjero.

    Es recomendable curiosear por la tienda sin detenerse en nada en particular, inquirir acerca del origen de algunos productos, preguntar al tuntún el precio de varios de ellos, no mostrar las cartas propias desde el primer momento. Ello no supone una pérdida de tiempo, sino una agradable inmersión en el universo de la artesanía árabe, cuya belleza y fidelidad a los patrones tradicionales valen en muchas ocasiones tanto o más que las visitas a monumentos y museos.

    Y luego hay que ir acercándose al grano al modo local, chuya, chuya (despacito). Coger el articulo que a uno le interesa como si fuera de modo fortuito y preguntar con la mayor indiferencia que se pueda: «¿Cuánto quiere por esto?». «Tiene usted muy buen gusto, señor», responderá invariablemente el vendedor, «ha escogido una pieza muy buena, hecha a mano, una verdadera antigüedad…».

    Sabiendo que el primer precio del bazar nunca es el definitivo, sino sólo un sondeo, hay entonces que reírse ante lo exorbitado de la cifra de salida, ofrecer sin ningún complejo una propia, protestar, enfadarse, amenazar con irse, encontrar algún defectillo al objeto, jurar que no se tiene un céntimo más del que se ofrece, invocar como testigos del juramento a la familia y a los muertos, recurrir a la intervención de terceras personas que hagan de mediadoras… Pero, también hay que reconciliarse, sentarse a tomar el té, adular, elogiar la mercancía, aparentar una gran familiaridad con el vendedor, preguntarle por la mujer y los hijos, cuchichearle al oído unas confidencias, asegurarle que se está haciendo un gran esfuerzo al subir la cantidad, etcétera.

    La tradición árabe manda que el regateo pueda practicarse con todo tipo de productos excepto ejemplares del Corán y mortajas funerarias. Es como una justa verbal, en la que las partes despliegan sus talentos durante períodos que pueden llegar a dos o tres horas y, para productos muy valiosos, a días y semanas. Una representación teatral, frecuentemente cómica, en la que todo el mundo habla fuerte y gesticula mucho y en la que, al final, ajustado el precio, el vendedor se lamentará como si estuviera sellando su ruina, y el comprador hará lo propio, subrayando la gran habilidad mercantil del contrario. Y, como dicen los árabes, todos tan contentos; al hamdulilá (gracias a Dios).

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