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Bebedor del viento. Reportaje sobre los camellos para EL PAÍS SEMANAL

BEBEDOR DEL VIENTO

JAVIER VALENZUELA, EL PAÍS SEMANAL, 16 DE ABRIL DE 1989

«No hay más dios que Dios», recuerdan cinco veces al día los almuédanos a cerca de 1.000 millones de personas. El alma del islam es su insistencia en la unicidad de Dios, frente a la cual la sagrada Trinidad de los cristianos parece una perversión politeísta. Esa radical militancia musulmana en el monoteísmo es un fruto espiritual del desierto. Allí recibió Mahoma la revelación del Corán y allí surgieron los primeros árabes que extendieron su mensaje. «Entre un cielo y una tierra puros, desnudos y aplastantes, el ser humano no puede creer en muchos dioses», suele decir el escritor Juan Goytisolo, vecino de Marraquech.

     Han sido el camello — un mamífero rumiante de dos jorobas, natural de Asia y el Turkestán — y el dromedario — su pariente africano, de una sola giba — los que han permitido a una parte de la humanidad sobrevivir en un medio tan hermoso y tan cruel. El camello — en adelante llamaremos también así al dromedario — está tan adaptado a la escasez de agua del desierto que muchos árabes lo llaman bebedor del viento. Otros emplean la denominación safinat al sahara o barco del desierto.

     Durante el largo viaje por el Sáhara occidental camino de la ciudad santa de Smara, el guía local que me había adjudicado el gobernador de El Aaiún alababa los progresos de la colonización marroquí de la región, que, aseguraba, había traído institutos, hospitales, agua potable, electricidad y aeropuertos. Sin embargo, aquel hombre no pudo reprimir en un momento dado su nostalgia de los viejos tiempos del nomadismo y el pastoreo de cabras y camellos. Con ese énfasis que los árabes ponen cuando hacen declaraciones profundas, el guía dijo: «El camello es un regalo de Dios a los hombres; el animal más hermoso e inteligente que existe».

     Nuestro Jeep atravesaba a buena velocidad una carretera rectilínea, en cuyos bordes se veían de cuando en cuando algunas jaimas y unos cuantos rebaños de camellos. Pedí que nos detuviéramos delante de uno de ellos.

     En pie sobre un suelo de guijarros y carcasas de langostas muertas, vestido con deraha azul y unido al mundo y sus sobresaltos por un transistor de pilas, Dlaimi Sidi Ahmed Yaraalá vigilaba a una treintena de camellos. Los animales estaban sueltos y mordisqueaban los rastrojos. Eran monstruos rústicos cuya calma no ocultaba la desconfianza con que olfateaban en todas direcciones.

     Yaraalá, escuálido como un chacal, contó, que era mauritano y que su patrón y dueño del rebaño era un antiguo soldado del Ejército español en el Sáhara occidental. El patrón vendía los animales en El Aaiún a un precio de unas 140.000 pesetas por cabeza.

    — ¿Para qué los usan los compradores? —pregunté—. ¿Como montura?

    — No. Eso se acabó con los coches — respondió el pastor —. Ahora sólo los compran para beber su leche o para matarlos y comerlos.

     Smara es el villorrio donde, a finales del pasado siglo, el jeque Maalainin predicó la yihad  o guerra santa, contra los franceses y españoles que comenzaban su conquista de la parte occidental del gran desierto africano. Desde la Marcha Verde, Smara había cambiado mucho. Ahora la gobernaba un rgubi promarroquí llamado Jalil Djil.

    — El proceso de sedentarización de las tribus del Sáhara comenzó ya en la época de la colonización española, como consecuencia de una larga sequía que arruinó los pastos. La Administración marroquí lo considera irreversible — dijo Djil en su flamante residencia de Smara. Era un hombre que se mantenía en forma bajo un impecable traje de chaqueta y corbata.

    — Se acabaron entonces los camellos…

    — En absoluto. Yo creo en un renacimiento del pastoreo. El camello es una gran fuente de riqueza — respondió Jalil Djil. Con una sonrisa soñadora iluminando su redondo rostro de chocolate añadió: «En esta región, podemos reconstruir una gran cabaña de camellos, atendida al estilo norteamericano».

    Se explicó de inmediato: «Quiero decir de la misma forma que los rancheros modernos vigilan y cuidan sus vacas en Estados Unidos. Con vehículos todoterreno, helicópteros, veterinarios y todas las comodidades modernas en las viviendas de los propietarios y los trabajadores».  Imaginé con regocijo a un enturbantado beduino informándose por radioteléfono de las cotizaciones de la Bolsa de Francfort mientras conducía un tropel de camellos desde un vehículo todo terreno japonés. Mi memoria saltó de inmediato pocos meses atrás, a una visita a los campamentos del Frente Polisario en Tinduf.

     Los independentistas saharauis habían obsequiado a sus huéspedes con una espectacular carrera de camellos en pleno mediodía estival. Fue hermoso ver a aquellos hombres azuzando a sus monturas con puntiagudas varas, bajo un sol implacable y en medio de una espesa polvareda atravesada por los agudos yuyus de sus mujeres. Para los guerrilleros de Tinduf, la carrera de camellos era aún una prueba de virilidad y un grito de guerra, algo muy diferente de las competiciones similares que se celebran en Dubai.

    Dubai es una sociedad de mercaderes, cruce tradicional de caminos de árabes, persas e indios, y ahora de chinos, japoneses y coreanos. Es uno de esos prósperos emiratos del golfo Pérsico donde se organizan fiestas con el aire acondicionado a temperatura glacial, tan sólo para que las mujeres puedan lucir los abrigos de pieles que han comprado en Europa. Las carreras semanales de camellos de Dubai tienen un gran colorido, pero uno no puede evitar la impresión de estar asistiendo a un espectáculo de hipódromo inglés, sólo que con bestias y jinetes exóticos.

     En cambio, aquellos beduinos de Tinduf alzados en armas contra el imperio jerifiano conservaban intacta la capacidad de sus mayores para, en un universo donde el profano no ve más que la uniformidad sin matiz, reconocer y registrar en su memoria los menores puntos de referencia: un cambio en el color de la arena, la densidad y dimensión de unos guijarros, la forma de una roca, las trazas de un ued, un río que no corre desde los tiempos de Abraham.

    Antes de que Occidente pusiera fronteras al mundo árabe se podía ir de Marraquech a La Meca sin necesidad de visados. En esa época, las distintas tribus beduinas eran las dueñas incontestadas del Sáhara africano. Aquellos guerreros, mercaderes y pastores se llamaban, a sí mismos hijos de la nube, para recordar su eterno movimiento en busca de lluvia.   Los beduinos daban decenas de nombres diferentes al camello, según su sexo, su edad, su origen, su estado físico y otros atributos y cualidades. El camello era su vida. Les daba leche — una camella puede producir de tres a cinco litros por día —, carne, pelo con el que tejer las tiendas y piel con la que hacer las cuerdas. El camello era la única montura y bestia de carga, y también la principal referencia económica. La dote de la novia, las multas por las infracciones de las normas tribales y el precio de la sangre vertida injustamente se fijaban en cabezas de camellos.

    El secreto del camello es que en pleno rigor estival puede pasar cinco o seis días sin abrevar, y durante el invierno y la primavera, si los pastos están verdes, hasta cuatro y cinco meses. Ese animal extraño, tímido y altivo no sólo puede prescindir del agua, sino también de la comida. Las reservas de grasa de su joroba le permiten marchar sin probar bocado durante semanas enteras. El camello es un animal noble y refinado, muy sensible a la limpieza de su bebida y de su alimento, que sólo en espacios ilimitados y lavados por el viento desarrolla toda su extraordinaria flema.

    Puede decirse con todo rigor que es capaz de hacer etapas diarias de 40 a 80 kilómetros sin la menor señal de fatiga. T. E. Lawrence, el aventurero inglés, afirmó que una vez su camella Gacela recorrió de un tirón 143 millas inglesas por la península Arábiga. Lawrence escribió en Los siete pilares de la sabiduría páginas estupendas sobre los camellos. En una ocasión, los guerreros árabes con los que viajaba comenzaron una vivaz melodía y los animales, cuenta en el citado libro, «agacharon sus cabezas, alargaron sus cuellos y con paso estirado avanzaron pensativos mientras duraban los cantos». Otra vez, las cabalgaduras bebieron aguas purgantes en un lugar llamado Semma. «El estiércol», escribió Lawrence, «salía de entre sus corvas como si fuera agua de guisantes».

    A finales del invierno de 1983, las autoridades argelinas convocaron en Uargla un congreso científico internacional sobre el presente y el futuro del safinat al sahara. El congreso cifró el total mundial de camellos y dromedarios en unos 18 millones de cabezas; el 90%, de una sola joroba. Cuatro países — Somalia (cinco millones), Sudán (tres millones), Etiopía (un millón) y Mauritania (850.000) —  se reparten más de la mitad de las existencias mundiales de estos rumiantes.

     Los especialistas reunidos en Uargla concluyeron con la advertencia de que si no se adoptan medidas de protección el camello está en peligro en los Estados de Túnez, Argelia y Marruecos, donde existe un total de 250.000 cabezas, la cuarta parte de las que había hace apenas tres o cuatro décadas. Explicaron esa regresión en el noroeste africano por el desarrollo de los transportes mecánicos, la desaparición del nomadismo entre las tribus saharauis y, sobre todo, por el elevado precio de la carne de vacuno en la región. Los mataderos de camellos están haciendo estragos irreparables entre la cabaña magrebí.

   En el noreste del continente, el camello parece tener un mejor futuro. Sobre las gibas de los dromedarios sudaneses, África sigue subiendo diariamente a lo largo del Nilo para llegar a El Cairo.

     La Guide Bleu afirma que el suburbio cairota de Embaba «está desprovisto de interés para los turistas, y recuerda que allí se libró la batalla de las pirámides entre Napoleón y los mamelucos. El recepcionista del hotel Cosmopolitan, un vivaracho nubio, parecía compartir la primera y equivocada afirmación de la Guide Bleu. Sin embargo, es en Embaba donde se organiza diariamente un zoco de camellos.

     A medida que el Fiat negro se alejaba del centro, El Cairo se hacía aún más pobre, más caótico, más sucio y más auténtico. Desfilaron palmeras, canales con los bordes convertidos en vertederos, felahs a bordo de carritos tirados por asnos de miniatura, policías de tráfico en busca de un lugar donde esconderse a dormitar, vendedores de patatas asadas, niños de baberos recosidos que salían en algarabía de la escuela; en fin, toda la humanidad de los arrabales cairotas. La mucha luz y el polvo difuminaban los contornos, como si todo se viera desde el fondo de un estanque ardiente. Sin embargo, el mercado de camellos estaba al lado de un moderno aeropuerto militar. En Oriente, todo lo antiguo sobrevive al lado de lo recién llegado.

    El mercado de camellos de Embaba era una aldea sudanesa tal cual, salvo por la ausencia de las mujeres, que se habían quedado allí abajo. África tenía en Embaba el color blanco del algodón, el negro de la piel del sudanés y el tostado del pelo del rumiante.  Había por doquier bloques de paja; niños que conducían burros, cabras y ovejas, y gallinas alborotadoras. Olía a té y a excrementos. Castigaba el sol, y aquel rincón del África negra en la ciudad madre del mundo tenía una plácida agitación que invitaba a sentarse bajo un sombrajo y dejar pasar las horas, evitando, eso sí, que los jorobados rumiantes te orinaran encima.

    Los camellos, un par de miles, formaban grupos por todas partes. Los cuidadores sudaneses les miraban distraídos. Unos jugaban al dominó bajo parasoles de muchos colores; a otros se les veía sumergidos en insondables meditaciones, bien agarrados a sus puñales, obras de artesanía con fundas de piel de cocodrilo y afiladísimas hojas de metal blanco. Algunos se dedicaban al corte y confección de galabíes o túnicas con grandes lienzos de algodón azul, blanco y negro y tricotosas de anticuario.

     Un gigantesco y cordial sudanés contaba cómo había caminado con sus animales durante 40 días, por pistas de arena y siguiendo el curso del Nilo, desde las cercanías de Jartum hasta Sohab. En Sohab habían tomado un tren que les llevó a El Cairo, siempre en paralelo a la única fuente de vida del noreste de África. El pastor y sus bestias habían llegado extenuados al zoco de Embaba.

    Desde hacía muchos siglos se repetía ese movimiento, y aún hoy, todos los días de la semana se compraban y se vendían en el suburbio cairota los camellos traídos de Sudán. La mayoría de las grandes transacciones se realizaba los viernes, antes de la plegaria del mediodía. Un viernes cualquiera se ponían a la venta hasta 5.000 camellos, contó el sudanés. Por un precio que oscilaba entre las 1.000 y las 2.000 libras egipcias — entre 100.000 y 200.000 pesetas — podía adquirirse un animal de unos seis o siete años, bien entrenado por los camelleros del sur.

     La compraventa se hace como Dios manda. El cliente era un egipcio que quería el animal para llevarlo al matadero, atarlo a una noria, uncirlo a un arado, usarlo como medio de transporte o tal vez explotarlo en Giza, para pasatiempo de los turistas que se acercan a las pirámides. El posible comprador miró la boca y las pezuñas del monstruo, lo palpó, lo montó, protestó, apeló a su honor y al de su familia, esgrimió el garrote, tiró de la galabía del vendedor, mentó al Profeta y a Alá y, finalmente, se fue a discutir en torno al té que los sudaneses preparaban en renegridos fogones.

    Al final, en uno de esos súbitos cambios de humor de los que los árabes son maestros, comprador egipcio y camellero sudanés se dieron las manos, las retuvieron con fuerza unos minutos, se las llevaron luego al corazón y se felicitaron con sonoros mabruk.

    —Y ustedes, ¿no quieren comprar uno? Bueno, da igual. Tómense un té.

   El sol había llegado a su punto más alto y derramaba sobre Embaba fuego y también una legión de impertinentes moscas. Los únicos que parecían no sentirlo eran los camellos, porque incluso aquellos sudaneses procedentes del desierto paralizaron sus actividades y fueron a refugiarse en las sombras. De una humilde mezquita llegó el canto del almuédano. Recordó el buen hombre que Dios es grande.

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