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En Gaza sólo quedan piedras para enfrentarse al Ejército israelí. Crónica del comienzo de la Intifada / Israel y Palestina

En Gaza ya sólo quedan piedras para enfrentarse al Ejército israelí

JAVIER VALENZUELA,  GAZA
EL PAÍS, 20 DE DICIEMBRE DE 1987

Niños, adolescentes y jóvenes quemaban ayer en las carreteras y calles de Gaza sus últimas provisiones de neumáticos y se enfrentaban a pedradas con los soldados israelíes de la brigada de elite Golani, que, tal vez a causa de la catarata de críticas internacionales, hacían un uso prudente de sus armas de fuego. Una huelga general paralizaba el territorio, al igual que la ciudad vieja de Jerusalén, donde se produjeron manifestaciones de protesta con arrestos y heridos. Fue la undécima jornada de protesta de los palestinos de los territorios ocupados militarmente por Israel desde 1967, una espontánea revuelta que ya ha provocado al menos 15 muertos.

     Los combatientes de Gaza temblaban de excitación y miedo. Eran chavales de cinco a veinte años, varones la mayoría, aunque también algunas muchachas. Tenían manos y rostros sucios, renegridos de humo, grasa y tierra.

     En los bordes de calles y carreteras, los chavales formaban grupos expectantes, al lado de sus improvisados polvorines: montones de cascotes y piedras. Sus mayores les arrojaban desde la ventana muebles viejos y latas vacías, para que reforzaran sus débiles barricadas. «Ya no nos quedan neumáticos que quemar», dijo uno. Así que, probablemente, las columnas de humo negro que se elevaban en Gaza eran las últimas de la actual temporada de protestas. A partir de ahora, los jóvenes manifestantes tendrán que buscarse otras cosas que incendiar.

      A falta de periódicos o emisoras de radio y televisión, el boca a boca es el principal medio de comunicación de los palestinos de Gaza. Al principio de los presentes sucesos, lo que el diario israelí Jerusalem Post llama la «información del gueto» era difundida por los almuédanos desde los altavoces por los que llaman a la oración. Pero pronto los ocupantes les cortaban la electricidad, y ahora, para enterarse de lo que ocurre, hay que ir en persona a las mezquitas, sobre todo a la plegaria del mediodía. Es lo que hace la gente.

      La principal consigna de los manifestantes de Gaza era Alá Uakbar (Dios es grande). A simple golpe de vista se veía que el islam es más activo aquí que en Cisjordania: la mayoría de las mujeres iban con velo; en las dos últimas décadas, el número de mezquitas casi se ha triplicado.

      El coche de los informadores zigzagueaba entre controles militares israelíes, grupos de manifestantes, goma ardiendo, escombros, basuras y chatarra. Cuando se detenía, era rodeado por jóvenes palestinos. «Los israelíes envenenan el agua», afirmaba uno. «Entran en las casas y matan a los niños», añadía otro. Y caía un aluvión de relatos más o menos verdaderos, testimonios en todo caso de la opinión de los palestinos respecto a sus ocupantes: «Los soldados han entrado en una mezquita y han matado al imam», «En el hospital de Shifa secuestran a los Mieridos para interrogarlos», «Roban nuestros coches para poder entrar en los campos de refugiados», y cosas tremendas por el estilo.

     En el alminar de una mezquita de Gaza ondeaba la bandera palestina: rojo, verde, blanco y negro. Todos los comercios estaban cerrados, excepto algunos de comestibles, que, puertas entreabiertas, abastecían a la población. Salvo por los manifestantes y las tropas, las calles estaban prácticamente desiertas.

       El 80% de los efectivos israelíes desplegados en Gaza eran guardias de frontera, de boinas verdes, o soldados de boinas violetas, de la brigada de elite Golani. La tropa llevaba metralletas. Había también algunos policías a caballo en la plaza de Palestina, y sólo se vio un vehículo típicamente antidisturbios, con un cañón de agua. «Estamos aquí para imponer la ley y el orden; hacer que la vida continúe normalmente y que abran las tiendas». Así explicaban su tarea los omnipresentes soldados de Israel. A punta de fusil, la tropa obligaba a despejar el camino a quienes tenía más a mano.

       Gaza es como una inmensa chatarrería; el desguace de vehículos es, junto a los cítricos y la pesca de bajura, su principal actividad económica. El paisaje de esta estrecha región mediterránea, aplastada entre el desierto egipcio del Sinaí e Israel, está compuesto de chumberas, naranjos, palmeras, casas de construcción precaria y hierros, muchos hierros. Todo está polvoriento y rebosante de basura. Aparte de los vehículos todoterreno israelíes, actualmente sólo circulan algunos carros tirados por burritos.

      A pocos kilómetros de la principal aglomeración urbana de Gaza está el campamento de refugiados de El Burej. Los boinas violetas de la Golani bloqueaban su entrada, y, tras una áspera discusión con los periodistas, les dejaron pasar. A 30 metros, los muchachos del campamento habían levantado una barricada con bloques de cemento. Lanzaron pedruscos en dirección a la tropa, que se dispuso a cargar. El coche de los informadores, entre dos fuegos, reculó.

       Gaza es la tierra donde vivieron los filisteos de la Biblia. Apretada entre egipcios e israelíes, esta franja de 45 kilómetros de largo por ocho de ancho, tiene 630.000 habitantes, en su mayoría menores de edad. Es una de las mayores y más explosivas aglomeraciones humanas del planeta. El chabolismo, la carestía del agua potable y de los alimentos, la falta de trabajo y de los más elementales derechos humanos han hecho de esta región el Soweto de Oriente Próximo, el equivalente mediterráneo del gueto surafricano. O, como la denomina la radio oficial israelí, «el más gigantesco campo de refugiados del mundo».

      Cerca del Beach Club de las Naciones Unidas están varadas las barcas de los pescadores de Gaza. Los israelíes no dejan que se hagan a la mar, por terror a que puedan introducir «armas o elementos subversivos».

       Una monja india, menuda, con gafas de color chocolate, atendía en solitario a los 18 niños asilados en el local abierto por la madre Teresa de Calcuta en Gaza. Los pequeños eran minusválidos mentales palestinos, que besaban las manos que les acariciaban. El lugar fue sobrevolado por un helicóptero militar, mientras la monja india explicaba que sus dos compañeras habían salido a buscar alimentos, por primera vez en muchos días. La despensa del asilo estaba vacía.

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