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Vida cotidiana en Teherán

JAVIER VALENZUELA, Enviado Especial, Teherán, EL PAÍS, Domingo, 30 de agosto de 1987

El bazar de Teherán apareció cubierto de banderas y pancartas negras. Las mezquitas, los edificios públicos y no pocas casas particulares de la ciudad adoptaron la misma decoración. «Hoy es el primer día del muharram, un mes en el que ocurrió la mayor tragedia de la historia mundial», escribió en blanco sobre un recuadro negro el Teheran Times.

JAVIER VALENZUELA, Enviado Especial, Teherán, EL PAÍS, Domingo, 30 de agosto de 1987

El bazar de Teherán apareció cubierto de banderas y pancartas negras. Las mezquitas, los edificios públicos y no pocas casas particulares de la ciudad adoptaron la misma decoración. «Hoy es el primer día del muharram, un mes en el que ocurrió la mayor tragedia de la historia mundial», escribió en blanco sobre un recuadro negro el Teheran Times.

Los musulmanes chiíes iraníes, el 90% de los 50 millones de habitantes del país, comenzaban, indiferentes a su aislamiento internacional, el período en que recuerdan el martirio del venerado imam Hussein, nieto del profeta.

En el décimo día del mes, el Ashura, cientos de miles de iraníes realizarán procesiones de flagelantes. Al hacer brotar su sangre a latigazos, los chiíes piadosos imitarán las penalidades sufridas por Hussein.

En el año 680 de la era cristiana, recordó el Teheran Times, «el tercer imam de la casa del sagrado profeta rehusó abatir su cabeza ante los infieles y se lanzó contra ellos». Al frente de apenas un centenar de seguidores, Hussein combatió al poderoso Ejército del califa suní de Damasco en las tierras mesopotámicas de Karbala. Fue derrotado, torturado y decapitado.

Este año, el muharram y su patética y dolorosa culminación del Ashura se van a desarrollar en una República Islámica que tiene delante de sus narices a la más importante flota de guerra reunida en las tres últimas décadas. Estados Unidos, el gran Satán para los militantes islámicos, está al frente de la armada occidental.

A las siete de la mañana del segundo día del muharram se escucharon grandes explosiones en Teherán. Circularon de inmediato rumores de que la capital había sido atacada por la aviación iraquí. En breve se descubrió que el ruido había sido causado por unas maniobras de los pasdaranes o guardias revolucionarios. El diario Abrar recordó al día siguiente que el imam Jomeini había recomendado que no se celebraran entrenamientos importantes en las ciudades iraníes, a fin de evitar la alarma de la población.

Pero salvo incidentes de este tipo, el ambiente en Teherán no es el de una ciudad asediada y angustiada. Incluso, de no ser por cierta escasez de productos de consumo, apenas se diría que ésta es la capital de un país que lleva siete años de guerra. No hay controles callejeros por parte de hombres armados; ni artillería antiaérea en las azoteas; ni casas en ruinas; ni suenan las sirenas, como, por ejemplo, en Tabriz, al noroeste del país. Teherán sorprende porque hay muchos menos milicianos islámicos que en los suburbios chiíes de Beirut, y sus soldados y policías apenas cubrirían un barrio de la supervigilada Damasco.

La revolución islámica tiene en esta ciudad el aire de cosa hecha. Todas las mujeres, incluidas las iraníes no musulmanas y las extranjeras, tapan sus cabellos y ocultan sus formas, con el chador — largo manto negro que cubre de pies a cabeza—, o con velos y guardapolvos oscuros; es imposible conseguir alcohol; los mulás o clérigos chiíes dirigen la mayoría de los asuntos públicos; se dan a las calles nombres de combatientes antiisraelíes libaneses; la principal concentración de masas es la plegaria del viernes en la universidad, donde alternativamente toman la palabra el presidente de la República, Alí Jamenei, o el del Parlamento, Alí Akbar Hachemi Rafsanyani, ambos hoyatoleslam.

Los habitantes de Teherán están tranquilos, hasta se diría que confiados, en relación al desafío que supone para el régimen islámico el despliegue militar en el Golfo de Estados Unidos, Francia y el Reino Unido. Sus dirigentes insisten en que la presencia de tales flotas viola el llamamiento al alto el fuego en la guerra irano-iraquí del pasado 20 de julio del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. «¿Cómo vamos a aceptar esa resolución, cuando tres de los miembros permanentes del Consejo se dedican a incrementar la tensión bélica en la zona?», preguntó esta semana a un grupo de periodistas extranjeros el primer ministro, Mir Hussein Musavi, primer civil del régimen.

Antes de la revolución, Teherán tenía cuatro millones de habitantes. Los soberanos Pahlavi hicieron la ciudad tal como es: una urbe inmensa, con bulevares y calles anchas trazados con tiralíneas. La avenida que llevaba el nombre de la derrocada familia real, hoy llamada Vali-e-Asr, atraviesa la capital de norte a sur, a lo largo de unos 30 kilómetros de cuesta. Teherán está a una altura entre 1.200 y 1.900 metros, al pie de una sierra descarnada, la de Albors, que la separa del mar Caspio.

El Teherán del imam Jomeini se sitúa entre las más pobladas metrópolis del mundo. Las estadísticas oficiales hablan de seis millones de habitantes, pero los cálculos más realistas no bajan de 10 millones. Muchos de los vecinos de la capital de la República Islámica son refugiados: afganos e iraníes. Esa muchedumbre pulula por unas calles limpias y seguras; es un hormigueo caótico y silencioso, porque los iraníes rara vez levantan la voz, hasta piden el té como con el tono de una confidencia íntima.

Tampoco hacen sonar las bocinas de sus automóviles, y eso que tienen motivos para protestar. Los semáforos de Teherán están eternamente en posición naranja intermitente, y cada cual conduce a su aire; cambia de sentido donde quiere; ignora los intermitentes; circula por dirección prohibida; frena sin advertir. Los accidentes y embotellamientos son tan frecuentes como las motos con tres pasajeros a bordo. En cambio, los crímenes y robos son rarísimos, y los escasos hechos delictivos son atribuidos por la población a los afganos, dos millones de los cuales están refugiados en Irán.

La gente va vestida pobre pero decentemente. Las mujeres, todas con los velos islámicos, pero pronto se distingue a las disidentes por unos calcetines de fantasía, unas medias de rejilla o unos zapatos de tacón alto. El único modo de saber si una iraní está de acuerdo o no con el atuendo impuesto por el régimen islámico es mirarle a los bajos.

Incluso desmaquilladas y con el cabello cubierto, las iraníes, hijas del país de Scherezade, son muy bellas; hay quienes opinan que esas limitaciones hermosean sus rostros fuertes, pálidos, y alargados, de cejas espesas, ojos grandes melancólicos y bocas carnales y bien dibujadas.

«El chador», afirma Zahra Rahnavard, esposa del primer ministro, «tiene una doble función social: iguala a las mujeres entre sí, pobres y ricas, y les impide convertirse en objetos de tentación para el hombre». La mujer, según el islam rigorista aplicado en Irán, sigue siendo Eva, la fuente del pecado, la causante de los males de la humanidad.

Lo sorprendente es que las mujeres de Teherán tienen una presencia pública casi tan activa como las de las ciudades europeas. Son secretarias, vendedoras, periodistas, médicas e incluso políticas. Cuatro de ellas se sientan en el Parlamento o Majlis, de 270 miembros. Es una proporción modesta, pero no muy alejada de la de algunos países occidentales que se pretenden más liberales en materia de emancipación femenina.

Zahra Rahnavard explica que «sólo hay tres trabajos que una mujer iraní no puede hacer: juez, religioso y soldado. La mujer iraní no puede participar de modo ofensivo en la guerra santa, pero puede defender su país». La esposa del primer ministro es la responsable del entrenamiento con armas que efectúan a diario decenas de miles de mujeres ataviadas con chador, y dice que ese contingente está «listo para enfrentarse a Estados Unidos en caso de invasión de la República Islámica«.

«Cuando uno se casa pierde la mitad de su camino hacia Dios», afirman los revolucionarios iraníes. El matrimonio en la República Islámica es casi obligatorio, religiosos incluidos, y se efectúa a edades tempranas, veintipocos años para los varones, diecitantos para las chicas.

Irán es el país de la miniatura, la caligrafía, el tapiz y, sobre todo, la poesía. Iraní fue Omar Jayyam, que cantó al vino con palabras como: «Porque ignoras lo que te reserva el mañana, esfuérzate por ser feliz, toma un jarro de vino, siéntate en el claro de luna y bebe». Hoy la producción de los antaño conocidos vinos de Shiraz y Qazvin está estrictamente prohibida. Sólo puede beberse té, una especie de yogur gaseoso llamado dug, el agua mineral cerruginosa Abeali y multitud de estupendos zumos de fruta.

Otro de los grandes poetas iraníes fue Firdusi, que recordó en su poema épico El libro de los reyes a los antiguos héroes de Persia. El Irán de Jomeini no tiene héroes, ni hazañas bélicas individuales. Todas las batallas son ganadas por las anónimas masas islámicas. El régimen teme como a la peste una salida bonapartista a la revolución.

El lírico Hafiz es el tercero de los grandes creadores literarios de la historia iraní. Hafiz escribió de sí mismo: «Los que tienen muchas experiencias en los caminos del amor han nadado en el profundo océano, pero las olas no les han mojado». Pues bien, en el país de Hafiz el amor está mal visto.

Hombres y mujeres no pueden caminar con las manos entrelazadas por las calles, salvo que estén casados. E incluso si lo están, no pueden abrazarse o besarse en público. Uno y otro sexo tienen horarios o secciones separados en los centros deportivos, las oraciones, las manifestaciones, las playas del mar Caspio o las pistas de esquí del monte Damavand, de 5.671 metros, a una hora en automóvil de Teherán.

Así que para entrar en relación los jóvenes tienen pocos recursos. Funciona el lenguaje de la mirada. Unos ojos que se cruzan en una calle, en un salón de té o en un restaurante. Una mano que desliza furtivamente sobre otra un papelito con un número de teléfono.

Sin embargo, la mayoría de matrimonios son arreglados por los padres. Los del varón buscan a una muchacha conveniente entre vecinos y familiares, y llegada la edad del matrimonio, usualmente al término de los dos años y medio de servicio militar en el frente, se la presentan. Si en el breve encuentro que sostienen los jóvenes, no descubren obstáculos mayores, la boda está decidida

Para obtener el divorcio, el hombre sólo necesita pronunciar tres veces, en momentos distintos, la fórmula ritual: «Yo te repudio». Pero también debe dotar a la mujer divorciada de una importante cantidad de dinero y de oro. Los iraníes siguen confiando fundamentalmente en el viejo y precioso metal, y la mayoría de sus ahorros en los bancos está en monedas o lingotes. Si es la mujer la que solicita el divorció, pierde el derecho a la dote. De acuerdo con la tradición coránica, el hombre puede tener cuatro esposas, siempre que pueda sostenerlas económicamente. La poligamia, no obstante, es rara en Irán. En cambio, existe la del matrimonio temporal, por 15 días, un mes, tres meses o lo acordado en el contrato que firmen las partes ante la autoridad islámica. Esa práctica, considerada por los occidentales como una especie de prostitución encubierta, no choca a los revolucionarios islámicos.

Salvo los nostálgicos del antiguo régimen imperial y la minoría occidentalizada, todo el mundo parece estar de acuerdo en Teherán con el código de conducta moral impuesto por el imam Jomeini, según las enseñanzas tradicionales del islam.

Este código prohíbe, por ejemplo, la música cantada, el baile y el ajedrez. Ese juego está considerado una pérdida de tiempo. Hace unas semanas, uno de los dos canales de la televisión iraní recordó la historia del príncipe persa que perdió una batalla frente a los indios por entretenerse con una partida.

La televisión iraní es una sucesión de clérigos que recitan el Corán o largan sermones; de programas concurso con preguntas referidas a la historia musulmana, y de informativos en farsi, inglés y árabe que ensalzan durante horas el esfuerzo revolucionario y bélico de la nación iraní y donde la mayoría de las noticias procedentes del extranjero hacen referencia a crímenes, violaciones, robos y otras pruebas de la decadencia moral de Occidente. Los presentadores de ambos canales son tipos descorbatados, con barba de varios días.

En los grandes hoteles, propiedad ahora de la Fundación de los Mustasafin o desheredados, se ven numerosos hombres de negocios alemanes y japoneses, países con los que la República Islámica sigue sosteniendo buenas relaciones. En las habitaciones hay cartelitos con dibujos del sagrado meteorito de la Kaaba y flechas que indican cuál es la dirección de La Meca.

«Para nosotros la justicia está por encima de la paz», afirma Mir Hussein Musavi, el primer ministro. Esto explica que los iraníes se nieguen a aceptar el alto el fuego en la guerra que sostienen con los iraquíes, mientras la comunidad internacional no designe quién fue el agresor. «Los aliados durante la II Guerra Mundial también rechazaron la paz con la Alemania nazi y se otorgaron el derecho a arrestar, juzgar y condenar a los criminales hitlerianos». El segundo gran principio filosófico jomeinista es que «la libertad personal tiene menos valor que la protección del cuerpo social. Él hombre debe ser protegido incluso de sí mismo».

Estar situada entre 700 y 1.000 kilómetros del frente permite a Teherán una tranquilidad apreciable. Desde el pasado febrero, la ciudad no ha sido atacada por la aviación iraquí, y eso permite que este verano sus habitantes no tengan problemas con la luz y el agua. «El invierno fue horrible», recuerda un residente español. «Los iraquíes lanzaron unos ataques importantes contra objetivos industriales iraníes, y durante semanas nos alumbramos con velas, no sacamos una gota de los grifos e hicimos colas de horas para llenar el depósito de los coches».

En esa época, las embajadas occidentales elaboraron planes aún vigentes para evacuar a sus colonias en la capital hasta hoteles de una zona del mar Caspio, limítrofe con la URSS.

Existe un Teherán norte y un Teherán sur. En los barrios altos de la ciudad, la zona de diplomáticos y millonarios en tiempos del sha, subsiste una vida subterránea de veladas con alcohol, música pop y drogas como el hachís o el opio, este último producto aún bastante fumado en el país, pese a la severa represión. Las invitadas se dejan los velos en la puerta y lucen modelos franceses e italianos, mientras sus acompañantes se ponen la corbata. El perfume de esos ambientes es el de rosas marchitas hace ya mucho tiempo.

Numerosas casas del norte de Teherán han sido abandonadas por sus propietarios y entregadas a refugiados de guerra por la Fundación de los Mustasafin. Eso obliga a los residentes en la zona, apegados al estilo de vida occidental, a cubrir con gruesos lienzos sus piscinas, para evitar la denuncia de los puritanos y radicales vecinos de enfrente.

La revolución ha provocado grandes cambios demográficos en Irán. El número de exiliados por motivos políticos y de jóvenes que han huido del servicio militar se sitúa entre dos y tres millones de personas, la mayoría en Estados Unidos y Turquía. El primer país es el más apetecido por los iraníes blancos; el segundo, el que tienen más a mano. El ansia de escape de bastantes iraníes provoca que todos los vuelos que salen de Teherán estén reservados desde meses antes de su partida, y también una búsqueda desesperada del visado extranjero, en la que se produce todo tipo de estafas.

En el sur de Teherán están las masas que apoyan incondicionalmente la revolución. El cementerio es uno de sus lugares favoritos de reunión. Allí van a llorar a los seres queridos, a hacer jiras los viernes y, algo que parece macabro a los occidentales, a despedir a los voluntarios o basiyis que parten hacia la guerra. Una fuente que mana agua del color de la sangre es el monumento aportado por la revolución al gran cementerio meridional.

Un grupo de periodistas españoles fue invitado el primer día de muharram a cenar en la vivienda de una familia de funcionarios adictos al régimen. Según la tradición iraní, los preliminares se prolongaron mucho más que la comida en sí, y se desarrollaron sentados sobre alfombras y cojines, en una sala presidida por un tapiz con el retrato del imam Jomeini y las fotos en blanco y negro de dos miembros de la familia. «Son nuestros mártires. Mi hermano y mi tío, caídos en la guerra santa contra Irak», explicó Alí Akbar.

Entre los desheredados, los trabajadores industriales, los funcionarios y los pequeños y medianos comerciantes del bazar, Jomeini es venerado, y la revolución, popular. De entre ellos salen los pasdaranes, esa milicia de 500.000 hombres que constituye la espina dorsal armada del régimen. Ellos proveen también de basiyis los frentes de guerra, y forman el grueso de los comités de barrio.

Los comités de barrio son la versión iraní de los soviets. Formados por jóvenes de ambos sexos, dedican la mayor parte de su actividad a velar por la pureza islámica de las costumbres. De noche efectúan controles callejeros, más en busca de juerguistas que de subversivos. Son chavales vestidos de civil, que llevan metralletas Kaláshnikov y exigen certificado de matrimonio a las parejas noctámbulas. Pero, salvo en sus operaciones nocturnas, los comités procuran actuar con discreción.

El aislamiento en que vive Irán no ha despertado sentimientos xenófobos. Los iraníes, desde los nostálgicos del sha a los radicales islámicos, son muy amables y poseen un agudo sentido del humor, que sólo tiene parangón en esta parte del mundo entre los libaneses. En el Ministerio de Orientación Islámica o Ershad, Hussein Panahy, antiguo mago de un circo italiano, entretiene con juegos de cartas a los informadores extranjeros que buscan sus acreditaciones.

«Intentar asimilar los iraníes a los árabes es un grave error», dice un diplomático europeo con mucha experiencia en Oriente Próximo. Los iraníes se sienten orgullosos de pertenecer a una de las más viejas civilizaciones del planeta.

Resaltan la extraordinaria extensión de su país, «tres veces más grande que Francia», dice Hussein Panahy, y su riqueza petrolera y mineral. Ahora insiste en que están fabricando sus propias armas, y es posible. De hecho, existe un coche enteramente iraní, el Peikan, y este país tiene indudables dotes para la chapuza mecánica.

«El actual equipo dirigente puede sostenerse siempre que no se deteriore extraordinariamente la situación económica de la población». La reflexión es de Rafsanyani, el hombre fuerte de Irán, el encargado por Jomeini de dirigir la transición.

Por el momento, ningún iraní muere de hambre. El Estado islámico les da casi gratis el pan, el sabroso nan, hecho con trigo duro bien cocido y sin levadura. Importar el cereal de Australia le cuesta mucho dinero al Estado. Y luego la mayoría de los productos básicos de consumo está subvencionada y racionada, de modo que cada familia tiene unos cupones con los que conseguir el mínimo imprescindible de  huevos, frutos, verduras, comestibles, carnes y demás.

Los más pobres son ayudados por la Fundación de los Mustasafin, cuyo director es nombrado directamente por Jomeini. Ese es el consorcio económico más importante del país, con 200 empresas industriales, 50 minas, 15.000 viviendas, numerosas salas de cine y cientos de propiedades agrícolas y ganaderas.

El resto de los productos se encuentra en el mercado negro, superactivo en el Irán revolucionario. Los precios son elevadísimos porque están fijados al cambio real de la moneda iraní (unos 600 riales por cada dólar) y no al oficial (73 riales por dólar). Así, un paquete de tabaco americano cuesta unos 800 riales, el 1% de un buen salario.

Gracias al petróleo y a una severa autarquía, Irán no tiene ninguna deuda exterior. El país, según un estudio de la revista norteamericana Time, no está al borde de la bancarrota. Su Banco Central tiene 5.100 millones de dólares en divisas extranjeras y unos 2.000 millones en oro.

La inflación y el mercado negro son los quebraderos de cabeza del régimen. Atajarlos supone enfrentarse al bazar, que en Teherán es mucho más que el zoco de las ciudades árabes o el Rastro madrileño. Una vez derrocado el sha y desaparecidos los grandes capitalistas, terratenientes y multinacionales, el bazar ha recuperado su papel de centro neurálgico de la economía.

El bazar de Teherán se extiende a lo largo de 10 kilómetros de calles cubiertas de zinc. Fotos de Jomeini destacan en todos sus comercios, porque los pequeños y medianos comerciantes de esta institución tradicional apoyaron la revolución, tanto por sentimiento religioso como por oposición a los grandes tiburones económicos que trajo la revolución blanca del sha.

En el bazar están los vendedores de especias, de chatarra, de pistachos, de antigüedades y de alfombras persas; los cambistas de moneda del mercado negro; los importadores, más o menos clandestinos, de todos los productos extranjeros que pueden encontrarse en Irán. Los sectores más izquierdistas del régimen, los dirigentes civiles salidos de la Universidad, querrían apretar las clavijas a esta institución, pero los líderes religiosos, con Jomeini a la cabeza, creen que el islam debe respetar la libertad de comercio.

Las divergencias internas del régimen iraní, según se desprende de la lectura de los periódicos de Teherán, no tienen relación con la apertura a Occidente o a la Unión Soviética, o con el mayor o menor rigor de las costumbres islámicas.

Moderados y radicales, derechistas e izquierdistas, religiosos y universitarios, Montazeri, Rafsanyani, Jamenei y Musavi están de acuerdo con la consigna «Ni Este ni Oeste» y con la aplicación de la ley islámica en la nación iraní. Sus divergencias proceden de si es lícito o no obtener más del 10% de beneficios, o si el Estado tiene que controlar o no el comercio exterior.

Los diplomáticos extranjeros confiesan que la estructura política iraní es impenetrable, pero no creen que ningún grupo de la oposición exterior pueda derrocar hoy al régimen instaurado, por un hombre admirado por la mayoría de los iraníes, un octogenario triunfador, que vive en la pequeña localidad de Yamarán, al norte de la capital.

Ese hombre, que es ya historia viviente, lleva una vida retirada en una humilde vivienda, al lado de una mezquita igualmente modesta. Recibe poco, pero sus palabras son ley en Irán. Es el faqih, el guía, ayatolá Jomeini.

© Diario EL PAÍS S.L. – Miguel Yuste 40 – 28037 Madrid [España] – Tel. 91 337 8200

 

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