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El señor de la Montaña / Reportaje en el feudo de Walid Jumblatt, líder druso / Líbano

El señor de la Montaña / Walid Jumblatt, líder druso

JAVIER VALENZUELA, Muktarka (Líbano), El País, Domingo, 15 de Marzo de 1987
 

Walid Jumblatt no va a desarmar a sus hombres, entre 10.000 y 20.000 milicianos drusos atrincherados en las montañas. Jumblatt está en su palacio de Muktara, un vaso de leche en la mano — «Leche fresca, sí. Es que aquí tengo dos vacas» —, y no apuesta ni un dólar por la duración de la actual pax siria en Líbano. «Yo no veré el fin de esta guerra, y quizá tampoco mis dos hijos. Por el momento, estoy reorganizando mis fuerzas. Necesito armas y voy a tener que comprarlas», dice. Walid Jumblatt, playboy internacional, señor feudal, líder de un partido y una milicia supuestamente socialistas, cumple su décimo aniversario al frente de los drusos libaneses, en un país que no encuentra salidas a la guerra.

Hace frío y la salamandra de hierro forjado no llega a caldear todo el salón. El señor de la guerra druso tirita levemente. Uno de sus invitados le pregunta dónde piensa adquirir nuevas armas. «En la URSS, claro, si es que me las venden», responde. La sonrisa con la que ha dicho eso, una sonrisa que empieza muy adentro y que tímidamente aflora bajo el mostacho, contagia a todos los presentes y se transforma en una carcajada colectiva. Walid está satisfecho y da un sorbito al vaso de leche.

Muktara está en el corazón de las montañas libanesas del Chuf, a unos 850 metros de altitud. Algunos coches bajan de las aldeas cercanas con los techos cubiertos de nieve. Este principio de marzo está siendo muy crudo en el Mediterráneo oriental, y ya ni siquiera puede decirse aquello de «Líbano podría ser peor, podría llover».

Jumblatt se levanta y se dirige a alimentar la salamandra con tronquitos recortados primorosamente. Camina hacia el centro del salón con pasos cortos, lánguidos y saltarines. Es un hombre alto y construido con poca carne y huesos delgados y frágiles. Da la impresión de que, si recibe un fuerte golpe, su cuerpo va a desarmarse.

Cinco periodistas extranjeros conversan con Jumblatt. Todos están sentados en bancos de madera adosados a las paredes de la estancia, apoyan las espaldas en cojines y pisan una vieja alfombra árabe. Desde cuadros y fotos en blanco y negro, una docena de personajes muertos asiste a la entrevista.

El señor de la guerra está en un rincón. Hacia su derecha, su abuelo monta un caballo blanco. El abuelo de Walid Jumblatt parece un árabe de película de Rodolfo Valentino, con pantalones bombachos, turbante, capa, sable a la cintura, lanza en mano y bigotes engominados sobre un rostro palidísimo. Debajo de su retrato está el de un niño y una niña vestidos al estilo europeo de las primeras décadas de este siglo. Él sostiene una escopeta, y ella, una muñeca. Son el padre y la tía de Walid Jumblatt.

Desde hace cinco siglos, los Jumblatt son los jefes indiscutidos de esa misteriosa comunidad de iniciados y guerreros que son los drusos, unas 250.000 personas en un país de poco más de tres millones de  habitantes. Su relación con la secta mantiene intacto su carácter feudal. Los Jumblatt la protegen con sus armas, y a cambio reciben obediencia y diezmo.

Todos los domingos, Walid Bey, el señor Walid, recibe en Muktara a los venerables jefes religiosos de la comunidad, que le exponen los problemas, quejas y querellas de las gentes. El da consejo o dicta sentencia. Los religiosos llevan bombachos negros y blancos tarbuches sobre la cabeza. Jumblatt les recibe con su atuendo de siempre: vaqueros y mocasines y cazadora de cuero negro.

El pesimismo lúcido y parlanchín de Walid Jumblatt le convierte en el político más interesante de Líbano, un país donde se proclama todos los días el fin de la guerra. Jumblatt no se corta, aunque siempre le acusen de ser intempestivo en sus declaraciones.

«¿Es usted un señor de la guerra?»

«Sí. Como el presidente Gemayel. Como mi padre y su padre  y todos los jefes del clan».

«¿Qué es un señor de la guerra?»

«Algo así como los feudales o los padrinos mafiosos».

Las primeras construcciones del palacio de Muktara datan de 1505. Los muros son bloques de piedra berroqueña, coronados de tejas rojas. Hay ventanas con arcos de casi todos los estilos, orientales y occidentales. Hay un sistema de refrigeración basado en un arroyo que, canalizado en acequias, corre junto a los muros en verano.

A la entrada del palacio hay un carro de combate soviético, tapado pudorosamente con un lienzo verde. También está tapada la batería artillera del jardín exterior, por donde corretea media docena de perros de raza pastor alemán. Milicianos con uniformes de color verde oliva y Kaláshnikov patrullan por el conjunto.

A lo largo de su historia, seis de los señores de Muktara perecieron asesinados, o, como dice el secretario de Walid Jumblatt, «esta casa tiene seis mártires». El secretario es un señor mayor, con aspecto de músico de provincias: pelo escaso, gris y alborotado, gafas de muchas dioptrías, dedos afilados y traje oscuro desgastadísimo. A hora muy temprana de la mañana, él ha recibido a los periodistas venidos de Beirut.

«¿Tienen cita previa con Walid Bey?»

«No, pero vea lo que puede hacer»

«Walid Bey duerme y está acatarrado, pero voy a  despertarle. Esperen aquí».

Poco antes de la aparición del señor de Muktara, un hombrecillo cojo ha encendido la salamandra y ha ofrecido a los periodistas café turco en tazas de porcelana.

Con su vaso de leche fresca, Walid Jumblatt, 39 años, se sienta justo debajo de un cuadro de uno de sus ancestros, un anciano de turbante, blanca barba y gumía al cinto. En línea recta, al otro lado del salón, una gran foto en blanco y negro muestra a un joven Walid recibiendo consejo de su padre, Kamal.

Hace 10 años, en marzo de 1977, Kamal Jumblatt fue acribillado en su señorío, a pocos metros de una barricada del ejército sirio, lo que alimentó las sospechas hacia Damasco. Kamal era multimillonario, izquierdista, pro-palestino y uno de los mejores especialistas del mundo en la mística hindú. Cuando murió, había sido 19 veces ministro libanés y estaba en posesión de la Orden de Lenin.

Su hijo Walid, en cambio, no estaba interesado en la política, no se consideraba de izquierdas y se dedicaba sobre todo a beber y correr en moto. Pero los jefes de la comunidad fueron a Muktara y le proclamaron sucesor de su padre.

Ahora los drusos son más fuertes que nunca. Han expulsado a los cristianos de las montañas que ambas comunidades habían compartido como refugio durante muchos siglos, las del Chuf, Aley y Mten Alto. Tienen allí una taifa con las mejores carreteras de Líbano, relativa limpieza y mucho orden. Es una región mediterránea, de encinas y pinos de copa alta, bancales con viñas, legumbres, olivos y árboles frutales, profundas quebradas y rebaños de cabras.

Hasta hace unas semanas, los drusos compartían con los chiíes de Amal el poder en Beirut Oeste, el sector musulmán de la capital libanesa. Pero no pudiendo soportar el feroz acoso de sus aliados a los campamentos palestinos, entraron en conflicto armado con ellos. Estaban a punto de expulsar a los chiíes de la ciudad, cuando Siria decretó el alto el fuego y envió miles de sus soldados.

«Al principio temía no ser capaz de reemplazar a mi padre. Ahora me gusta», dice Walid Jumblatt, el hombre que ha dirigido a los suyos en está década de victorias.

«¿Qué cree que habría hecho Kamal Jumblatt estos últimos años?».

El señor de la guerra tose suavemente y contesta:

«No lamento que mi padre haya muerto. De vivir, habría asistido a la invasión israelí de 1982. Tampoco creo que hubiera soportado tener que viajar a Damasco».

Walid Jumblatt sigue siendo un gran vividor. Debe de tener una de las plusmarcas mundiales de resistencia a la vodka Stolichnaya, y corren toda suerte de rumores acerca de su afición al hachís y a la cocaína. Calvo y patilludo, de ojos como huevos, con una cicatriz en la barbilla, el señor de la montaña es feo, pero uno de esos feos que hacen estragos entre las mujeres. Es el líder libanés con más atractivo para las chicas de su país, cualquiera que sea su confesión, y se le atribuyen numerosos romances con mujeres de la alta sociedad mundial; el último, con la guapa esposa española de un conocido escritor italiano.

Da la impresión de que a Walid Jumblatt le cayó encima la responsabilidad de dirigir a la comunidad drusa, pero que con el tiempo ha encontrado un equilibrio entre el monstruo del deber y su propia diversión. No sabe cómo terminará todo, y le da un poco igual. «Tal vez gane esta guerra, tal vez la pierda. Por el momento, los sirios son nuestros huéspedes en Beirut Oeste, y sus proyectos de pacificación no están mal. Pero yo tengo que proteger a los míos, sostener a mis aliados comunistas y defender la presencia palestina en Líbano, y mi única garantía son mis armas».

El brazo político y militar de la comunidad drusa es el Partido Socialista Progresista, vinculado a la Internacional Socialista y con óptimas relaciones con la Unión Soviética. Su bandera — roja, con un globo terráqueo que encierra una pluma y un martilla cruzados —  ondea en Muktara y en todo el feudo de Walid Jumblatt.

«Su familia gobierna estas montañas desde hace siglos, y usted mismo tiene fama de amar la buena vida. ¿Qué es para usted ser socialista?».

«Yo soy más bien socialdemócrata. Eso quiere decir que busco la justicia y la igualdad, para mi pueblo».

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