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El Mesías volverá al mundo cerca de la tumba de Saladino / Carta desde Damasco / Siria

El Mesías volverá al mundo cerca de la tumba de Saladino / Carta desde Damasco

JAVIER VALENZUELA, Damasco, El País, Domingo, 19 Octubre 1986

Saladino, aquel guerrero sarraceno que incluso los tebeos del franquismo presentaban como un caballero, está enterrado en Damasco, que para muchos es la ciudad más antigua del mundo aún habitada. Cerquita de la mezquita de los Omeyas tiene un pequeño mausoleo, medio disimulado por un jardincillo. Ningún hombre armado vigila el lugar; sólo unos vendedores de postales y rosarios musulmanes.

Corrían en el siglo XII de la era cristiana malos tiempos para el islam. Los cruzados, los franj en árabe, reinaban en Jerusalén y otras ciudades de lo que hoy son Palestina, Líbano y Siria. Ningún príncipe musulmán podía con aquellos sujetos de largas melenas rubias, ojos claros y modales brutales, que habían irrumpido en el Mediterráneo oriental como caballo en cacharrería.

Pero en ésas — cuentan los cronistas sirios de la época —, Alá se apiadó de los creyentes y les envió a un militar de origen kurdo con la misión de reunificar sus filas y emprender la yihad o guerra santa. Un viernes de octubre de 1187, año 583 de la Hégira, ese soldado, Saladino, reconquistó Jerusalén y devolvió al islam la confianza en sí mismo. Los cronistas describen al hombre providencial como piadoso, melancólico, enfermizo, pródigo con los bienes materiales y en exceso gentil con sus enemigos.

A los 56 años de edad, Saladino murió y fue enterrado en Damasco, la ciudad que, durante los dos siglos que duró la aventura cruzada, jamás capituló ante los occidentales. Hoy esa ciudad es la capital del moderno Estado de Siria, tiene cerca de tres millones de habitantes, un cuarto de la población total del país, y aún se predica en ella la reconquista de Jerusalén. El ocupante esta vez es el sionismo.

El Damasco actual es modesto y digno, limpio y aburrido, reservado y seguro. Cuando se llega allí procedente de Beirut, se agradece la ausencia de basuras en las calles, la buena regulación del tráfico automovilístico y la posibilidad de pasear sin miedo al secuestro. Comparado con El Cairo, Damasco tiene a su favor que sus habitantes no asaltan al visitante para sacarle unas libras. Y eso que, con sueldos medios de 30.000 pesetas o menos, viven en la estrechez.

Damasco es la ciudad adonde iba Saulo de Tarso cuando se cayó del caballo y recibió la iluminación.  Después, durante un siglo, fue la capital del entonces mundo civilizado, el del califato Omeya, extendido desde España hasta China. T. E. Lawrence le dedica sólo unas líneas en su Siete pilares de la sabiduría, las del epílogo. Pero esa parquedad del aventurero inglés es un homenaje: una vez en Damasco, sus andanzas estaban terminadas, era su Ítaca.

En Oriente nada es definitivamente blanco o negro, bueno o malo, de derechas o de izquierdas. Y Damasco no es sólo la ciudad que desde hace siglos enarbola la bandera del rechazo árabe y musulmán frente a Occidente, antes en forma de franj y hoy de imperialismos israelí y norteamericano. Es eso, pero según y cómo.

La tumba de Saladino, por ejemplo, fue restaurada por encargo del emperador alemán Guillermo II, que la visitó en 1898. Y aún más, la Siria de hoy es aliada de la Unión Soviética, pero los hijos de bastantes de sus dirigentes estudian en Estados Unidos. Al pasear por Rabu Rumane, no es raro encontrar rótulos que anuncian como la mayor garantía de seriedad profesional que el doctor tal se graduó en Indianápolis.

El Syria Times, un periodiquito oficioso en inglés, anuncia en su cartelera una exhibición de cerámica búlgara y un concierto de música tradicional rusa. Ese mismo día los damascenos hacen cola ante el cine Cham Palace para ver la última película de Burt Reynolds, por recortada que esté de escenas picantes. Todo es un poco así en esa ciudad rodeada de montañas y desiertos.

El Damasco actual es reflejo del régimen sirio, y éste, la lectura personal que un fascinante general de aviación llamado Hafez el Asad lleva haciendo desde hace tres lustros del baazismo. En Bagdad, Sadam Hussein ve de otro modo esa ideología, que en general predica el laicismo, un cierto socialismo y la unidad de la nación árabe.

Al laicismo baazista hay que atribuir la posibilidad de una de las experiencias más intensas que pueden vivirse en la capital siria: la visita a la tumba del imam chií Hussein, hijo de Alí y nieto del profeta Mahoma. O, más exactamente, la visita a la capilla de la mezquita omeya dónde se guarda su cabeza decapitada.

Mujeres iraníes con largos y negros chadores lloran, se golpean el pecho o cantan ante la urna que contiene los restos de su mártir.  En el país de Jomeini sería imposible para un occidental pisar el santuario de uno de los 12 imames. Hasta hace poco, las viudas, los clérigos y revolucionarios que las acompañaban se alojaban en el hotel Semiramis. Ello daba al establecimiento damasceno un aire terriblemente romántico, de cuartel general de la guerra santa. Pero a finales del verano de 1986, el Semiramis dejó de ser una base jomeinista. Poblado por unos silenciosos y pálidos europeos del Este, revela más que nunca su decadencia, con sus pretenciosos brocados, cornucopias, mármoles, arañas y terciopelos. Hasta los pétreos leones de la entrada parecen añorar a los antiguos huéspedes, tan febriles ellos.

Dice el periodista alemán Peter Scholl-Latour que «en Damasco todas las conversaciones tienen un aire de conspiración». Los temas ineludibles de  son la salud del presidente Asad, los últimos cotilleos acerca de su hermano Rifat y la crisis económica que padece Siria. Damasco vive casi en la autarquía por falta de divisas extranjeras. Encontrar un paquete de cigarrillos norteamericanos es casi, casi tan difícil como fumar Alhambra en Nueva York.

Sólo en el Sheraton, el Cham y otros hoteles de súper lujo es posible vivir a la occidental en Damasco. Por allí van las gentes bien situadas en la ciudad a tomarse unos whiskies, y, también los líderes musulmanes libaneses, cada vez que el vicepresidente sirio Jadam les llama a capítulo. La imagen del druso Walid Jumblatt con un vodka en la mano ya casi forma parte del paisaje de las barras del Sheraton.

Intérpretes de canción árabe melódica y gruesas danzarinas del vientre constituyen la parte del león de los espectáculos nocturnos de la capital siria. Una vez, un grupo de varones europeos occidentales intentó explorar sendas más excitantes. El conductor de uno de los amarillos taxis locales les encaminó al que presentó como el mejor cabaré de la ciudad, el Cave du Roi.

Los europeos departieron allí castamente con unas señoritas de muy buen ver y nacionalidades polaca, rumana, yugoslava y similares. Las damas se dejaban convidar a cerveza y cada uno de sus refrescos costaba 400 libras, más de 5.000 pesetas. A cambio sólo otorgaban su excelente inglés. Cuando un lúbrico occidental intentó pasar a mayores, su proposición se encontró con una severa negativa: «Si se enteran los mujabarats», dijo su interlocutora, «los dos nos metemos en un lío serio, ¿sabes?». Los mujabarats son los policías secretos, y son tan omnipresentes y evidentes como los retratos de Hafez el Asad.

Así que los frustrados juerguistas tuvieron que contentarse con pasear por un Damasco vacío y mirar el hermoso, espectáculo del bosque de lucecitas que se encarama por el monte Qasium. Los más tranquilos fueron compensados por el casi mareante olor a jazmines de la noche damascena.

El principal zoco de la ciudad se llama Hamedieh, y está, cómo no, cerca de la mezquita de los Omeyas. En su día fue recorrido por Jimmy Carter y François Mitterrand, como atestiguan las fotos que exhibe con orgullo Stephan en su reputado comercio. Mujeres sirias con velos ligeros y claros, algunas iraníes enlutadas, soldados embutidos en estrechos uniformes, y civiles en trajes de anticuado corte occidental forman un río de gente no demasiado bullanguera ni demasiado interesada en el extranjero.

Bragas y sujetadores de fantasía constituyen el producto más evidentemente expuesto en Hamedieh. Por supuesto, hay también muy buenos trabajos en nácar, seda, brocado y cobre, y un excelente surtido en alfombras. Vendedores de cigarrillos sueltos; exprimidores de frutas frescas, asadores de chawarma, montañas de pasteles y expendedores del refrescante tamer hindi le dan al zoco su característico ambiente.

Damasco tiene mucha historia sobre sus espaldas y, pese a su vida provinciana de hoy, sigue siendo una capital regional, sin la cual nada es posible construir en Oriente Próximo. Y, no obstante, muchos musulmanes, y no sólo sirios, creen que los mejores días de la ciudad están por venir.

Aseguran que cuando llegue el día del juicio final y Jesucristo regrese a este mundo para combatir al Anticristo, tomará tierra en uno de los tres minaretes de la mezquita de los Omeyas, es decir, no muy lejos de donde yace Saladino, el guerrero que recuperó para el islam el sepulcro en Jerusalén del Mesías cristiano.

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