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Días de ‘paz’ en Beirut auguran una inminente explosión de violencia / Líbano

Días de ‘paz’ en Beirut auguran una inminente explosión de violencia

 

JAVIER VALENZUELA – Beirut – EL PAÍS – 31/03/1986

Es difícil que los beirutíes del oeste coincidan en sus opiniones. Sin embargo, en estos primeros días de primavera, drusos, shiíes, suníes, kurdos y las decenas de variedades que bajo tan genéricos nombres se ocultan están de acuerdo en predecir «una explosión inminente» en el lado musulmán de la capital libanesa. Lo dicen Walid Jumblat y Nabih Berri, dos de los señores de la guerra que más mandan ahora en el oeste. Lo dice el hombrecillo que deja de hacer zumos de frutas cuando suena la llamada a la oración en la mezquita, y el médico educado en Europa que se bebe un litro diario de vodka Stolichnava. Lo dice todo el mundo.

 

Principal argumento del consenso de agoreros: una tregua tan duradera no es posible, esto ha de reventar por algún lado. Esa tregua, esas semanas seguidas de calma, se compone de violencias callejeras continuas y de una permanente amenaza contra cualquier clase de occidental por parte de los integristas shiíes. Pero eso es nada comparado con los tiros y cañonazos que no cesan, de sonar en la línea verde, la montaña y el sur del país, lo que los periódicos locales llaman frentes tradicionales. Dos docenas de muertos y heridos al día, civiles, como casi siempre en Líbano; gente que pasaba por allí. La situación en Beirut oeste es también casi paradisíaca si se la compara con la oleada de coches bomba y bombardeos que, desde el pasado enero, sufre el este, el sector cristiano de la ciudad.

Nadie sabe quiénes serán los contendientes en ese estallido anunciado. En el sector oeste de la ciudad, como a lo largo y ancho de todo el país, hay cientos de cuentas por saldar y todas las combinaciones son posibles. Sólo existe la certeza que expresa el recorte de The New York Times que cuelga en la oficina de una agencia de prensa occidental: «En Líbano lo peor está por venir».

Un buen lío. Será difícil que se repitan mañanas como la del primer domingo de primavera. Ese día miles de beirutíes del oeste salieron tempranito al campo, hacia las montañas que los drusos arrebataron a los cristianos en 1983 con sangre y fuego. Cogieron sus grandes cochazos -Buick, Mercedes y otros del mismo porte- y se fueron de excursión. Lucía un vigoroso sol levantino, y hasta los milicianos del PSP (drusos) y Amal (shiíes) se mostraban alegres en los controles, banderas rojas y verdes ondeando juntas. La gente regresó pronto, antes de que oscureciera, y en muchos coches se veían ramos de flores recién cortadas.


Los beirutíes hablan todo el tiempo de lo que uno de sus múltiples eufemismos llama la situación, o sea, los 11 años de guerras civiles. «Vamos a cambiar de tema. Hablemos de cosas más alegres», dicen los anfitriones a los pocos amigos que han reunido a cenar. Todos sonríen, y al poco son ellos los primeros en lanzarse a vaticinar que a tal o cual cabecilla le huele la cabeza a pólvora. Y es inevitable, porque al despedir la velada los invitados recibirán toda suerte de consejos y deseos de buena fortuna para su regreso a casa. Las calles de Beirut oeste están oscuras como la antesala de la muerte, y por ellas sólo circulan de noche tipos que hacen una muy completa colección de malos de películas norteamericanas. Todos listos para desenfundar sus armas.


Uno de los más frecuentes consejos recibidos en esas despedidas nocturnas, tristes como si fueran la última, es aquel que dice que camines con aire feroz, seguro y hasta un pelín altanero. En lo oscuro, el prójimo que se te viene encima puede pensar que tú eres más peligroso que él.


Beirut oeste es la isla de la Tortuga de finales del segundo milenio el paraíso de piratas, contrabandistas y partidarios del más descamado mercado libre. El otro día hubo una recepción en una de las pocas embajadas que quedan en este lado de la capital libanesa. Apenas 20 asistentes, y de ellos un tercio era de los servicios de seguridad. Allí estaba el agregado comercial cubano en Líbano. Es un hombre bajito, con un traje que ya era antiguo cuando Castro tomó el poder. También es un tipo simpático, que en el cóctel fumaba un gran cigarro.


-¿Traído de Cuba?

-No, conseguido aquí.


El diplomático da una monumental calada, ríe para sí y añade: «Cuando salí de La Habana compré en el free shop del aeropuerto unas botellitas del mejor ron del mundo. Me costaron tres dólares cada una. Las mismas las he visto en la calle de Hamra, a 1,25 dólares». Luego, siempre surge el cavilar acerca de cómo lo hacen, de cómo consiguen estos libaneses vender calzoncillos españoles o vídeos japoneses casi por debajo de su precio de coste. Nadie da una respuesta clara a la pregunta. El agregado comercial cubano tampoco la tenía.


Que funcione el teléfono en Beirut es tan difícil como que un imam shií te acepte un whisky. De milagro, suena, y los interlocutores acuerdan verse a la mañana siguiente. Se trata de cruzar en taxi la línea verde, el frente de batalla que separa a cristianos y musulmanes en Beirut, una operación que ninguna compañía en el mundo quiere asegurar. Una voz dice al que está al otro lado del hilo: «Paso a recogerte a las ocho. Encárgate tú de oír las radios, a ver cómo están los pasos y si hay francotiradores».

El chiste es fácil, pero verdadero: el Beirut musulmán es el salvaje Oeste, incluso de día. Por la calle de Hamra, la gran vía local, circulan civiles que ciñen la tripa con una canana de la que cuelga un revólver. Éstos son los honrados ciudadanos, los que van de compras o negocios, o pasean a sus hijos. Y abundan las pandillas de muchachos vestidos al último grito de París o Milán, que custodian con metralletas y lanzacohetes los bancos, oficinas de cambistas y tiendas de postín. Son como una especie de guardas jurados. También hay militares, tropas de la Sexta Brigada del Ejército regular libanés. Hace unos días, uno de ellos, bromeando con un compañero al pie de una tanqueta Renault, frente al Ministerio de Turismo e Información, le ponía el kalashnikov encima de los genitales.


Pero los que dan a la ciudad su aire revolucionario son los milicianos. En Beirut oeste son fuertes ahora los del PSP y Amal. En los suburbios de la capital crece espectacularmente la influencia de Hezbollah, los integristas proiraníes.


Los milicianos van a pie o en camionetas, con muchas banderas y muchos retratos de sus líderes y mártires. No se dan cuenta, pero muchas veces apuntan a la gente con sus armas, que no son pocas. A veces se les escapan tiros, y cae alguno de ellos o un transeúnte. Abundan los barbudos y muchos lucen cintas de colores en torno a la frente. Sus trajes paramilitares son de lo más dispar. Se venden en las tiendas de Beirut, y los hay desde modelo anarquista español de la guerra civil hasta el último diseño de los marines yanquis.


De cuando en cuando, pese a la tregua, participan en refriegas. La otra noche, al lado del hotel Commodore, base de la Prensa internacional, -el Commodore, dicho sea de paso, ya no es lo mismo desde que se fueron los norteamericanos, pero sigue allí un loro que imita el silbido de las bombas israelíes al caer-, había una veintena de milicianos que disparaban sus metralletas y esgrimían supe rexcitados sus lanzacohetes. El resultado del incidente fueron cristales de viviendas rotos, coches agujereados y cuatro o cinco detenidos, jóvenes bien vestidos y afeitados, de aspecto exterior pacífico. Los milicianos, defensores de la ley y el orden, les acusaron de delincuentes comunes ante los vecinos que se asomaron a preguntar por el suceso.


En Beirut Oeste, en todo Líbano, nada desaparece por completó. Por ejemplo, quedan policías. Los más activos son los que se dedican a poner multas por mal aparcamiento en el centro de la ciudad. Unas sanciones de improbable cobro en un país donde el Estado es una ficción, pero que justifican el sueldo de esos canosos y, barrigudos gendarmes, que han desarrollado hasta la perfección el arte de evaporarse cuando las cosas se ponen feas.


No estaban la tarde en que unos incontrolados quisieron ocupar un apartamento del inmueble Jean Sad. Se colaron por el procedimiento de esgrimir su armamento y dar patadas a las puertas. Decian buscar un depósito de armas y no parecían dispuestos a moverse de allí. El portero les dijo que la inquilina era una viuda libanesa, lo que pareció no conmoverles. Al final dejó caer unas lejanas relaciones de la viuda con Walid Jumblat y entonces los ocupantes pusieron pies en polvorosa.


Un vecino relata a otro el incidente en el portal de la casa.

-¿Y dónde estaba madame?

-Había salido un momento a comprar.

-Qué barbaridad. Ya no podemos dejar la casa sola ni un cuarto de hora.


En Beirut oeste los pisos son ocupados por refugiados shiíes que huyen de los implacables bombardeos isrelíes en el Sur, o por milicianos en busca de una sede o una posición de tiro.


Los beirutíes se han acostumbrado al incesante sonido de las armas, como los valencianos al de la pólvora fallera. No prestan atención al hecho de que mientras la gente se mata, ratas y gatos comen juntos en los múltiples estercoleros de la ciudad.


Una mañana la ciudad se despertó con el ruido de lo que parecían miles de máquinas perforadoras levantando todo el pavimento o lo que queda de él. Era el sonido de los múltiples generadores de corriente eléctrica de que disponen la mayoría de negocios y muchas viviendas particulares. Había avería en la red general, a causa de un bombazo. Y allí estaba Beirut oeste, como si tal cosa, con sus habitantes haciendo negocios, bebiendo café turco, comiendo pistachos, dándole vueltas al rosario musulmán, procurando ser felices. Hay que aprovechar esta tregua que no puede durar mucho.

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